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Catalunya
La fiera feroz
Tras conocer la sentencia del "Procés", multitud colectivos, profesionales y sociales, han salido a denunciar la criminalización de la protesta ante una realidad que se antoja difícil para quienes denuncian la pérdida de derechos sociales y laborales. Un marco jurídico y mediático que arrincona, cada vez más, la necesaria movilización ciudadana que reivindica valores tan universales como la solidaridad y la justicia social.
Para alguien que no conozca la realidad social en Catalunya, es sencillo que los hechos ocurridos en estos últimos días desconcierten y produzcan cierta perturbación en el espectador pasivo. En muchos casos, las escenas de barricadas, cortes de carretera, adoquines y carreras, pueden parecer perpetrados por una juventud desorientada y engañada, que busca darle una salida a una especie de irresoluble confrontación vital. Cierta izquierda ha sentenciado con un paternalismo ya habitual: "La frustración provoca desorden". Pero es importante, sobre todo para la izquierda, entender que la sociedad catalana está profundamente politizada y ha adquirido un pensamiento crítico forjado sobre un enorme tejido asociativo, político y cultural con fuerte arraigo en el territorio y ajeno a los intereses partidistas de la política institucional. Es importante asumir que la disociación política es la antesala de la traición, por lo que más vale no confundir desorden con confrontación. Porque lo cierto es que, desde que se publicó la Sentencia que condena a los referentes independentistas por un delito de sedición, en Catalunya reina el orden. Discordante, pero orden al fin y al cabo. Si no, ¿cómo se entiende que centenares de miles de personas a cientos de kilómetros de distancia, sin conocerse de nada actúen de forma simultánea, en una misma dirección, con una estrategia colectiva y sin ningún liderazgo?. La lucha contra la injusticia institucional ha sido siempre un buen catalizador de la acción comunitaria.
Porque no hace falta saber mucho de Derecho para entender que lo que ha dictado la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo no es justicia. La sentencia rompe con casi todos los principios y garantías limitadoras del Derecho Penal, que hacen que el derecho punitivo sea de intervención mínima y subsidiaria, imparcial, proporcional y ajustado a criterios interpretativos favorables a las personas imputadas. Quizás el principio de legalidad sea difícilmente mensurable por un profano del Derecho, pero hay algo que toda la gente que ha participado y vivido las acciones colectivas que se han juzgado pueden discernir: el quebranto del principio de realidad. Cuando alguien al otro lado de la TV no consigue reconocer mínimamente en el discurso oficial el relato los hechos que él o ella mismo ha vivido, entonces queda inutilizado el mecanismo que encubre los constantes desmanes de la Administración de Justicia: la apariencia. Y esa revelación exige ruptura. Porque el sentimiento al conocer la condena tuvo un regusto a la noche de aquel primero de octubre de 2017, cuando se publicó la foto de la Policía Nacional posando en el Puerto de Barcelona y celebrando la masacre que acababan de acometer. No es posible dialogar con la impunidad.
Muchos estudiosos y estudiosas del Derecho ya están advirtiendo que las consecuencias aplicativas de la jurisprudencia que ha establecido el Tribunal Supremo puede generar un enorme retroceso en los derechos y libertades fundamentales, ya que la interpretación del contenido y alcance de los tipos penales que emanan del máximo órgano judicial Español son de aplicación general, sin que pueda limitar su efecto a un caso concreto, so pena de caer en una excepcionalidad proscrita en nuestro ordenamiento jurídico. Ello deja patente que el trasfondo del conflicto va mucho mas allá de un choque entre naciones. El discurso es claro: hay libertad de pensamiento mientras ello no conlleve una realidad material de cambio político. Formalidad, apariencia de Derecho sin posibilidad alguna de su ejercicio.
Quizás el principio de legalidad sea difícilmente mensurable por un profano del Derecho, pero hay algo que toda la gente que ha participado y vivido las acciones colectivas que se han juzgado pueden discernir: el quebranto del principio de realidad.
Las marcha de los Trabajadores Portuarios de Barcelona durante la huelga del 18 de octubre es buena muestra que la preocupación por la deriva autoritaria del Estado trasciende la problemática territorial. Marcharon en bloque sin más banderas que su uniforme de trabajo y tras una pancarta en la que podía leerse “Estibadores de Barcelona en lucha por la dignidad y los derechos civiles”. Pararon la producción y salieron a la calle por solidaridad, pero también para luchar por su futuro, porque han entendido que si algún día se soluciona el conflicto catalán, las sentencias orientadas a interferir directamente sobre este conflicto político concreto seguirán desplegando sus efectos sobre la generalidad de las tensiones sociales. No en vano, a día de hoy, seguimos sufriendo las consecuencias de las doctrinas judiciales del “todo es ETA”, que en su día permitieron asimilar las acciones políticas y pacíficas del independentismo vasco con la actividad armada de la banda, con el fin de extender la excepcionalidad y la dureza de la aplicación de la legislación antiterrorista sobre todo un espectro ideológico que querían estigmatizar. Esa excepcionalidad punitiva se ha aplicado también con el GRAPO y el PCE(r), colectivos anarquistas, así como con numerosos procedimientos contra el llamado “terrorismo yihadista”, y todo ello ha ido desarrollando esa línea jurisprudencial que ha permitido seguir aplicando la legislación antiterrorista sin que, de facto, exista ningún hecho, atentado o acción que pudiera desencadenarlo. Porque lo que ahora se castiga, el tipo objetivo, no es la actividad armada de un grupo organizado, sino la mera confrontación política contra el orden constitucional. Desde 1936, la política institucional española ha necesitado siempre la figura del enemigo interno para justificar su falta de proyecto político más allá de la imposición de su propia naturaleza autoritaria. El salto de esta evidencia a la política institucional supone un destape absoluto de las bases autoritarias sobre las que se cimienta el Estado y un peligro concreto, real y evidente para los derechos individuales y colectivos de toda la sociedad.