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Recordemos que Gramsci en el Cuaderno 13 de la Cárcel asociaba a los cesarismos con las sociedades periféricas europeas que no habían realizado, o se habían quedado a medias, sus revoluciones democrático-burguesas y que importaban dicho modelo en el contexto de estructuras nacionales fuertemente oligárquicas. Estos estados y sus gobernantes, se veían obligados, para disipar el peligro de la revolución social a implementar reformas que atenuaran el conflicto de clases y garantizaran el estatus quo. A estos procesos reformistas Gramsci los llamó revoluciones pasivas. Así, estos gobiernos podían jugar un rol progresista o conservador en función del contenido programático de dicha revolución pasiva o revolución-restauración. En todo caso, el sustantivo de cesarismo era usado por Gramsci como sinónimo del concepto de bonapartismo de Marx - mencionado antes por Engels en sus cartas privadas- en varias de sus obras más relevantes desde el punto de vista del materialismo histórico, a saber: Las luchas de clases en Francia de 1848-1850, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), y la Guerra Civil en Francia (1871).
Los conceptos de cesarismo, bonapartismo y en la actualidad el de populismo, que tuvo su origen moderno en los regímenes latinoamericanos de los años 30 del siglo pasado, son, a nuestro criterio, nociones sinónimas que habrían de ser matizadas conforme a su manifestación histórica concreta. Tienen en común el hecho de que son regímenes personalistas que aparecen en momentos de crisis social aguda y que intentan aparentar -a través de la demagogia populista- autonomía frente a los distintos intereses de clase en pro de todo el pueblo como sinónimo de nación. En realidad, y esto es lo que Marx deconstruye en su análisis del golpe de Estado de Luis Bonaparte, es el régimen en el cual la clase económicamente dominante no cuenta ya con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos y se ve obligada a tolerar, para preservar la propiedad privada, la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial liderado por un salvador de la patria apoyándose en la masa de los pequeños campesinos.
Dicho esto, la aportación de Gramsci fue la de explicitar el matiz diferenciador entre el cesarismo conservador y el cesarismo progresista en sí mismo, sin afectar por ello el sentido ontológico último de la condición cesarista que no es más que la de gobernar bajo el aparato burocrático represor, militar y policial, –disimulando autonomía- para asegurar el estatus quo y evitar la revolución social.
En un sentido parecido, León Trotsky (1936) también aportó nuevas categorías analíticas al definir al estalinismo como un régimen de bonapartismo proletario y a los gobiernos populistas latinoamericanos –a colación de Lázaro Cárdenas- como sistemas de bonapartismo sui generis. Esta última categoría nos interesa especialmente pues delimita y actualiza de manera contextual –Trotsky vivió en México por más de dos años- la versión populista latinoamericana de los años 30 y por similitud la propia del siglo XXI. Merece la pena citar un fragmento de su texto La industria nacionalizada y la administración obrera del 12 de mayo de 1939:
En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política se ubica en la segunda alternativa; sus mayores conquistas son la expropiación de los ferrocarriles y de las compañías petroleras.
Tal como hiciera con la interpretación de la Revolución Rusa, Trotsky, basándose en su teoría del desarrollo desigual y combinado, da un giro a la ortodoxia marxista y valora, a estos bonapartismos sui generis y a estas expropiaciones, como medidas de defensa nacional altamente progresistas frente al imperialismo, pues se inclinan, al menos transitoriamente, hacia la clase obrera aunque no atenten en realidad contra el régimen capitalista.
Esta visión positiva de los bonapartismos latinoamericanos, que puede vincularse al cesarismo progresista de Gramsci, fue reactualizada teóricamente por diferentes autores entre los cuales destaca Ernesto Laclau (2005), el más influyente en la actualidad. No obstante, Laclau, basándose en Gramsci, Canovan, Lebon, Saussure, Freud, y Lacan, entre otros, va más allá al escribir un monográfico sobre la lógica populista en sí misma en una suerte de análisis psico-discursivo materialista para intentar explicar “científicamente” qué es el populismo y cómo se construye.
Antes de entrar de lleno en el análisis de esta lógica solo nos queda mencionar al fascismo en esta breve síntesis aclarativa como una variante del bonapartismo clásico o conservador. Hay tres diferencias fundamentales, a saber: La primera hace alusión a que los regímenes bonapartistas se esfuerzan en mantener la ficción de la democracia parlamentaria mientras que el fascismo la anula por completo. La segunda se refiere a que el fascismo, representando, al igual que el bonapartismo, al gobierno del capital financiero en la etapa imperialista, moviliza a la pequeña burguesía, llenándola de odio, contra el proletariado. La tercera resalta el equilibrio inestable que existe entre los bandos en el bonapartismo clásico frente a la estabilidad en el orden social que ofrece el fascismo al surgir este de la destrucción, desilusión y la desmoralización de los sectores de las masas.
En conclusión, hay un elemento de bonapartismo en el fascismo, ya que ambos elevan el poder estatal por encima de la sociedad, pero el fascismo es un paso más en el nivel de autoritarismo. Un totalitarismo que los regímenes bonapartistas no tienen necesariamente por qué llegar. Por lo cual no nos convence la propuesta de algunos autores -como Enzo Traverso- que definen la actual emergencia populista en Europa como post fascista, al estar relacionado, este populismo, con el regreso de los valores que el fascismo tuvo en cuenta, sugiriendo tanto una continuidad como una transformación.
Empero, estos autores, por un lado, no explican claramente qué es lo que continúa y qué es lo que se transforma y por otro, el prefijo “post” tiene una connotación, no transitoria sino superadora de lo anterior. Si hay que hablar de conceptos transitorios nos quedaríamos mejor con la noción marxista de bonapartismo, en versión conservadora, -que como vimos podía derivar o no en fascismo-, reactualizado en su sinónimo contemporáneo, el “populismo de derechas”.