Ecologismo
Una invectiva ecologista contra el solucionismo tecnológico

La última cumbre del clima o COP28 parece seguir instalada en el “tecnooptimismo”, la confianza en que el desarrollo tecnológico sostenible y no contaminante bastará para frenar el cambio climático
COP 28 Protestas X
Protestas con motivo de la COP28
Investigadora en el área de Filosofía de la Universidad de Granada
13 feb 2024 10:41

La última cumbre del clima o COP28, celebrada de Dubái entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre de 2023, parece seguir instalada en el «tecnooptimismo», una actitud que se podría definir, en este contexto, como una confianza excesiva en que el desarrollo de tecnologías sostenibles y no contaminantes —o de tecnologías que palien los peores efectos de la contaminación atmosférica— será suficiente para frenar el cambio climático. Además de la poca ambición política, en términos generales, del encuentro, lo que es habitual en el establishment capitalista, resulta llamativa la centralidad mediática que ha adquirido la tecnología de captura y almacenamiento de carbono a tenor de las discusiones que sobre ella se han mantenido en ese foro y en otros espacios, alentadas en muchos casos por las propias empresas petroleras.

Una vez más, y aunque esté fuertemente desacreditada por la mayoría de expertos, la captura de carbono ha resonado como una alternativa a la disminución radical —no digamos ya al abandono total— de emisiones de gases de efecto invernadero que sería necesaria con el fin de evitar una subida de las temperaturas terrestres completamente catastrófica para la biosfera. Asimismo, en los últimos tiempos vemos a formaciones políticas de diverso pelaje, desde socialdemócratas hasta de ultraderecha, dando la mano a defensores entusiastas de la energía nuclear de fisión y apoyando resoluciones de apoyo al desarrollo de «una estrategia global para el despliegue de los reactores modulares pequeños (SMR) en la UE», una tecnología que, por una parte, ni está ni se le espera y que, por otra parte, aunque quizás en el futuro resulte realizable, no es, ni mucho menos, la tecnología que va a salvarnos del desastre climático.

Evgeny Morozov aplica el término «solucionismo tecnológico» a la obsesión, predominante en Silicon Valley, de hacer de la mejora permanente de nuestras habilidades una premisa de mercado y una filosofía de negocio1. Morozov considera, en primer lugar, que este solucionismo tecnológico debe enmarcarse en la estrategia de las grandes corporaciones de hacer pasar sus intereses empresariales y de acumulación de beneficios por una suerte de labor social, de preocupación desinteresada por el bienestar general. En segundo lugar, cree que muchos de los «problemas» que la industria de la tecnología y de Internet aspira a resolver no son en realidad problemas en absoluto: la imperfección, la ambigüedad, la opacidad, el desorden, la posibilidad de errar y de equivocarse son, de hecho, elementos constitutivos de la libertad humana y es posible que cualquier intento por erradicarlos implique erradicar también esa libertad.

El tecnooptimismo y el solucionismo tecnológico son las dos caras de una misma moneda: sin la creencia en que la tecnología, fruto del ingenio humano, es imparable y potencialmente todopoderosa no se concibe la idea de que dicha tecnología nos pueda ayudar a superar nuestra condición, a fin de cuentas, falible. Como dijo Pascal, el ser humano es tan débil como una caña. Pero es una caña que piensa. A la vez, sin un imaginario colectivo instituido en el dominio instrumental de la naturaleza, concebida como depósito de recursos a disposición del ser humano, y en las vigorosas e inagotables capacidades de la energía2, no se desplegaría la fe ciega en que la producción tecnológica puede experimentar un progreso indefinido, lo que nos acaba remitiendo a la existencia de un modo de producción y de una vida social cuyo «régimen ecológico» hace que todo esto nos resulte concebible3.

Es posible rastrear esta especie de «inconsciente energético tecnooptimista» incluso en las propuestas progresistas —por no hablar del denominado «aceleracionismo»— que abogan por la abolición del trabajo mediante una generalización de la tecnología y en concreto de digitalización y de la automatización de las tareas: Aaron Bastani defendía, en este sentido, que la ley de Moore, que plantea que el desarrollo de los chips electrónicos es de carácter exponencial (y por tanto que de alguna forma el avance tecnológico es inagotable), aunque claramente no ella sola, nos permite imaginar un mundo en el que el reino de la libertad suplanta definitivamente al reino de la necesidad, parafraseando la célebre fórmula de Marx4. Evidentemente, es legítimo preguntarse por los costes ecológicos que acarrea un planteamiento como este —el propio Bastani lo hace—, si bien está claro que en un escenario de descarbonización completa y de socialización de la economía no es en absoluto impensable, y de hecho sería lo deseable, que el tiempo de trabajo disminuya considerablemente.

El solucionismo tecnológico como pensamiento mágico

Por mi parte, creo que es urgente y necesario introducir seriamente los conceptos de solucionismo tecnológico y de tecnooptimismo en la discusión ecologista fundamentalmente por tres motivos. El primero es el más obvio: como la polémica en torno a la tecnología de captura de carbono demuestra, pero también el debate sobre la energía nuclear o el interés en la energía de fusión, actualmente existe una pulsión clara por presentar ciertas iniciativas estrella como el remedio infalible —o al menos como la excitante y heroica aventura que vale la pena emprender, de acuerdo con los marcos hollywoodienses que nos impone la industria cultural, como si la crisis climática fuese un malvado enemigo que hay que derrotar y no el resultado explicable y previsto de un determinado régimen económico de acumulación— a la crisis ecológica, en una situación en la que, pese a todos los acuerdos internacionales que se suscriben día sí y día también, las emisiones de gases de efecto invernadero siguen al alza a escala global y las principales empresas petrocapitalistas siguen explorando y explotando nuevas fuentes de hidrocarburos. Es imperioso ofrecer a la población algún tipo de certeza, aunque sea de naturaleza fantástica, mientras hay cada vez más evidencias de que ya nos hallamos a merced de las inercias del sistema climático y la economía fósil no se halla precisamente en una fase de declive.

La segunda razón por la cual el solucionismo tecnológico es ante todo un problema de ecología es que instaura una atmósfera de pasividad frente a los históricos retos humanos y sociales que impone la crisis climática. Como confiamos en la llegada inminente de la tecnología salvífica que se nos ha prometido, nada nos obliga a modificar nuestros patrones de producción, de distribución y de consumo, que es lo que en el fondo resultaría intolerable para el capital. Bienvenida sea cualquier tecnología «verde», siempre y cuando nada impida que el margen de beneficios, incluso a costa de esa misma tecnología, siga creciendo. En realidad, se trata de una espera fútil que presenta enormes paralelismos con la vivencia de la mítica Penélope: soñar con la captura de carbono o con la energía nuclear perfectamente segura mientras se participa cotidianamente en la economía fósil equivale a deshacer por la noche lo que se ha tejido durante el día.

No es arriesgado afirmar que el solucionismo tecnológico es un tipo de pensamiento mágico secularizado, especialmente cínico y acomodado, que lava la conciencia occidental, en la medida en que gracias a él los mayores responsables de la crisis ecológica creen o dicen estar contribuyendo positivamente a remediarla sin que el modo de vida capitalista en el que participan, que cimenta su imagen del bienestar a partir de grandes diferencias de clase y de una división internacional del trabajo profundamente desigual, se vea sustancialmente afectado. En esta línea, podemos distinguir al menos dos grandes subtipos de tecnooptimismo: uno de carácter perverso, visiblemente neoliberal y derechista, fuertemente vinculado a las estrategias escapistas de los más ricos. Los búnkeres inexpugnables y autosuficientes y las fantasías de colonización de otros planetas pretenden ofrecer una solución individualista a un problema que es intrínsecamente colectivo. Con tal de no cambiar las inercias y los automatismos del régimen económico presente, en su irracional huida hacia adelante dejan atrás un mundo en ruinas, tal y como como hacía el ángel de la historia para Benjamin, sin asumir la responsabilidad histórica que tienen como clase.

El solucionismo tecnológico es un tipo de pensamiento mágico secularizado, especialmente cínico y acomodado

El otro es una versión más candorosa e inocente (pero igual de ideológica que la anterior) de solucionismo tecnológico, que se presenta a sí mismo como una oportunidad para la salvación de la «humanidad», acaso sin ser consciente o sin querer asumir los sesgos racistas y etnocéntricos que ha poseído históricamente (y que sigue poseyendo) la definición de la humanidad como matriz fundamentalmente blanca y occidental. Pero es que, incluso si todos esos delirios que imagina el tecnooptimismo aparentemente bienintencionado se hicieran realidad y todas nuestras fantasías de autoabastecimiento energético cayeran del cielo, como si los maquiavélicos poderes de Mefistófeles estuvieran interviniendo a nuestro favor, el capitalismo no haría de ellas el uso que ese solucionismo «ecologista» desearía: lo utilizaría para aumentar la depredación de recursos, para aumentar la tasa de ganancia y para abrir nuevas cuotas de mercado.

Tecnofilia y capitalismo

El último motivo que se me ocurre para tratar (y poder combatir) el solucionismo tecnológico como un fenómeno epocal tiene que ver con que, teniendo en cuenta el argumento precedente, esta actitud alimenta indirectamente la idea de que la ciencia es autosuficiente y se halla emancipada de las circunstancias sociales en las que efectivamente esta ciencia es producida; es decir, que se basa en una visión prometeica del trabajo científico que es ingenua y poco realista a partes iguales. Sobre todo porque los cálculos con los que ya contamos indican que no disponemos de tanto tiempo. El solucionismo tecnológico trabaja con tiempos que, para los miles de millones de personas que nos hemos socializado a partir de la herencia de lo que por algo se llamó la Gran Aceleración, resultan bastante remotos: aunque prometedora gracias a su altísima densidad de energía, a la baja cantidad de residuos que genera y al hecho de que, en escalas de tiempo humanas, proporcionaría combustible «ilimitado» que, tal vez, siendo optimistas, podría permitirnos mantener los niveles de consumo energético actuales, la energía de fusión no estará disponible para su empleo por lo menos hasta 20655, y eso, con suerte, en el escenario más favorable. Sin embargo, las proyecciones que presentan los informes más recientes del IPCC estiman que para esa década las temperaturas del planeta habrán aumentando demasiado.

En un sentido similar, un ejemplo tan cotidiano como el de los aires acondicionados, utilizados (y cada vez más) para mitigar los efectos de los ambientes más cálidos, captura la gran aporía a la que se enfrentan los enfoques técnicos que el solucionismo de corte liberal plantea sobre las estrategias políticas de adaptación al cambio climático. Los aparatos de aire acondicionado funcionan intercambiando calor, no eliminándolo. No cambian las leyes de la termodinámica, sino que trabajan con ellas para eliminar el calor, expulsándolo fuera de un edificio o de un vehículo. El resultado es un aumento neto del calor. El aire acondicionado es una de las principales causas del conocido efecto de la «isla de calor» que atañe a las áreas urbanas, precipitando el aumento del uso del aire acondicionado, lo que a su vez calienta aún más la isla urbana en un bucle de retroalimentación positiva. El aire acondicionado se presenta como una forma sencilla de adaptación para los individuos, pero a gran escala cuanto más se utilice el aire acondicionado, más empeora el problema del que intentamos escapar (por no mencionar el hecho de que la gran mayoría de las unidades de aire acondicionado, que requieren mucha energía, funcionan con electricidad generada a partir de la quema de combustibles fósiles)5. Incluso dejando de lado el evidente componente de clase que acompaña al concepto de adaptación, estas formas de adaptación son malas porque engendran con seguridad un mayor sufrimiento futuro y, sobre todo, porque siguen enmarcadas en el presentismo del cálculo utilitarista. Por todo eso es necesario, por seguir citando a Benjamin, echar ya el freno de mano de emergencia del tren del fosilismo capitalista.

Por otro lado, aunque la ciencia sea imprescindible para articular, como mínimo, una transición energética hacia fuentes de energía no contaminantes y, en el mejor de los casos, una superación de la economía fósil, lo que significa una transición más amplia hacia un sistema socioeconómico no capitalista —es de esperar que sea socialista—, lo cierto es que no existe un ámbito de la ciencia que sea exógeno a las relaciones sociales de producción y de propiedad y, en este caso, a la racionalidad capitalista. Antes bien, el propio campo científico se halla completamente inserto en el régimen socioecológico que ha desencadenado la crisis climática y es profundamente responsable de la misma. Ahora mismo la ciencia es, como se suele decir, juez y parte.

No existe un ámbito de la ciencia que sea exógeno a las relaciones sociales de producción y de propiedad y, en este caso, a la racionalidad capitalista

El discurso tecnofílico del solucionismo sostiene implícitamente la idea de que son los cambios tecnológicos los que precipitan la transformación de las formaciones sociales. Nada más lejos de la realidad, pues el estado de la técnica es un efecto de las relaciones sociales dominantes. Este es un debate clásico dentro del marxismo al menos desde que Marx sostuviera primero en la Miseria de la filosofía que el «molino movido a brazo nos da la sociedad feudal; el molino movido a vapor, la sociedad del capitalista industrial»6. Podría decirse que en El Capital corrigió esa visión, argumentando, a la inversa, que las principales fuerzas productivas no son los medios de producción tomados aisladamente, sino antes que nada las relaciones sociales que permiten en todo caso que el nexo existente entre los seres humanos y los objetos disponibles en una sociedad se configure de un modo o de otro. No se trata simplemente de reemplazar el determinismo de la técnica por un determinismo de las relaciones sociales, sino de entender que no es posible abstraer la situación de la técnica de las condiciones históricas y sociales que la posibilitan. Finalmente, y como colofón previsible, el solucionismo tecnológico es una actitud que despolitiza el conflicto ecológico. Reduciéndolo a un problema puramente técnico que las medidas consideradas objetivas, apolíticas, universalmente valiosas y benévolas de la ciencia pueden superar, invisibiliza sus dimensiones sociales y económicas, y también los propios límites materiales y conflictos que tales medidas generan.

Un último dato: habitualmente, el tecnooptimismo plantea la transición energética como una mera cuestión de sustitución de una infraestructura energética por otra, cuya medida estrella en el plano del consumo tal vez la represente el coche eléctrico (y en ningún caso, por supuesto, una alternativa a la lógica del transporte privado). En el reciente informe elaborado por investigadores de la Universidad de Zaragoza junto a la asociación Amigos de la Tierra, sin embargo, se hace énfasis en que no existen minerales suficientes para sustituir el 100% del petróleo, del gas y del carbón que usamos a nivel global, lo cual nos lleva a pensar en la crisis de materiales que la transición energética comporta o a la que debe hacer frente7. El solucionismo tecnológico, en fin, acaba redimiendo al capital de una manera muy similar a como Fausto es amnistiado al final de la conocida obra de Goethe: pese a todo el sufrimiento que causa, es llevado en volandas hacia los cielos por fuerzas divinas, evitando la posesión demoníaca que Mefistófeles había prometido porque, según nos dice una voz narradora, quien siempre desea y aspira merece recibir la salvación.

NOTAS

La mayor parte de lo que planteo aquí proviene de lecturas, debates, conversaciones e investigaciones mantenidas y proyectadas junto a mi compañero Pablo Canca.

1 Evgeny Morozov, To Save Everything, Click Here. The Folly Technological Solutionism, Nueva York, Public Affairs, p. 26.

2 A propósito de la cuestión de los discursos que se han construido en torno a la energía desde la modernidad, veánse los imprescindibles Jaime Vindel, Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial, Barcelona, Arcadia, 2020 y Jaime Vindel, Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la revolución industrial y el calentamiento global, Madrid, Akal, 2023.

3 Jason W. Moore, El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Madrid, Traficantes de sueños, 2020, pp. 190-191.

4 Aaron Bastani, Comunismo de lujo totalmente automatizado, Valencia, Antipersona, 2020.

5 Joel Wainwright y Geoff Mann, Climate Leviathan. A Political Theory of Our Planetary Future, Londres, Verso, 2020, p. 60.

6 Karl Marx, Miseria de la filosofía. Respuesta a la filosofía de la miseria de Proudhon, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 68.

7 https://www.tierra.org/el-67-de-la-demanda-de-minerales-para-la-transicion-energetica-podria-cubrirse-con-metales-reciclados-gracias-al-ahorro-y-a-la-economia-circular/?utm_source=substack&utm_medium=email

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La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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