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"El 90% de los que nacen pobres, mueren pobres por más inteligentes y trabajadores que sean, y el 90% de los que nacen ricos, mueren ricos por más idiotas y haraganes que sean. Por eso, deducimos que la ‘meritocracia’ no tiene ningún valor".
Joseph Stiglitz
Ni que decir tiene que algunas de las bases estructurales de nuestra visión del mundo las encontramos en la Modernidad y la Ilustración. A raíz del nuevo paradigma cultural surgido en los siglos XVII y XVIII, la ciencia fue considerada desde diversos ámbitos –incluidas la mayoría de las corrientes de la izquierda política– como el camino necesario para la liberación del ser humano de la servidumbre de la religión. Sin embargo, en los postulados de la Ciencia Moderna encontramos algo similar al nuevo rumbo que la sociedad tomará de mano de las teorías políticas que iluminaron las revoluciones burguesas acontecidas tanto en Europa como en los Estados Unidos.
Así, es terreno común considerar que el liberalismo político sirvió para construir un nuevo orden social alejado –al menos en teoría– del poder de la Iglesia, a la vez que se ponían las bases para la llegada al poder de la burguesía. Es menos usual considerar, sin embargo, que la Ciencia Moderna –surgida a la sombra del ascenso de esa nueva clase social– sirvió para alejarse del oscurantismo medieval, pero a costa de una concepción del conocimiento que sirvió a esa misma burguesía para consolidar su poder político y económico.
La Ciencia Moderna sirvió para alejarse del oscurantismo medieval, pero a costa de una concepción del conocimiento que sirvió a la burguesía para consolidar su poder
Método científico e individualismo
Para analizar las manera en que la Ciencia Moderna sirvió para apuntalar la concepción meritocrática de la burguesía nos serviremos de la filosofía de uno de sus fundadores: René Descartes. Y lo haremos a través de dos de sus categorías esenciales: la individualidad y el determinismo.
De entre las cuatro reglas del método a las que se refiere Descartes en su Discurso del Método (1637), nos interesa especialmente la segunda. Así, la regla del análisis establece la necesidad de “dividir cada una de las dificultades que examinase, en cuantas partes fuera posible y en cuantas requiera su mejor comprensión”. Un proceso que encuentra su límite en las denominadas “naturalezas simples” desde las cuales se debería –mediante la síntesis, es decir, de forma deductiva– construir todo conocimiento científico. De manera similar, John Locke –rival filosófico de Descartes– coincidirá sin embargo con él en calificar a las “ideas simples” como “los materiales de todo nuestro conocimiento”.
En la construcción de la teoría política moderna se reduce, igualmente, la realidad social y política a sus elementos más simples: los individuos. De esta manera, el liberalismo y las teorías basadas en el contrato social conciben al ser humano como un ser esencialmente individual que debe pactar con el resto de individuos la creación de un Estado y una sociedad que –en la versión de Locke– aseguren sus derechos fundamentales, también, por supuesto, de carácter individual. La preservación de la propiedad privada, en palabras de Locke, es “el fin supremo y principal de los hombres al unirse en repúblicas y someterse a un gobierno”. La ruptura con la concepción aristotélica –según la cual el ser humano es un ser social por naturaleza– supone al mismo tiempo una comprensión de la libertad concebida desde el ser individual. En palabras de Karl Marx, en el liberalismo “el derecho humano de la propiedad privada es […] el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente, sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad”. Una libertad “que hace que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad”.
Otro punto en común entre la metodología cartesiana y las teorías que giran alrededor del contrato social es el carácter abstracto de los elemento simples que toman como punto de partida ambas teorías. Así, por un lado, las “naturalezas simples” cartesianas no tienen existencia real, sino que son producto de un proceso racional alejado de toda realidad empírica. Del mismo modo, la idea de la igualdad natural del ser humano propia del liberalismo, si bien permitió la construcción del discurso occidental sobre los Derechos Humanos, también supone cimentar todo el orden político y social liberal sobre la base de un ser humano que no existe, alejado de la situación concreta de explotación en la que vive buena parte de la humanidad.
Determinismo científico e histórico
Una de las formulaciones más conocidas del determinismo científico es la que expresó Pierre-Simon Laplace en 1814. Según el filósofo y matemático francés, a una inteligencia lo suficientemente poderosa que conociera “todas las fuerzas que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen […] nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes a sus ojos”.
Al margen de las coincidencias metodológicas con el cartesianismo, lo que nos interesa resaltar del texto de Laplace es la propia concepción determinista de la Naturaleza que comparte con el autor de las Meditaciones Metafísicas. Para Descartes, el Universo es una gigantesca máquina sometida a leyes inalterables, universales y necesarias. Estas leyes no dejan nada al azar y explican la relación e interacción de los elementos constitutivos de la realidad en base a la causalidad eficiente, a la relación causa-efecto tal y como la observamos, por ejemplo, cuando una manzana cae de un árbol: la causa es la gravedad; el efecto la propia caída de la manzana. La Ley de la Gravitación Universal describe de manera supuestamente objetiva esa relación causal entre ambos elementos. La relación es, pues, lineal, directa entre elementos simples. No hay espacio para lo no normativo, para lo no determinado por la Ley.
Un siglo más tarde, el pensamiento moderno trasladará la creencia en la existencia de un orden racional en la Naturaleza que podemos aprehender a través de leyes científicas al ámbito de lo histórico, desembocando de este modo en la idea de progreso, otra de las bases del pensamiento liberal.
Así por ejemplo, en 1750 Turgot defiende –en la que representa la primera formulación moderna de la idea de progreso– que “todas las edades están encadenadas las unas a las otras por una serie de causas y efectos, que enlazan el estado presente del mundo a todos los que le han precedido". Un siglo más tarde, el determinismo histórico encontrará una de sus formulaciones más acabadas con Comte, quien establecerá una “ley de progreso” que regula la racionalidad de todo proceso histórico y cultural. Comte situará a la sociedad industrial capitalista en la cúspide de todo desarrollo histórico, poniendo las bases para una justificación sin paliativos de las políticas colonialistas y de la superioridad de la sociedad liberal. Una propuesta que será retomada en 1992 por Francis Fukuyama al considerar el neoliberalismo como el “fin de la historia” –concepto que, en realidad, ya había acuñado Hegel en el siglo XIX– como la forma suprema de racionalidad humana.
En la concepción liberal del ser humano este se convierte, supuestamente, en dueño de su destino, sometido a una causalidad eficiente que liga sus decisiones y acciones con un resultado determinado: su éxito o fracaso social
Individuo, causalidad y meritocracia
El supuesto carácter objetivo, universal y necesario del conocimiento que es capaz de alcanzar la Ciencia Moderna ha sido excusa para mantenerla durante mucho tiempo al margen del análisis crítico. Sin embargo, es precisamente en esos ámbitos, supuestamente intocables, en donde el poder se establece en nuestras subjetividades con mayor fuerza. Así, la concepción socio-política liberal ha encontrado en la Ciencia Moderna una manera de consolidar en nuestras subjetividades algunas de las categorías básicas que han servido para imponer su modelo de convivencia y de existencia. Estas categorías –de entre las cuales nos hemos referido únicamente a dos: la individualidad y el determinismo– han permitido constituir una subjetividad en la que el poder ha encontrado al nivel más profundo de nuestro pensamiento el apuntalamiento de su concepción del mundo: la de un ser humano aislado de su contexto social y responsable, independientemente también de aquél, de la suerte que corra su existencia. Una concepción antropológica que, además, resulta ser el fundamento de una sociedad que –en base a las leyes universales de la Historia– se ha autodefinido tradicionalmente como medida de racionalidad y civilización.
A partir de esta concepción liberal del ser humano como individuo por naturaleza, la sociedad es entendida como una construcción artificial en la que ese mismo individuo interactúa con lo que le rodea: el resto de individuos y la propia realidad. En esa interacción él se convierte, supuestamente, en dueño de su destino, sometido a una causalidad eficiente que liga sus decisiones y acciones –aunque éstas sean consecuencia del libre albedrío– con un resultado determinado: su éxito o fracaso social. Una mentalidad meritocrática que, como apuntaba recientemente Lucia Lijtmaer en un artículo sobre Oprah, “toca de lleno la fibra del individualismo estadounidense y parte de su tradición calvinista: tú decides sobre tu destino y lo que te ocurra es un reflejo de cuan duro trabajas en tu mejoría”; de manera que “si no trabajas lo suficiente, pasan cosas malas”. El mito del “hombre –no mujer, por supuesto– hecho a sí mismo” y el emprendedor como modelo social seguirían la lógica de esta mentalidad. Un ideal construido a partir del dios dinero y que tiene, al menos en nuestro país, a Amancio Ortega como su profeta.
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Muchas gracias por la informacion que nos brindas Sergio, estoy super contenta del trabajo que estais realizando😊👏👏👏