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La transmisión de historias de vida y militancia en defensa y en lucha por una sociedad justa, equitativa y libre en España ha fracasado de forma colectiva, a causa de la imposición del silencio como herramienta para afrontar el trauma colectivo producido por la guerra y la dictadura. Como apunta Francisco Ferrándiz en “Autopsia social de un subtierro”, se trataba de un régimen que en sus inicios instaló la pedagogía de la sangre, abriendo una fosa común en cada pueblo e imponiendo, así, un mensaje terrible a la sociedad a partir de lo que eran capaces de hacer: el miedo atravesó a varias generaciones, logrando además una desideologización política de la sociedad española que culminará con el pacto político para transitar desde la dictadura a la democracia, conocido como “pacto del olvido”. El olvido de las víctimas para proteger a los victimarios: si no hay crímenes, no hay criminales.
Hemos construido una democracia sobre la impunidad de crímenes de lesa humanidad, negando derechos fundamentales a las víctimas, a los familiares y a las nuevas generaciones el derecho a la Verdad sobre el pasado más reciente. Un Estado que no reconoce a las víctimas de violaciones de derechos humanos, que les niega el derecho a la Justicia y la Reparación, es un Estado que las revictimiza y perpetúa esos crímenes hasta el presente.
No es sólo una justificación jurídica sobre la no prescripción de crímenes de lesa humanidad. No conocer tu verdadera identidad, como en el caso de los bebés que fueron robados de sus madres durante la posguerra y la dictadura, se perpetúa hasta el presente, al igual que cada mujer y hombre que sigue en una fosa común son presente, como lo son las consecuencias del exilio, del expolio económico, del trabajo esclavo o de las torturas.
Las mujeres y hombres que defendieron la democracia frente a la dictadura, herederos de los valores de la II República, del internacionalismo, del deseo de una sociedad justa, equitativa, libre y solidaria y que fueron precisamente represaliados por esos valores e ideas, no tienen el reconocimiento político y social que merecen y, por tanto, están condenadas a reivindicarse en la esfera pública únicamente como víctimas. Sus memorias dan sentido a la violencia política vivida y ante una banalización y un ocultamiento de los crímenes de lesa humanidad por parte del relato oficial. Las memorias y testimonios de las víctimas del franquismo son los únicos que pueden confrontar ese relato. Están condenados a transmitir solo el padecimiento, a que la única construcción de memoria colectiva posible sea rememorar el sufrimiento, imposibilitando la práctica de una memoria plural y diversa que sea vehículo de transmisión de esos valores, por los cuales, precisamente, padecieron esas violencias. Su tiempo verbal es el pretérito imperfecto, un verbo que impide la continuidad de sus historias de vida en el presente, con el fin de poder contarse como mucho más que víctimas.
La transmisión de las historias de vida y militancia genera un valor muy positivo en quien comparte esa experiencia: el reconocimiento que obtienen quienes nos precedieron permite resolver, en cierto modo, ese pasado, permitiendo que, en vez de sostener eternamente esa estructura que construye su identidad política, se pueda construir como algo nuevo en el presente.
La Transición fue un relato con dos tiempos verbales, el presente histórico para el bando vencedor, para nombrarse como un sujeto político nuevo, pero cuyos valores no sufrieron la ruptura con el pasado; y el pretérito imperfecto para los vencidos, para impedir que sus valores pudieran proyectarse en cualquier tiempo futuro.
La Transición fue un relato con dos tiempos verbales, el presente histórico para el bando vencedor; y el pretérito imperfecto para los vencidos.
Ese presente histórico es el verbo de la enseñanza de Historia en la educación, basada en jerarquías de poder, en la cultura de guerra y en la ocultación de los crímenes de la dictadura, que, junto con la ausencia de una práctica de memoria en el espacio público, ha dificultado a la juventud española poder acceder a las memorias antifascistas, relegadas al ámbito de lo privado. Y, sin embargo, esa transmisión es un proceso fundamental, pues es una de las condiciones de la construcción de ciudadanía. Permite a los jóvenes acceder a una historia colectiva que va más allá de su momento concreto, permitiéndoles construir así un vínculo con las personas, las experiencias y el espacio habitado. En este contexto la memoria es el impulso para construir futuro desde lo logrado por las mujeres y hombres que nos preceden, para ensanchar los derechos y libertades, y no condenar a las nuevas generaciones a comenzar desde cero. La épica de creerse los primeros en las luchas colectivas es efímera frente a lo transformador que puede llegar a ser incorporar las experiencias previas, además del compromiso que genera apropiarse de la herencia recibida.
Y si la trasmisión intergeneracional de memoria es concebida entonces como condición necesaria para avanzar, incorporar la clave feminista es indispensable para hacerlo en igualdad. La memoria se construye desde el presente. Está atravesada, pues, por las problemáticas actuales, como las violencias y las discriminaciones que sufrimos las mujeres y por las demandas del movimiento feminista. La perspectiva de género ayuda a identificar cómo nos han invisibilizado y discriminado en la esfera pública. Permitirá, por tanto, visibilizarnos en los espacios públicos y darnos el lugar que nos corresponde en la Historia, sin que sea la mirada patriarcal la que nos defina.
Las prácticas feministas presentes no sólo tienen en contra la coyuntura actual, sino la imposibilidad de haber recibido la transmisión de las luchas anteriores, para saberse comprometidas con la herencia de derechos y libertades ya logrados en el pasado, marcas en la línea del tiempo sobre las cuales debería ser imposible retroceder. La construcción de una memoria feminista será lo que actualice el tiempo verbal y permita un relato en femenino plural para concienciar sobre la lucha colectiva y en sororidad.
Apartadas de la vida pública por el modelo de mujer propio del nacionalcatolicismo, se construyó un ideal de mujer responsable de sustentar el sistema por excelencia del franquismo, la familia, haciéndonos responsables en exclusiva de los cuidados, identificándonos solo como madres y esposas. El lugar que se dejó a las mujeres para ocupar en el espacio público fue el de vírgenes, santas, reinas o prostitutas. Y es así como históricamente hemos sido nombradas a través de la nomenclatura de nuestros callejeros y de los equipamientos públicos.
Crímenes del franquismo
“Hemos construido una democracia del silencio sobre fosas comunes”
En este caso, hacer efectivo el derecho a la Reparación puede garantizar la igualdad, ya que lo que se recupera es el lugar que las mujeres tenían en el ámbito académico, cultural y científico de la II República. Pero para la aplicación de los otros tres pilares fundamentales del derecho cívico a la Memoria (Verdad, Justicia y Garantías de no repetición), existen acciones por parte de las instituciones públicas, organizaciones memorialistas, políticas, sindicales, culturales y de medios de comunicación, que si no se realizan con perspectiva de género, llevarán a una reproducción de las relaciones de poder y a una perpetuación de prototipos ideales de mujeres, desvalorizando a éstas y otorgando como espacio de igualdad lugares aislados del relato colectivo, dándoles voz para hablar sobre “asuntos de mujeres”. Aquí, el feminismo puede cuestionar el poder, los estereotipos, tanto femeninos como masculinos, y significar la toma de la esfera pública por parte de las mujeres, como sujetos políticos y deseantes que construyen ciudadanía y no como un colectivo de víctimas.
La construcción de una memoria feminista será lo que actualice el tiempo verbal y permita un relato en femenino plural para concienciar sobre la lucha colectiva y en sororidad.
Las narrativas mediáticas de la memoria y las prácticas representativas en memoriales suelen apoyarse en el relato romántico de la guerra. Se perpetua así en el presente el rol asignado por el nacionalcatolicismo a las mujeres, como madres y cuidadoras, despolitizándolas y despojándolas de deseo. Por ejemplo, en las sentencias militares franquistas las mujeres eran condenadas por sus vínculos de parentesco con los hombres y ellos por su compromiso político. Como podemos observar siguiendo el texto “Fosas comunes de mujeres: narrativas de la(s) violencias(s) y lugares de dignificación”, de Laura Martín-Chiappe, esta presunción de compromiso sentimental para ellas tiene continuidad en el presente, a través de la monumentalización en las fosas comunes donde, en algunos casos, los símbolos para representarlas a ellas son corazones. Esto impide que las identidades de mujeres que fueron fusiladas por cuestiones ideológicas sean recuperadas como sujetos políticos. Mujeres que asumieron su compromiso contra la opresión, dispuestas incluso a dar la vida, son incorporadas hoy en la memoria colectiva con la misma presunción por la que fueron fusiladas.
En la narrativa que algunos periodistas ejercen con la intención de equilibrar ese lugar reproducen, sin embargo, tanto un ideal de mujer como su perpetuación en la esfera pública en tanto que víctimas. Narradas como excepcionalidades, impiden en el presente construir lazos de afecto e imposibilitan la toma de conciencia de la lucha colectiva, ya que los logros quedan relegados a unas pocas elegidas en la Historia. La construcción patriarcal del poder para accionar en lo público se sustenta en los hiperliderazgos y la competitividad, pero la construcción de una memoria feminista puede reescribir el relato histórico desde la pluralidad y la diversidad. Permite, asimismo, no ser contadas fuera del relato completo, como una sección dentro de la Historia. No se trata tanto de incorporar hitos épicos logrados por mujeres solas como de reescribir la historia, incorporando a las mujeres que la hicieron junto con los hombres.
La narrativa mediática y cultural de la memoria de las mujeres profundiza doblemente la condena de las víctimas de la guerra y la dictadura. Esto lleva a la necesidad de confrontar el relato oficial, ya que, en el caso de las mujeres, las prácticas que derivan de este relato inciden en mostrar únicamente su padecimiento. Una y otra vez son recuperadas como un inventario de las vejaciones que sufrieron, y no de los valores por los cuales sufrieron humillación y escarnio público, además de las violencias sexuales. Aparecen solo cuerpos como campos de batalla. En los talleres intergeneracionales que hago sobre memoria feminista, cuando pregunto quiénes eran las 13 Rosas, las respuestas mayoritarias siempre son las mismas: “Fueron mujeres que estuvieron en la cárcel y fueron fusiladas”. Las identidades de mujeres comprometidas y con ideología política y/o partidaria quedan relegadas en el presente, poniéndose en valor únicamente su padecimiento.
Ante un presente con vulneración de derechos fundamentales, donde lo que está en riesgo es la propia vida de las mujeres, nombrar públicamente las violencias que sufrimos ha sido clave, sobre todo para decir que la culpa no es nuestra. Pero debe ser un lugar de transición, no de identidad. En caso contrario, estaríamos reproduciendo un rol asignado históricamente. No despojemos a la acción política de poner el cuerpo y la voz en la esfera pública, del poder de reivindicarnos como sujetos de derechos y sujetos deseantes. Somos potencia del futuro que ya estamos sintiendo llegar.
Este texto es un avance de una investigación sobre memoria, que será publicada en el libro Memoria Feminista.
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