La patria efimera del Metro Elvira Megías - 3
Iris toca el violín eléctrico en la línea 6. Elvira Megías

Fronteras
La patria efímera del metro

Cada día, el metro de Madrid ofrece un espacio para buscarse la vida a cientos de personas que recorren sus vagones vendiendo caramelos y pañuelos, o haciendo música entre los pasajeros. Muchas de estas personas son migrantes que hacen de estas actividades económicas de subsuelo su forma de sobrevivir hasta que lleguen los papeles

Fotógrafa

8 jun 2025 06:00

El vagón de la Línea 6 transita bajo la zona noble de la ciudad. No es hora punta, aunque todos los asientos están ocupados y hay varias personas de pie. La mujer avanza ofreciendo tres chupachups por un euro. Estará en la cincuentena, debe de llevar largo rato trabajando, o al menos eso transmite su voz. Me acerco a ella temiendo molestarla y le hablo de un reportaje sobre gente que se gana la vida en el metro. Intento explicarle por qué consideramos pertinente hablar sobre ello. No suena convincente. “No tengo tiempo para eso”, contesta. Y sigue su camino. 

“El comercio informal es una diversidad de negocios de baja escala [...] Consiste en una actividad de fácil acceso por la baja inversión y la venta sin permiso municipal”. Este fragmento forma parte de un paper titulado Migración transnacional e incursión al comercio informal. Es de 2023 y habla de Santiago de Chile. Cambia el lugar, pero no los protagonistas, que provienen de Venezuela, Perú y Colombia, entre otras nacionalidades. Las mismas que componen el grueso de quienes llegaron durante 2023 a Madrid: de las 127.000 personas extranjeras que se empadronaron en la ciudad, el 51% provenía de estos países junto a Argentina. 

En 2024, más de 724 millones de veces alguien ingresó al suburbano madrileño, una media de dos millones de pasajeros al día. Muchos de ellos, embebidos en las pantallas de sus móviles, o aislados de propuestas de venta por sus cascos, ven por el rabillo del ojo pasar a quienes, en realidad, no van a otro sitio que al metro mismo, un espacio donde ir sobreviviendo hasta pasar a la próxima pantalla de lo que muchos llaman “una vida mejor”.

“Tengan hermandad”

“Acá les llaman chupachups o piruletas, pero nosotros les decimos chupetines”. Luis Miguel se refiere a los Bon Bon Bum, esos caramelos de palo tan populares en América Latina y cada vez más visibles a este lado del charco. Lleva unos cuantos en un táper, dentro de una mochila con la que suele recorrer la Línea 1, la 5 y el Cercanías, de lunes a viernes, desde las dos de la tarde y a veces hasta medianoche. “Yo llegué aquí en el año 2023. Como todos mis compatriotas latinos, vinimos por un mejor futuro. Soy un padre de familia y, bueno, no fue fácil los primeros meses”. Conversamos en una cafetería de Vallecas, al lado de Portazgo. Allí, cuando lo necesita, le dejan ir al baño sin consumir. Son de su país, Perú, compatriotas. Pero él usa la palabra “compatriota” no solo para referirse a la gente que nació en la misma tierra, también la repite para referirse a toda una variedad de personas que comparten la situación de buscarse la vida en el metro, la mayoría latinoamericanos. Una patria de personas que se va apañando como puede mientras pasan los años necesarios para regularizar su situación.

Luis Miguel nada sabe de la ILP por la regularización, impulsada por personas migrantes como él. Una iniciativa firmada por 700.000 personas, que lleva más de dos años de arduo camino para ser debatida en el Congreso. Sí le suena el nuevo reglamento de extranjería, aprobado el pasado noviembre, y que se hará efectivo a partir de mayo: ha oído que se acortarán algunos plazos. Lo que no sabe es si a él le va a servir, porque más allá de lo que legisle el Gobierno, conseguir una cita en extranjería es un imposible y “los abogados te cobran por hacer cualquier tipo de trámite”. Cuando llegó, consiguió presentar una solicitud de asilo. Pero ahora desconoce cuál es su situación. Tampoco sabe que haber solicitado asilo puede afectar al tiempo necesario para regularizarse, con el nuevo reglamento

Luis Miguel vende chupachups Bon Bon Bum en el metro vive en Vallecas, separado de su familia, que está en Getafe: su vida está totalmente en las manos de quien le quiera alquilar un techo

“Cuando llegamos no teníamos ningún documento para trabajar. Opté por salir a ganarme la vida. Me iba a diferentes puntos de la ciudad, caminaba mucho”. Él tuvo suerte, su compañera llegó antes y consiguió un piso entero —enfatiza— gracias a que la hija mayor de ella ya vivía aquí y facilitó las cosas. Pero un año después la casera quiso reformar la vivienda y se tuvieron que ir. Por separado: él comparte una habitación con un amigo peruano en Vallecas, ella se fue con la niña a una habitación en Getafe. A Luis Miguel se le hace difícil vivir lejos de su familia, va a buscar a su hija, de siete años, al cole, cuando puede. Agradece que la casera actual “es una buena persona, te entiende, sabe que me gano la vida, que soy padre de familia”. Tal y como está la situación, su vida está totalmente en las manos de quien le quiera alquilar un techo. “Hay gente que se aprovecha, que alquilan las habitaciones y luego las realquilan para sacarte más dinero”.

Según recoge una investigación de Foessa, casi un cuarto de la población migrante en situación irregular reside en viviendas inseguras (sin contrato o realquiladas), siete de cada diez invierten más del 40% de lo que ingresan en el arriendo y más de un tercio viven en situación de hacinamiento. Tener papeles tampoco hace las cosas mucho más fáciles: un estudio de la ONG Provivienda realizado en 2020 mostraba que el 81% de las inmobiliarias ejercía discriminación hacia las personas migrantes.

“Gracias a Dios la mamá de mi hija se volvió cristiana, tuvimos ambos mucho apoyo de la Iglesia”, cuenta Luis Miguel. En 2018, un estudio llamado migrantchristianity analizaba el importante papel de la fe y de las iglesias en la trayectoria de personas migrantes en el Sur de Europa, a la hora de facilitar “su integración en la sociedad en general y a moverse por las condiciones laborales de explotación y discriminación”. También están los compatriotas que se organizan y se ayudan. “He encontrado muchas personas buenas, me han orientado qué es lo que tengo que hacer, dónde tengo que ir. Tenemos un grupo de WhatsApp donde puedes pedir cualquier información”. En el grupo, explica, también comparten noticias sobre políticas migratorias. 

El pasado septiembre, tras un verano en el que la agenda informativa estuvo copada por la llegada de personas migrantes a las costas, la inmigración acabó en el primer lugar de los problemas percibidos por la ciudadanía, según el CIS. Tras performar un endurecimiento del discurso frente a la migración irregular, entrado el otoño el Gobierno sacaba pecho de que gran parte de sus buenos números económicos se debían a la población migrante que, según el Ministerio de Seguridad Social y Migración, ocupó el 40,1% de todos los nuevos puestos de trabajo creados en 2024. La relación ambivalente hacia quienes migran, Luis Miguel la percibe cada día: “Hay personas buenas, hay personas malas que te critican, que te tratan mal. Muchas personas incluso me han bajado del metro. Pasajeros y guardias de seguridad”. Demanda más comprensión hacia quienes, como él, solo quieren un mejor futuro. “Tengan un poco más de hermandad hacia todos nosotros que venimos a aportar”. 

“Cuando tienes una responsabilidad, no te da pena nada”

La primera vez que Iris entró en un vagón de metro pertrechada de un violín, no pudo tocar. Se le hizo un nudo en la garganta, se le llenaron los ojos de lágrimas y se marchó. Tres meses después quedó atrás toda pena, que es como llaman en su país a la vergüenza. Se mueve sonriente por la Línea 6, toca su repertorio y, cuando concluye, recibe monedas, agradecimientos o invitaciones a tocar en cumpleaños. “Acá en el metro de Madrid cada vez hay más músicos, porque están llegando muchos migrantes”, explica sentada en un banco de la estación de Urgel.

Venezolana, Iris llegó a Madrid con su hija. Empezó pronto a recorrer el metro con su música: “No vas a ir a la calle a pedir y tampoco vas a esperar a ver de dónde te va a salir el dinero para pagar el alquiler y todo”. Ha encontrado una forma de sobrevivir haciendo algo que le gusta y lo transmite. “Acá tú te montas con un violín y a la gente le fascina, la escucha, te pide otra”. Es consciente de que las cosas no funcionan igual para todos los músicos. “Hay compañeros que rapean y dicen ‘a mí no me va tan bien porque a la gente le fastidia un poquito’. Intentan hacer chistes y todo eso, y hay gente que también se anima y pues les gusta”. Adaptarse al público, de eso Iris también sabe mucho: “Tienes que observar tu escenario”. 

Y es que estos tres meses la han convertido en una experta en el metro, con el plano bien interiorizado, piensa que se orienta mejor que algunos madrileños. “Conocemos también qué tipo de personas van en cada línea”. Y luego, explica, acaban haciendo una suerte de “turismo sin querer”, “nos damos un descansito porque le damos cuatro o cinco horas seguidas. Siempre en las estaciones nos encontramos algún músico, ya todos nos conocemos”, y salen a tomar un café, a veces a estaciones donde nunca habían estado. A ella, solo ocasionalmente algunos guardias de seguridad le ponen problemas, asume que hacen su trabajo, y algunos, explica, incluso se disculpan por tenerla que sacar. En realidad, no está prohibido hacer música en el metro, mientras no se entorpezca el paso ni el volumen sea excesivo. 

Iris toca la viola y ha llegado a estar cinco horas marcando el mismo número para conseguir una con la que pedir asilo: “Monté seis canciones y entonces son las que toco. Cuando tienes una responsabilidad, no te da pena nada”

Iris espera tener permiso de trabajo en agosto. Se fue de Colombia, donde residía, escapando de la violencia de su entonces pareja. Llegó con algunos ahorros, le alcanzó para su vuelo y para el de su hija, también para pagar dos citas para solicitar asilo tras no conseguir de ninguna manera un turno. “Yo he pasado hasta cinco horas consecutivas llamando, el móvil se calienta de tanto marcar, marcar, marcar”. Considera que quienes acaparan los turnos son ingenieros informáticos que hackean el sistema para luego acceder solo ellos y revender las citas, un lucrativo negocio. “Pagué 200 por cada una. No tenía que haber pagado por mi hija. Pero como yo estaba recién llegada, no sabía”, y es que, como le dijo un policía allí mismo, conocedor de la reventa de turnos, con uno para las dos bastaba.

Siendo madre sola, Iris aterrizó con algunas certezas: la primera, una habitación para alquilar en casa de unos amigos músicos, como ella, que hasta ese momento tocaba la viola. “Un amigo me dijo ‘mira, lo único que yo tengo acá para que hagas algo de dinero es un violín eléctrico’. Me puse en unos 15 días, monté seis canciones y entonces son las que toco. Cuando tienes una responsabilidad, no te da pena nada”. Tocar en el metro le permite conciliar mientras su pequeña está en clase. “Yo voy como viendo hacia adelante, porque tengo que sacar a mi niña adelante, quiero que estudie y que sea profesional”. Como documentaba un informe de la Federación de Asociaciones de Madres Solteras, las madres solas migradas deben enfrentar dos crisis: la habitacional, con precios de alquiler inabordables con un solo salario, y la de conciliación, teniendo que afrontar jornadas laborales imposibles, sin red familiar. 

“Estar entre la gente es bueno”

Cuando Nicolás llegó a Barajas desde Bogotá el pasado febrero, eran las seis de la mañana, cogió su maleta, abrió GoogleMaps y se fue caminando hasta la Gran Vía. Así como no es muy habitual hacer este trayecto a pie, la trayectoria de este treintañero colombiano que vende empanadas a la entrada del metro, tampoco lo parece. Es consciente de ello y la relata con entusiasmo, porque, a menos de un mes de interrumpir su vida del otro lado del Atlántico, se siente muy bien con su decisión. “Creo que aquí estoy siendo más persona”, explica, tras aclarar que él no viajó por necesidad, o al menos no por necesidad material. Abogado, decidió comprarse un vuelo hacia España, con el plan de empezar de cero. “Para mí todo es nuevo. Todo lo disfruto”. Hasta tomar el transporte público es nuevo para él, que en Bogotá ni siquiera viajaba en TransMilenio. “Allá estaba metido en una oficina todo el tiempo. Aquí, en la calle, puedo empatizar más con la gente. Ya estuve arriba. En este momento no me siento abajo, me siento entre la gente y estar entre la gente es bueno”, concluye.

Si algo marca el siglo XXI es la movilidad humana, tanto de turistas como de personas que migran. Ambos movimientos se traducen, en el caso español, en dos números: los 93,8 millones de turistas que visitaron el país en 2024, marcando un récord, y las 63.970 personas que entraron de manera irregular en el territorio, solo unas decenas por detrás del año 2018, cuando se alcanzó el máximo histórico. Muchos de los turistas, sin embargo, devendrán migrantes en situación irregular pasados los meses. En el caso de la población colombiana residente en el Estado, un informe del Servicio Jesuita Migrante estima que podría haber hasta 300.000 personas originarias de este país en situación administrativa irregular. Así, aunque el foco mediático se pone en quienes vienen de África, la realidad es que la mayoría de las personas migrantes llegan a España en avión.

Nicolás podría haber sido fácilmente un turista más, pero sus planes son otros. Por ahora, no le está yendo mal: curra de lo que va saliendo, en la obra —“yo no había empuñado un martillo hasta llegar aquí”, se ríe— o comprando empanadas de veinte en veinte, y vendiéndolas a la gente que entra y sale del metro. “Yo sé que va a sonar feo, y más por la posición en la que estoy en Colombia. El que es pobre es pobre porque quiere”. Sabe que tal afirmación necesita una aclaración: “Hace como tres días me tocó dormir en el piso de un baño, y anoche me quedé en un hotel chévere después de que salí a vender empanadas y me fui a hacer un trabajo de construcción. No te coges la plata cuando la consigues y la derrochas”. Además, añade, ayudas no faltan, está Cáritas. A él, de hecho, le dijeron que fuera a pedir una ayuda. “Realmente no la necesito”. Cuando se le pregunta qué pasa con la gente que tiene circunstancias diferentes a las suyas, se reafirma en su teoría: “La ayuda se la da uno mismito, la palmadita en la espalda se la da uno mismo y se dice ‘papi, póngase a trabajar’”. Me intriga qué piensa de los discursos antiinmigración, cuál será su opinión sobre, por ejemplo, líderes como Trump, apostando por la deportación masiva. Explica que entiende que se expulse a quienes no hacen las cosas legalmente: “Saben a qué se están exponiendo y si los cogen y los devuelven, no lloren”. 

Que las personas que proceden de la migración no estén en contra de políticas contra las personas que migran es algo que desconcierta mucho

Que las personas que proceden de la migración no estén en contra de políticas contra las personas que migran es algo que desconcierta mucho. La práctica contradice que haya una lealtad intrínseca a otras personas en base a compartir origen extranjero y muestra que tanto el discurso securitario como el relato del migrante honesto hecho a sí mismo frente al que se aprovecha, son lugares comunes transversales. Prueba de esto es que, en las pasadas elecciones, Trump consiguió el respaldo del 55% de los hombres latinos. Nicolás, sin embargo, no es una persona migrante bien establecida recelosa de los recién llegados y, en caso de quedarse, tiene muchas posibilidades de transitar un período de irregularidad, incluso, podría acabar en un vuelo de deportación a Colombia de los que también fleta España. Tampoco resulta muy legal realizar una actividad económica siendo turista, ni vender comida en la calle.  

—Tampoco me puedo morir de hambre.

—Ese mismo razonamiento es el que emplea mucha gente.

—Perfectamente yo puedo buscar un trabajo ahoritica con mi tarjeta profesional y estar trabajando acá legalmente.

Someramente le explico que la cosa no es así de fácil. Replica: “Habrá que tenerle un poquito de fe”. Y cuando se le argumenta que él también tiene más opciones porque ha contado con apoyo para estudiar, me ilustra con un ejemplo de meritocracia. “Mira que yo conozco una persona en Colombia, el señor era del campo. Llegó a Bogotá, alquiló un local y le montó una cortina para que no se vea para dentro. Llamaba a todos los hoteles ofreciendo el servicio de lavandería y dentro del local lavaba la ropa a mano. Sin tener estudios, en este momento tiene está tapado de dinero”. Tras escuchar la historia del Amancio Ortega de Colombia, Nicolás relata otro ejemplo que le inspiró, el de un joven venezolano en Bogotá al que llamaban “el chambo”, que iba con su carretilla vendiendo café y empanadas. Aterrizado en Madrid, el abogado colombiano le recordó y empezó a hacer lo mismo. Ahora, desde su posición en el metro, cuenta que quienes les compran, sobre todo, son personas latinas: “Siento que hay cierta solidaridad”. A la gente con la que coincide, otras personas migrantes con las que charla, les invita a hacer las cosas bien, a ponerles fe. “Es el tipo de fe en  que vas a hacer las cosas bien y van a salir bien, y si salen mal no pasa nada”.  

“Quiero conocer más países”

A Josué le movió el afán de viajar, el apetito, cultivado durante años, de conocer España. Y un día, con 38 años ya, le surgió la posibilidad. Dejó Lima y aterrizó él también en Barajas, con ciertos nervios de que no le dejaran ingresar en el país. “Sabía que era un poco complicado, pero bueno, a veces hay que vencer el miedo para poder nosotros lograr lo que Dios nos tiene como propósito”. Así, con la idea de una vida mejor, hace frente a los obstáculos que van surgiendo. Para empezar, llegó en pleno invierno madrileño: “No había traído mucha ropa de abrigo y el frío para mí fue algo muy fuerte. Estos tres primeros meses son complicados”. 

Josué comenzó vendiendo caramelos, pero el invierno, observó, traía otras necesidades, y a los caramelos les sumó pañuelos de papel. Es solo una de las cosas que hace para ganarse la vida: “Por ahí que puedo irme por la calle buscando, preguntando si hay trabajos”. Algo que no sabía muy bien antes de venir es que lograr los papeles no será fácil. “Acá me dicen que tengo que esperar un mínimo de dos años. Y es lo que nos va a tocar pasar”. A vender en la Línea 5 de metro le dedica entre dos y cuatro horas al día, dice que va tranquilo y que no suele tener problemas, gana lo suficiente para comer algo, descansa en su cuarto, camina por la ciudad buscando otros trabajos y, mientras, también lee: “Me gusta mucho leer. Estaba leyendo un libro de ahorros que me está ayudando mucho. Siempre estoy viendo alguna forma de emprender”. Se define como un “humilde emprendedor”, de hecho, en unos años le gustaría tener su propio negocio.

Josué tenía un trabajo en Lima, con una gran empresa sueca especializada en aseo personal. Después de que le hicieran la propuesta de venir a España, mientras ponderaba la decisión, acudió un día a la iglesia. “Y escuché que Dios le dijo a Jacob que dejara todo y que le iba a dar después todo lo que él quería. Que dejara el conformismo que tenía, la seguridad que tenía”. Eso conectó con su anhelo de viajar. Aspira a ampliar sus horizontes cuando por fin tenga los papeles en regla, estudia inglés con Duolingo para tenerlo más fácil. “Quiero conocer más países, más tradiciones. De esa forma también llega la sabiduría, por parte de las personas. Hoy en día, que tú me estés entrevistando, forma parte de la sabiduría que Dios nos pone a las personas en nuestras vidas para ir aprendiendo. Y aquí tengo amigos que venden como yo, que me cuentan sus experiencias también. Las experiencias son muy distintas”. 

Luis Miguel comienza su jornada en la línea 1.
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Luis Miguel llegó en 2023 a Madrid buscando un futuro mejor.
Luis Miguel llegó en 2023 a Madrid buscando un futuro mejor.
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Iris llegó de Colombia con su hija escapando de una ex-pareja violenta.
Iris llegó de Colombia con su hija escapando de una ex-pareja violenta.
Nicolás vende empanadas en la boca de metro de Usera.
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Nicolás ofrece sus empanadas a los pasajeros que salen del metro.
Nicolás ofrece sus empanadas a los pasajeros que salen del metro.
Vende pañuelos de papel a viajeros de la línea 5.
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