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LGTBIAQ+
Carta coliza. A Pedro Lemebel
Ayer, 21 de noviembre, el escritor chileno Pedro Lemebel hubiera cumplido 70 años. Cronista, artista, poeta, la obra de Lemebel estuvo compuesta por múltiples registros que van desde el cuento, la novela, la denuncia y la performance política. En plena dictadura, fundó el colectivo Yeguas del Apocalipsis, con el que pretendían visibilizar a través de vídeos, instalaciones y acciones callejeras, la situación de violencia y marginación que sufría la comunidad LGTBIQ, marcada por la crisis del Sida. Obras como Tengo miedo torero (2001), Loco afán: crónicas del sidario (1996), Adiós mariquita linda (2004), La esquina es mi corazón: crónica urbana (1995), son el testimonio de una escritura política, comprometida y desviada, cuyas principales protagonistas son mujeres, maricas y travestis, entendidas como devenires minoritarios y supervivientes en un mundo absolutamente patriarcal, violento e inhóspito.
Coliza, usado indistintamente tanto con s como con z, es un término coloquial muy usado en Chile como sinónimo de “maricón”. Colipato, cola, colita, son otros términos similares que aparecen en la obra lemebeliana.
Colonialismo
Colonialismo Cartas mestizas a Gabriela
“Devengo coleóptero que teje su miel negra,
devengo mujer como cualquier minoría”
Pedro, Lemebel, “Loco Afán”
A veces pienso que últimamente solo escribo cartas. A veces siento que solo deberíamos escribirnos epístolas. Entre nosotras, para nosotras, para todas las otras: amigas, amantes, madres y abuelas, vivas y muertas. Algo del formato carta me traslada a mi condición de transterrada: el envío, el viaje, la palabra que vuela cual coleóptero hasta su destinataria. Ya solo sé expresarme a través de misivas, haciendo de la escritura una destino-errancia infinita, incontrolable y siempre habitada por la posibilidad del desvío. Al comienzo fue la carta, sentencia que introduce en todo posible origen la posibilidad de perderse, de extraviarse o de torcer su destino en cada envío. Pues en toda carta late una pulsión de fuga.
En su Crónica de Berlín, Walter Benjamin afirmaba que muchas son las personas que dicen encontrar el sentido de sus historias personales y familiares en la herencia de unos valores transmitidos a través de una férrea educación. Él, por el contrario, cifra toda su identidad en una colección de tarjetas postales de su abuela materna, en la cual, nos dice: “podría hallar algunas de las causas de lo que fue mi vida posterior si hoy en día pudiera volver a hojearla”. Tarjetas postales, epístolas que nos llegan de otros lados del mundo, que portan todo un mundo en cada una de sus frases, que forman en definitiva nuestro mundo. En mi caso, gran parte lo que soy se lo debo a las cartas que mi madre me enviaba desde la cárcel, en aquellos oscuros años de la dictadura argentina.
Desde esa identidad poblada de dibujos maternos, muñequitos hechos a base de miga de pan, letras grandilocuentes trazadas con llamativos colores, hoy, te invoco y te escribo. Atravesada por una escritura comunitaria, tejida por presas políticas que compartían pabellones, poemas a sus hijes y regalos hechos a varias manos, hoy te llamo. Te convoco, desde mi pobre y frágil identidad que, como dice Roberta Marrero, es también “una casa llena de fantasmas”, asediada por esos espectros lúgubres que, a mediados de los 70, empezaron a teñir nuestras fotografías con un aura amarillenta de muerte y manchas de humedad. Hoy te escribo, esta carta porfiada, condenada al fracaso de su destino, plagada de exilios, pérdidas y heridas que porto. Son los estigmas que dejaron en mi piel y en mis entrañas esos años que, como tú mismo los describes, “se despeñaron como derrumbe de troncos”, trayendo consigo sombras preñadas de osarios. Pues como nos enseñó Anzaldúa, solo podemos escribir habitando la rajadura. Solo escribimos invocando a las comadres. Deviniendo puente con ellas. Llamando a gritos a esas muertas que, como tú, nos ventriloquian desde el más allá, desde el cielo de las travestis sudakas, con lentejuelas y perfumes baratos que sirvieron de mortaja.
Tú nos enseñaste que solo a besos aprendemos a escribir. Que la escritura se sirve de “afectos y contagios”, que cala hasta los huesos como un virus, que sale de nuestras manos, sudores y grietas.
Te invoco, “madre de todos los monstruos”, como dice Camila, porque a las madres muertas se las convoca en aquelarre, en sesiones de espiritismo, para honrarlas y agradecerles todo lo que nos han legado. No hay gesto más hospitalario y justiciero que abrazarte, a base de tejido escritural, poético y colectivo, para retornarnos eso que nos arrebató tu muerte. Bien sabemos aquellas que portamos tantos arrebatamientos, tanta muerte injusta, tanta pérdida desventurada, que no hay mayor justicia que convocar nuestro ejército de finaditas, honrando su memoria y presencia fantasmal, para hacer genealogía de aquello que somos gracias a lo que las otras nos legaron. Todas, hoy, aquí, haremos nuestro altar materno filial con esas locas de las que somos hijas bastardas. Esas que pueblan tus textos y poemas, a las que se las llevó el puto Sida, las que colectivizaron sus anos, las que lloraron por amor y plantaron cara al poder de manera más valiente que cualquier machito revolucionario.
Esta carta es, por tanto, mi tributo, mi ofrenda y gratitud infinita a tu legado, cuando en apenas unos días habrías cumplido 70 años. El primero de ellos, no es otro que la escritura. Tú nos enseñaste que solo a besos aprendemos a escribir. Que la escritura se sirve de “afectos y contagios”, que cala hasta los huesos como un virus, que sale de nuestras manos, sudores y grietas. De ti hemos aprendido tantas que las palabras debemos ir a buscarlas como se busca el sexo, erotizando e invistiendo de deseo la realidad, la calle, la cárcel, el estadio, incluso el ejército. Solo de este modo, como señalas en alguna de las tantas entrevistas que te hicieron, “el lenguaje subvierte la realidad, transgrede el orden patriarcal y autoritario”. Esa es la única escritura que reconozco, la deslenguada y contrabandista como toda fronteriza, la indomable como buena trava. Nada más artefactual que esa condición travesti de la escritura, siempre suplemento, copia de copia, nunca originaria. Siempre algo puta, que se pasea por las calles, por los mercados, fuera del alcance y el dominio de su amo, como la describía Sócrates en el Fedro.
También, gracias a ti, hemos deambulado por textos compuestos de multitudes, esto es, de hermandades extrañas y refugios, de múltiples sexos y devenires que nos habitan y crean mundos. Locas, mariconas, madres con pistolas, proletarios transpirados y estudiantes convencidos de poder derrocar al enemigo: ese reptil cuyas venenosas babas dejaron cercos malolientes en la Casa de la Moneda. De ti, Pedro, hemos aprendido que la escritura es nuestra “utopía tercermundista”, mestiza y pobre, transhumante y lumpen, hecha de desechos sudamericanos, parida en las esquinas del Zanjón de la Aguada. Tribalismo, es la palabra utilizada por Anzaldúa para ese pueblo utópico y futuro, el pueblo de los rotos, los bichos raros, las cuir, las que hacen torbellinos desestructuradores de sistemas cada vez que revolean sus faldas y plumas. En este mundo cruel y violento como macho milico, tú nos abriste la puerta de la esperanza cuando afirmabas “el futuro puede venir mujer. Puede venir tantas cosas”.
La nueva tribu de las condenadas y los olvidadas hace nido, casa de la diferencia, palomar en la que suenan los boleros de la Loca del Frente. Así, cantando, hablando hasta el amanecer, nos legaste una escritura conversa: esa que surge de los corros femeninos, de mujeres que se reúnen para contarse sus dramas y saltan de historia en historia sin finalidad ni estructura alguna. La ronda parlante y alocada “es una excusa para establecer complicidades, hacer mapas personales, barriales, con la conversa, con la imaginación, con el cotorreo”. Porque siempre escribimos con las otras, a partir, desde y para las otras: haciendo oralidad del detritus, escamoteando el discurso, produciendo alquimia excretora, para maricomprenderse. Y a golpe de chisme, de murmullos y cotilleos, con sus ritmos y zigzagueos, terminamos desestabilizando ese logos tan erecto, tan fálico, tan encerrado en su cueva timpánica dónde solo se escucha a sí mismo. Hay que maldecir esa lengua patriarcal, hay que parodiarla, performarla, horadarla. “Parodiando su verticalismo, oblicuándome una vez más desde las peluquerías y barriales de la hermandad travesti”. Para nosotras, escribir es siempre una ceremonia colectiva, una fiesta con las comadres, un acto sacrificial que se teje en común gracias a la mirada y la palabra de la otra.
Mujeres pobres, maricas enfermas, travestis que organizan funerales para sus amigas divas, contrabandistas del deseo y del sexo, como las putas y los colizas. Ese es el devenir minoritario que nos auguras. Esa es la utopía con la que soñamos.
Por otro lado, no debemos olvidar que esta apertura a la otra de la escritura está asimismo relacionada con la recuperación de una genealogía distinta, con la búsqueda de una memoria ancestral, familiar y política diferente. Nosotras “empezamos a escribir en el vientre de nuestras madres”, porque convocar “esas letras sonoras”, como denominas esos susurros maternos, supone realizar arqueología individual y colectiva, dialogar con nuestras ancestras (madres, abuelas, diosas), convocar un festín entre todas para entrelazar-nos política y amatoriamente. Tanto Nicanor Parra, Neruda, Cortázar, Borges y compañía. Tanto canon machuno con su “carga prostática”. Ante este gran falo de la literatura latinonamericana, tú nos empujaste a un devenir político de nuestros cuerpos, deseos y textos, cuya supervivencia dependía siempre de un devenir minoritario.
Escribiste “Loco Afán” en honor a Félix Guattari, allá por 1991. Sus devenires inauditos, moleculares y revolucionarios se encontraron con tu escritura balbuceante, tartamudeante, proveniente de tantas cicatrices y huellas de tristeza. “Cadáveres sobre cadáveres tejen nuestra historia en punto cruz lacre”, señalabas en tu misiva. Porque somos también las hijas de esas montañas de huesos que dejaron las dictaduras en nuestros periféricos países. Estamos locas de muerte, enfermas de tanta injusticia y dolor, expertas en fosas comunes y desapariciones, cargamos con un ejército de amigas-amores a las que se han llevado las sombras, ya sean las de los perpetradores como las de la enfermedad. Tantas tontas juntas. Tantas parias despeluchadas. Todas esas exhaustas minorías de piel manchada, cansadas de trabajo, expolio y marginación, componen tus devenires alocados. Mujeres pobres, maricas enfermas, travestis que organizan funerales para sus amigas divas, contrabandistas del deseo y del sexo, como las putas y los colizas. Ese es el devenir minoritario que nos auguras. Esa es la utopía con la que soñamos. Ese es el “mariconaje guerrero” que nos liberará de la orfandad política en la que habitamos.
Gracias por tu ira emplumada, Pedro. Por hacernos aprender a arañazos, a golpe de sida, de hambre, cafiola y tacón. Gracias, por traernos tanto sur, como flujo menstrual, como multitud desconcertada ante la llegada de la democracia, después de tanta dictadura, de tanto tufo mortuorio. Gracias por los velorios, como los de La Palma o La Chumilou, maquilladas a lo Ingrid Bergman o la Bette Davis. Y ojalá te encuentres con ellas en el cielo de las travestis, ese que describe la Camila Sosa como refugio de lobas, con paisajes deslumbrantes, pompas y alegrías, paraíso hospitalario donde “reciben toda la bondad que se les mezquinó en este mundo”. Mientras tanto, nosotras, nos quedamos aquí envidiosas, mirando hacia arriba y esperando que un poquito de lentejuela, perfume y polvos de lavanda nos rocen como caricia tuya desde el más allá.
Ciclo Lemebel en la librería Mary Read. Roberta Marrero y Carolina Meloni conversan sobre la obra de Pedro Lemebel: