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Turismo
¿Qué quieren decir cuando hablan de turismofobia? Un alegato a la resistencia contra el turismo masivo
Nos dijeron que el fascismo se curaba viajando. Sin embargo, viajamos ahora más que nunca, y se vota más fascismo que nunca. ¿Entonces? Quizá, hacer el turista no sea viajar, sino otra cosa. Unamuno, seguramente en tono gruñón, nos diría que los turistas visitan museos, pero rara vez bibliotecas, porque creen posible abarcar en una visita de una hora, una colección de mil obras de arte. Y es que nos enfundamos el disfraz de turista y recorremos rutas a toda velocidad para atesorar experiencias o, mejor dicho, para consumirlas, dejando constancia de ello a golpe de selfi. Pasamos por lugares de los que solamente podremos decir que hemos pasado, porque sólo son una muesca más, un check más, en nuestra lista de hazañas turísticas.
En una economía obsesionada con el crecimiento, ser turista no es viajar sino una mera experiencia de consumo: consumimos cultura y la nefasta expresión consumir contenidos es el ejemplo más claro de ello. Vivimos en una cinta de correr, en una interminable rueda de la producción. ¿Pero por qué seguimos girando? ¿Por qué buscamos seguir creciendo ilimitadamente en un planeta que sabemos que es finito? Porque el crecimiento es la solución temporal a un problema crónico: la desigualdad.
En el capitalismo la producción genera riqueza que se distribuye de manera desigual, y la desigualdad provoca malestar en las sociedades democráticas de supuesto bienestar. En estas sociedades, el poder político pierde legitimidad cuando la pobreza y exclusión son evidentes, pero el descontento se extiende aún más entre clases medias y trabajadoras cuando la brecha social -con independencia de los avances materiales- se percibe cada vez mayor. Las sociedades del mundo desarrollado son un hervidero de malestar porque no sólo se trata de satisfacer necesidades mínimas. Si las diferencias entre las clases sociales se sienten demasiado visibles, el modelo pierde credibilidad.
Las instituciones ya no inspiran confianza y exigimos cambios. En este contexto, el sistema recurre al crecimiento para restaurar su legitimidad. La producción provoca esa brecha y la producción la resuelve. Porque cuando la economía crece, hay más recursos para repartir, incluso aunque la proporción del total destinada a los de abajo disminuya. Así financiamos el bienestar: con una producción que genera desigualdad y que nos obliga a seguir produciendo cada vez más para mitigar el malestar que esa desigualdad rampante provoca. Como lo importante no es qué se consume sino consumir, conseguir ese subidón momentáneo, nuestras sociedades consumen ropa que tiramos a la siguiente temporada, y aparatos electrónicos que se vuelven viejos casi al sacarlos de la caja.
El turismo es un ejemplo perfecto de cómo funciona esta dinámica. En una sociedad desigual, viajar representa mucho más que ocio: es un signo de inclusión en la riqueza colectiva. Un viaje no solo es un descanso, sino una prueba de que podemos acceder a los beneficios del sistema, al menos en apariencia.
Para los gobiernos y grandes corporaciones, el turismo es una fuente de legitimidad. Genera ingresos, empleos y un flujo constante de divisas. No es casualidad que se celebren cifras récord de visitantes o que los gobiernos inviertan millones en promocionar destinos turísticos. Acabamos de conocer que el turismo mundial ya es el responsable del 8,8% de todas las emisiones de CO2, pero el negocio sigue creciendo porque nos presenta la ilusión de que todo el mundo gana, a pesar de que es justamente al contrario. Todo el mundo pierde: el turismo masivo provoca un enorme impacto ambiental, erosiona culturalmente a las poblaciones que lo sufren hasta terminar expulsándolas de sus ciudades, gentrificadas e irreconocibles.
La turistificación es un elemento más de una crisis múltiple: tal y como demuestra un reciente informe de la Universidad de Málaga, las viviendas turísticas que albergan el turismo masivo son las responsables directas del encarecimiento de los alquileres incidiendo en una crisis de vivienda que se extiende por todo el mundo desarrollado. Movimientos sociales y organizaciones políticas han estado advirtiendo sobre estos problemas durante años, pero al mismo tiempo han rechazado que debamos ser turismofóbicos. Sin embargo, si ser turista significa participar en la impulsividad consumista que sustenta (entre otras cosas) una rueda de producción que nos aliena y destruye, que socava nuestra salud mental y nuestra felicidad porque nos empuja continuamente al más y más estando peor, creemos que la turismofobia es una obligación moral.