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Al igual que Gramsci y Trotsky, Laclau también afirma la posibilidad de la conformación de regímenes populistas conservadores o progresistas o lo que es lo mismo, de derechas o de izquierdas en un sentido lato, es decir, tanto los populismos de derechas como los de izquierda, a semejanza de los cesarismos y los bonapartismos, no serían proyectos antagónicos desde el punto de vista sistémico ya que, a priori, ninguno de ellos tendría como objetivo la superación del capitalismo. De ahí que Laclau (2005) mencione, a través de Margaret Canovan, que los dos rasgos universalmente presentes en el populismo son –sea este de derechas o de izquierdas- la convocatoria al pueblo y el anti elitismo.
Para Laclau, el populismo, desde Marx a nuestros días, no solo ha sido degradado sino también denigrado. Lo que pretende precisamente es desmontar ese mito argumentando que el populismo no es más que la lógica de la política tout court. Para ello comienza a analizar las partes integrantes de esa lógica a través de la semiótica y la psicología social. Partiendo de algunos aportes de Gustave Le Bon, Laclau afirma que la clave de la influencia que ejercen las palabras en la formación de una multitud, -léase pueblo- debe hallarse en las imágenes que evocan esas palabras, con total independencia de su significado real o académico. Del mismo modo, a través de Saussure, asevera que en el lenguaje no existen términos positivos sino solo diferencias y que este se organiza y se construye a través de la asociación gramatical (significantes) o, como dirían los psicoanalistas, por asociación semántica (significados).
Retomando algunas ideas desarrolladas por Freud en la Psicología de las masas y análisis del yo, Laclau asevera que la oposición entre la psicología social e individual no tiene sentido porque el individuo, desde el principio de su vida, está invariablemente vinculado a otra persona ya sea como modelo, como objeto, como auxiliar o como enemigo. Este vínculo social, en el que se incluye la identificación, y dentro de ella la que vincula a un grupo con el líder, se explicaría por la líbido y como tal estaría relacionado con el amor.
Uniendo la “diferencias” de Saussure con la lógica de la “identidad” de Freud, Laclau reflexiona sobre la totalidad dentro de la cual se constituyen las identidades sociales diferentes, deduciendo que toda identidad es construida dentro de la tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. De tal manera que, cuando una diferencia –una demanda social-, sin dejar de ser particular, asume la representación de la totalidad o universalidad existente, entonces dicha diferencia se ha convertido en hegemónica. He aquí el ingrediente gramsciano - de origen bolchevique- que incorpora Laclau a toda esta propuesta ecléctica que adorna con dos figuras de la retórica clásica ciceroniana como son la catacresis y la sinécdoque. La primera para definir un término figurativo que no puede ser sustituido por uno literal –la pata de la mesa- y el segundo para significar la parte que representa al todo -hegemonía-.
Una vez constituidas estas herramientas psico-discursivas Laclau las traslada al análisis de la construcción de lo social, concretamente a su idea de pueblo. Para ello parte de las demandas populares insatisfechas que tienen en común -lógica equivalencial- el antagonismo frente al bloque de poder. Cuando estas demandas populares logran generar una identidad popular aparece el pueblo como concepto. Pueblo como sinónimo de plebe, los menos privilegiados, y no como el cuerpo de todos los ciudadanos. Aquí la plebe, como parcialidad aspira a funcionar como la totalidad de la comunidad -tal como ocurría con los soviets en la revolución rusa-.
Se trata, según Laclau, de un antagonismo constitutivo y no dialéctico, es decir, la oposición se construye desde la exterioridad y no desde dentro como plantea Marx con relación a las clases sociales. Una oposición antagónica construida en base a la articulación de demandas insatisfechas que se traducen a través de significantes vacíos o indeterminados que cobran valor en su contexto concreto a través del nombre, de la nominación de algo nuevo que permita una investidura radical afectiva. Un objeto –el objeto A de Lacan- que es elevado a la dignidad de la Cosa, es decir, al nombre de la totalidad en sí misma.
Dada la indeterminación de la relación entre el contenido óntico –lo existente- y la función ontológica, –la necesidad de expresar la insatisfacción- esta función, advierte Laclau, puede ser desempeñada por significantes de signo político completamente opuesto, esto es, tanto por el populismo de izquierda o por el de derechas. Es decir, “cuando la gente se enfrenta a una situación de anomia -desorganización social- radical, la necesidad de alguna clase de orden se vuelve más importante que el orden óntico -verbigracia la afiliación a un partido específico- que permita superarla. Por ende, “no hay populismo posible sin una investidura efectiva en un objeto parcial. Si la sociedad lograra alcanzar un orden institucional de tal naturaleza que todas las demandas pudieran satisfacerse dentro de sus propios mecanismos inmanentes, no habría populismo, pero, por razones obvias, tampoco habría política.”
In nuce, Laclau interpreta y define al populismo de una forma distinta cómo lo hizo Marx respecto al bonapartismo. Para Laclau el populismo es una lógica política de construcción de mayorías sociales y no un tipo específico de régimen político que aparece en un momento de crisis social para garantizar el orden. La diferencia, si bien es importante, no implica, en nuestra opinión, incompatibilidad necesaria. ¿En qué sentido? En que el populismo, si bien puede ser definido como una lógica política de construcción de mayorías sociales y por tanto se trata de un asunto democrático, a tenor de las experiencias latinoamericanas en el siglo XX, el populismo siempre aparece en momentos de crisis de representatividad del estado liberal. Este punto de partida coincidiría con el bonapartismo, a los que habría que sumar otros elementos como el personalismo del líder y su vinculación afectiva-discursiva con el pueblo en general. Un pueblo que podría traducirse como pequeña burguesía heterogénea, del campo y la ciudad, dependiendo del contexto, más la población trabajadora “sobrante” en transición hacia lo que Marx llamaba, - con poca fortuna-, el lumpenproletariado, es decir, los descamisados y pobres de América Latina y los sectores más precarios de los países dominantes centrales.
Respecto a las diferencias no consideramos que se pueda asemejar, como hacen algunos marxistas ortodoxos, el populismo de izquierdas latinoamericano del siglo XX y XXI con el bonapartismo conservador del siglo XIX. El contexto histórico es distinto, tanto por su relación de asimetría geográfica, centro-periferia, como por la fase del capitalismo en la que se hallan. El bonapartismo conservador de un Bismarck o de un Luis Bonaparte venía a cerrar un ciclo de luchas obreras donde la burguesía, extenuada, todavía jugaba un rol progresista en el desarrollo de las fuerzas productivas de sus estados y en la conformación de los mercados nacionales. El bonapartismo garantizó la continuidad del orden burgués recientemente instaurado en Europa. El populismo del siglo XX en América Latina implicó un intento “semi fallido” de desarrollo nacionalista burgués en la época del imperialismo y del capital extranjero. El populismo del siglo XXI se inserta ya en la globalización de los mercados y en la era del imperio desterritorializado lo que conlleva a un intento por regionalizar un nacionalismo contra hegemónico que rompa con la lógica de los acuerdos de libre comercio bilaterales entre países dominantes y dominados. De esta manera, si bien es cierto, existe una lógica populista como táctica política para conformar mayorías sociales electorales, lo relevante es saber con qué objetivos y bajo qué métodos se construye dichas mayorías y cómo la hegemonía se puede mantener en el tiempo sin degenerar al mismo tiempo en autoritarismo.
En conclusión, podemos estar de acuerdo en que los populismos de izquierda en la primera década del siglo XXI fueron progresistas para las mayorías sociales en América Latina. Además, resulta difícil pensar que otra táctica política de izquierdas pudiera haber tenido éxito debido al descrédito de los partidos, a derecha e izquierda, y de los sistemas electorales tradicionales. Empero, el problema no es tanto lograr la hegemonía coyuntural y conformar un gobierno populista por uno, dos o tres periodos consecutivamente. El dilema, y esto debería ser tenido en cuenta en el Estado español, es cómo seguir manteniendo dicha hegemonía democráticamente en el tiempo y avanzar en la solución estructural de los problemas sociales heredados del pasado. No hay duda de que el populismo latinoamericano ha resultado ser una táctica política exitosa contra las oligarquías y sus representantes políticos, pero no han podido pasar de lo táctico a lo estratégico, es decir, a la transformación de las estructuras dependientes del mercado internacional. Una crítica que no solo se le podría hacer a los populismos sino al propio Laclau. En este contexto, o bien los populismos han virado al autoritarismo, con la excusa sempiterna de la presión imperialista, o han sido derrocados por la propia oligarquía a través de los instrumentos institucionales del estado, -lawfare-, o han perdido transitoriamente el poder para recuperarlo después.