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Feminismos
Saldremos de nuestra madrigueras con catanas
Hay muchas madrigueras cotidianas. Uno de los obstáculos que las feministas tratamos de sortear a diario es la sensación de estar molestando; esa especie de culpa que sentimos cuando señalamos las conductas que atentan contra nosotras. Al calificar como agresiones aquellos comportamientos que han estado normalizados durante mucho tiempo, sin duda, se imponen (o tratan de imponer) que ocultemos nuestras críticas en alguna madriguera.
No creo que los gritos y las imágenes de cierto colegio mayor nos hayan producido escalofríos sólo a las feministas. Sin embargo, no tardaron en salir los mensajes disculpando a los hombres del colegio. Algunos de ellos, incluso, fueron expresados por mujeres a las que directamente iban dirigidas aquellas vejaciones. Todo ello saca a relucir la existencia de una compleja trama de respuestas emocionales en tensión que van de la indignación a la culpa y de la indolencia a la impugnación sosteniendo o socavando, según los casos, el discurso machista.
A la vista del enésimo episodio del machismo español, hay dos aspectos que no pueden pasarse por alto. No es casualidad que los hombres que sienten tal impunidad a la hora de gritarnos “putas” desde sus ventanas lo hagan desde un colegio mayor de Madrid cuya cuota mensual es mayor que el salario mínimo interprofesional. No es casualidad que las exculpaciones que hemos escuchado hayan salido de su homólogo femenino. Si algo ha enseñado el episodio es el vínculo esencial entre patriarcado y capital. Y, desde una perspectiva feminista, la necesidad de combatir ambos frentes a la vez y sin concesiones.
Como dice Rita Segato, deshacer el patriarcado sería inocuo sin atacar la concentración de capital. Los últimos empujes del feminismo han hecho posible la aprobación de una abundante legislación en materia de igualdad, generando unas grietas que nos pueden servir para disputar la acumulación de la riqueza y emprender una política de redistribución.
Como andaluza he experimentado una doble repulsión: desde un punto de vista feminista y desde un punto de vista de clase social. El feminismo andaluz entiende bien que nuestra lucha tiene sentido dentro de la lucha de un pueblo que trata de descolonizarse para, gobernándose a sí mismo, salir con dignidad de la situación de subdesarrollo y subalternidad que padecemos. Mi impresión, como feminista andaluza que tiene algo que decir respecto al episodio madrileño, es que el feminismo andaluz tiene motivos para salir de las madrigueras, pero bien armadas. Y es que las andaluzas experimentamos formas de opresión concretas. Por ejemplo, nos chocamos con una tasa de desempleo sin parangón en el conjunto del estado superior al 20 por ciento.
En el verano de 2018 se modificó la Ley de Igualdad Andaluza (Ley 12/2007 para la promoción de la igualdad de género en Andalucía). La reforma consistía fundamentalmente en añadir unas disposiciones sancionadoras. Es decir, ante conductas machistas de distinta índole, la Administración puede imponer sanciones económicas. De haber transcurrido en Andalucía, los hechos que tuvieron lugar en Madrid hace pocos días podrían ser tipificados como una infracción muy grave. De entrada, eso conllevaría la imposición de multas que oscilan desde 60.001 hasta 120.000 euros. Además, la ley contempla sanciones accesorias como la prohibición de acceder a cualquier tipo de ayuda pública concedida por la Administración y sus entes instrumentales por un periodo de tres a cinco años; la pérdida de forma automática de cualquier tipo de ayuda pública; la inhabilitación temporal, por un periodo de tres a cinco años, para ser titular de centros o servicios dedicados a la prestación de servicios públicos; o el cierre o suspensión temporal del servicio, actividad o instalación por un periodo de hasta cinco años. No hay que olvidar que los gritos se lanzaron desde un colegio mayor adscrito a la Universidad Complutense de Madrid, una universidad pública.
La normativa andaluza –la Comunidad de Madrid carece de nada semejante– es importante porque permite sancionar administrativamente conductas machistas. En otras palabras, esta ley constituye una herramienta formidable para contrarrestar esa peligrosa alianza entre patriarcado y capital. Al dejar de financiar a las organizaciones que amparan las conductas machistas se estarían generando ingresos públicos para sanidad, servicios sociales o educación. Sin duda, la ley andaluza tiene un gran potencial.
Por tanto, cabe extraer una primera conclusión: usar los instrumentos legales a nuestro alcance es un imperativo. Pero la segunda conclusión no es menos importante: pese a estar vigente desde 2018, la ley andaluza nunca ha sido aplicada. La ley autonómica, que es de la más avanzadas de nuestro entorno, nunca ha causado efecto alguno. Es como si en Andalucía no hubiera machismo que lamentar y, por tanto, que sancionar. Lejos de poner de relieve un contexto de emancipación femenina, este dato demuestra que las leyes de que disponemos las mujeres pueden ser (y de hecho son) neutralizadas en la práctica. Todo puede quedar en agua de borrajas si no existe un movimiento feminista que vigile en pro de la aplicación de las leyes que tanto esfuerzo nos han costado y que, dicho sea de paso, tanto rédito propagandístico han aportado a ciertos partidos. La tarea del feminismo andaluz es salir de la madriguera con estas preciosas catanas que el pueblo andaluz, en ejercicio de su autogobierno, ha puesto en nuestras manos.