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Que el ateísmo es uno de los temas centrales de la cultura del XIX es un hecho suficientemente conocido y subrayado. De Baudelaire a Mallarmé, de Feuerbach a Nietzsche, pasando, cómo no, por la figura de Marx, el ateísmo adquiere una relevancia que le había sido vedada a lo largo de la historia, a pesar de que, ciertamente, sea posible señalar ciertas figuras, Epicuro, Lucrecio, Spinoza, que ya lo tomaron por bandera, de manera más o menos explícita. También es cierto que la Modernidad, y en especial la Ilustración, venían propiciando un proceso de secularización en el que la figura de dios perdía ese papel central que tradicionalmente había ocupado. Pero el siglo XIX ve estallar el ateísmo con una potencia hasta ese momento inimaginable, lo que, evidentemente, promoverá un encendido debate en muy diversos ámbitos.
Dios en la literatura rusa
La literatura rusa es uno de esos ámbitos en los que el tema de dios adquiere unas tonalidades más llamativas y se convierte en metáfora de la pugna entre occidentalistas y eslavófilos, aunque la cuestión desborde, sin ninguna duda, dicho conflicto. Pero pocos lugares como las obras de los grandes novelistas rusos, en especial Dostoyevski y Tolstoi, para encontrar una profunda reflexión sobre las consecuencias, especialmente en el ámbito de la moral, de la pretendida muerte de dios y lo que entienden su necesario corolario, el nihilismo. Podría decirse que en ambos autores el vínculo entre moralidad y dios es indisoluble pues, de otro modo, el crimen, la maldad, quedaría sin castigo y el ser humano carecería de cualquier asiento para su actuar, todo estaría permitido. Desde esa perspectiva, encontramos en ellos una perspectiva que podríamos calificar de tradicionalista que, sin embargo, no está exenta de una profunda crítica social y de la reivindicación de una nueva sociedad más ajustada a los parámetros de un cristianismo que ha resultado, en el transcurso de los siglos, profundamente desvirtuado por las jerarquías eclesiásticas.
Su manifiesto literario lo constituye una breve novela de Gorkii, 'Mis confesiones'. En ella se narra la historia de Matvei […] [quien] comienza con unas muy convencionales formas de religiosidad para finalizar [...] entendiendo que dios no es, en realidad, sino el pueblo comprometido en la defensa de lo común.
Sin embargo, hay una experiencia en Rusia, que abarca decididamente lo literario y lo político, en la que la cuestión de dios y del ateísmo ha sido tratada de un modo ciertamente peculiar y que tengo la sospecha de que fue muy mal entendida en su momento. Me refiero al movimiento Construcción de dios (Bogostraitel´stvo), del que formaron parte Maxim Gorkii, Anatoli Lunacharskii y Aleksandr Bogdanov entre otros. El movimiento de la Construcción de dios arranca inmediatamente después de la Revolución de 1905 y está vinculado a algunos dirigentes bolcheviques, aunque en absoluto gozó del apoyo de la dirección del Partido, que, más bien, lo sometió a fuerte crítica. Crítica que procede, fundamentalmente y según entiendo, del desconocimiento de lo que suponía el proyecto de Construcción de dios que, pese a su nombre, poseía una vocación señaladamente atea.
Podría decirse que su manifiesto literario lo constituye una breve novela de Gorkii, Mis confesiones, publicada en 1908. En ella se narra la historia de Matvei, un joven huérfano con un complejo periplo vital que busca dar sentido a su vida a través de dios, lo que le lleva al contacto con diferentes personajes que le harán modificar finalmente, de modo radical, su concepto del mismo. En efecto, el recorrido espiritual de Matvei comienza con unas muy convencionales formas de religiosidad para finalizar, influido fundamentalmente por el anciano Iona y el obrero Mijailo, entendiendo que dios no es, en realidad, sino el pueblo comprometido en la defensa de lo común.
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En efecto, Matvei, rememorando ese “valle de lágrimas santificado por la religión” del que nos habla, allá por 1844, Marx en su magnífica Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, confiesa que es el carácter penoso de su vida el que le lleva a acercarse a dios. Pero ese acercamiento a dios, por ser precisamente una estrategia de protección frente al dolor del mundo, le lleva a alejarse de los hombres. Un dios que, por otro lado, posee unos perfiles contradictorios que desconciertan a Matvei. La ausencia de misericordia de un dios capaz de aniquilar a la humanidad en episodios como los del Arca de Noé o de Sodoma y Gomorra, enfatizados por otro de los personajes, irritan a un Matvei que no sabe dar respuesta a los interrogantes que su fe le lanza a la cara.
Esa insatisfacción acentúa la búsqueda de Matvei, que se encuentra en su camino con el anciano Iona, también nombrado Iengudile. El anciano, en su conversación con Matvei, se lanza a una radical descalificación de la religión tradicional, en la que entiende que los poderosos intentan utilizar a dios como un instrumento para dominar al pueblo a través de la imposición de una verdad, propia y particular, que se presenta como si de la Verdad se tratase. Frente a esa concepción de dios y la religión, Iona reivindica al pueblo, el mayor de los mártires, como el verdadero creador de dioses. El pueblo, unido en lo que de común tiene, se convierte en “el dios de la tierra, luminoso y esplendente; el dios universal que abarca y lo contiene todo”. Dios de la tierra, es decir, un dios inmanente que, lejos de ausentarse de los seres humanos, es la expresión de la comunión entre estos. Hasta el punto de que “el día en que el pueblo comprendió que la igualdad entre los hombres era indispensable, aquel día nació Jesús”.
Del mismo modo que el “Deus sive Natura” de Spinoza no es sino una estrategia atea para borrar el nombre de dios de la reflexión filosófica, la construcción de dios borra al dios transcendente de la religión para promover un dios inmanente de la política, el pueblo.
El periplo de Matvei finaliza, por indicación de Iona, en compañía de Mijailo y su tío, que trabajan en la fábrica Isetsky y suponen el primer contacto del protagonista con el entorno fabril. Mijailo profundiza en los planteamientos de Iona y realiza una profunda crítica del individualismo, del yo que “es incapaz de crear. Es ciego, sordo y mudo, en presencia de la vida”. Para Mijailo, dios desapareció el día en que los seres humanos se dividieron en siervos y señores, pero “el día en que toda la libertad del pueblo converja a un mismo punto (…) Dios resucitará”. Estas reflexiones acaban configurando la propuesta teórica de la novela, la idea de la construcción de dios, pero entendiendo a dios como el pueblo, tal como se muestra en la oración final que entona un arrebatado Matvei y con la que concluye la novela: “¡Pueblo! ¡Tú eres mi Dios, creador de todos los dioses, que has formado con las bellezas de tu espíritu, con la ansiedad y el trabajo de tus investigaciones! Que no haya en el mundo otros dioses que tú, pues tú eres el Dios único, creador de milagros. Ahora vuelvo a los sitios donde los hombres liberan las almas del yugo de la ignorancia y de la superstición, donde unen al pueblo en una sola fuerza, mostrándola a su misma faz, que nunca había visto, ayudándole a adquirir conciencia del poder de su propia voluntad; y le señalan la única ruta verdadera que conduce a la unión universal en nombre de una gran obra: en nombre de la creación de Dios”.
Dios o el pueblo
Del mismo modo que el “Deus sive Natura” de Spinoza no es sino una estrategia atea para borrar el nombre de dios de la reflexión filosófica, la Construcción de dios borra al dios transcendente de la religión para promover un dios inmanente de la política, el pueblo. Como también escribió Marx en la mencionada obra, la crítica de la religión se convierte en crítica de la política. Mientras el ateísmo de Mallarmé es el gesto enrabietado de una intelligentsia burguesa individualista que no quiere perder protagonismo y que, por ello, se lanza a la creación literaria, tal como explica Sartre en su magnífica biografía existencial Mallarmé. La lucidez y su cara de sombra, aquí el ateísmo, porque de ateísmo estamos hablando, adquiere unos evidentes tintes políticos.
El gesto de la Construcción de dios, y de sus protagonistas, es de una enorme audacia, pues utiliza el concepto de dios para vaciarlo de su contenido tradicional y transformarlo en el nombre de un sujeto político llamado a instaurar la igualdad sobre la tierra. Quizá una inteligente estrategia para hacer llegar el mensaje revolucionario a una sociedad tan tradicional y supersticiosa como la agraria rusa. La dirección bolchevique, con Lenin a la cabeza, no entendió la apuesta y consideró la Construcción de dios como un movimiento religioso, místico, que se infiltraba en el bolchevismo, por lo que se aprestó a combatirlo y ridiculizarlo. Sin embargo, este movimiento nos deja uno de los gestos políticos y teóricos de una mayor singularidad en el ámbito de los movimientos revolucionarios. Marx había sido muy claro en su posición respecto a la función de consuelo que ofrece la religión, una función que consideraba comprensible, pero que debía ser desplazada por una acción política que borrara, precisamente, las huellas del sufrimiento. No es casual que en ese mismo texto, Marx utilice por primera vez con profusión el concepto de proletariado como ese sujeto que va a encarnar la revolución política. Un sujeto no muy diferente de ese pueblo, dios inmanente, que ha venido a acabar con toda transcendencia divina y que es el que reivindican quienes abogan por la construcción de dios.
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Es curioso que a pesar de la muerte de Dios sigamos construyendo dioses y religiones, a veces para justificar nuestras privilegiod y otras veces para lograr un mundo mejor. Creo que ahí está la diferencia entre una fe falsa y una verdadera, en si me justifica mi interés o mr entrega a trabajar por el bien de todos, este o no basada mi actitud en la creencia en un Ser supremo que garantice el final triunfante de la lucha por la justicia o en la creencia en una Nada que, como la misma palabra expresa, no garantiza nada.