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Grecia
Grecia, cuando las personas con estatuto de refugiadas no acceden a ninguna protección
Virginie (34 años) llegó a la isla griega de Samos desde Turquía en 2018. El mismo año, Rosario (27 años) llegó a Lesbos. Después de jugarse la vida en la travesía y pasar varios meses en los tristemente célebres —por abarrotados e insalubres— campos de refugiados de aquellas islas, el gobierno griego les concedió la protección internacional sin vacilación porque estas dos mujeres, la primera de Camerún y la segunda del Congo, llevaban marcadas en sus cuerpos y en sus mentes algunas de las pruebas que la Unión Europea exige para conceder este estatus. Mientras esperaban sus tarjetas de residencia, fueron trasladadas a Atenas donde pasaron por varios pisos protegidos por los servicios sociales griegos junto a otras personas refugiadas.
En esa etapa Virginie y Rosario se conocieron, cultivaron una amistad basada en el apoyo mutuo, según ellas mismas relatan, se quedaron embarazadas casi al mismo tiempo y, una vez finalizado el trámite de la tarjeta de residencia, la protección del gobierno llegó a su fin. A día de hoy, estas dos amigas inseparables y sus hijas de cuatro años sin escolarizar, sobreviven en Atenas como pueden mientras intentan superar sus profundas heridas apenas sin ayuda, sin conocer el idioma, sin familia, solas.
Grecia
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Más de un millón de personas refugiadas han entrado en Grecia desde 2014 hasta la fecha. La llamada crisis de las personas refugiadas ocurrió en 2015 cuando Grecia tuvo que asistir a 812.000 personas entre migrantes y refugiadas, una gran mayoría de ellas procedentes de Siria a causa del recrudecimiento de la guerra iniciada en 2011. A partir de 2016 las entradas se redujeron considerablemente debido al Pacto entre la Unión Europea y Turquía. Según la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, en 2020 también se redujeron los movimientos debido a la pandemia. El año pasado hubo un repunte de entradas con 41.000 personas refugiadas frente a las 17.122 de 2022 y a las 8.741 de 2021. Comparando cifras, 2023 cerró el año en las islas Canarias con una entrada de 40.000 personas, el mayor número que han entrado por los puertos de las islas hasta la fecha.
El gobierno conservador de Mitsotaki resolvió la masificación de los centros de recepción y campos de refugiados de las islas cortando de raíz cualquier ayuda a las personas refugiadas que obtenían la tarjeta de asilo. ACNUR dio la voz de alarma hace cuatro años y mostró su preocupación cuando el 1 de junio de 2020, en plena pandemia, el gobierno eliminó el sistema de recepción para las primeras 9.000 personas con el estatuto concedido. Dos meses después saldrían de ese mismo sistema 11.000 personas refugiadas. Es decir, una vez concedido el estatuto, “las familias perdían todo derecho a manutención y alojamiento, incluidas las personas más vulnerables, sin haber tenido acceso al empleo y a los programas de bienestar social” según una nota de prensa de esta agencia de Naciones Unidas. En esas fechas, decenas de familias dormían al raso en la plaza Victoria situada en el centro de Atenas cobijándose del sol bajo los árboles. Las organizaciones humanitarias, entre ellas el Consejo Griego para los Refugiados y Médicos sin Fronteras (MSF) estimaban que en 2021 saldrían 25.000 personas de ese sistema de protección. La protesta de las ONG ponía el foco en lo que suponía esta medida para familias muy vulnerables como ancianos, víctimas de violencia sexual, enfermos o familias monoparentales.
A día de hoy se estima que 15.000 familias refugiadas sobreviven en situación de pobreza y de inseguridad alimentaria en Grecia
A día de hoy se estima que 15.000 familias refugiadas sobreviven en situación de pobreza y de inseguridad alimentaria en Grecia. “Las familias refugiadas no van a vivir mejor que las griegas”, llegó a decir el conservador Mitsotaki refiriéndose a este asunto. Triana Riazor, coordinadora de la ONG española SOS Refugiados Europa en el país heleno, opina que esta medida tiene dos objetivos: “por una parte frenar el efecto llamada y, por otra, que estas personas se planteen, cada vez más, marcharse de Grecia a otros países de la Unión Europea”. Lo cierto es que, sin las necesidades básicas cubiertas, resulta imposible la integración en la sociedad de acogida aunque disfruten de la protección internacional como explica Ruhi Akhtar, coordinadora de la ONG inglesa Refugee Biryani and Bananas. “Sin medios para vivir, las familias se convierten en indigentes y sin techo”, añade.
En cuanto a la ayuda no gubernamental a las personas refugiadas, la gran cantidad de organizaciones humanitarias que aparecieron en Grecia debido a la llamada crisis de los refugiados de 2015, ha ido disminuyendo con el tiempo por dos razones principales como explica Akhtar: “La primera razón es porque los refugiados en Grecia ya no están en el foco mediático y la segunda tiene que ver con la persecución, la criminalización y el acoso a las ONG por parte del gobierno griego y de la Unión Europea”. Sin contar la pandemia en 2020 que supuso una disminución de recursos importantes, según Akhtar. “Y por otra parte, la desaparición del drama de los refugiados de los medios de comunicación implica menos fondos para las organizaciones que funcionamos con donaciones y no tenemos subvenciones gubernamentales”, aclara la coordinadora de esta organización que lleva 14 años trabajando en Grecia con los refugiados.
Rosario y Virginie, mujeres negras, madres y familias monoparentales son un ejemplo de estas familias vulnerables. Una ONG paga el alquiler de una casa, de dos habitaciones, donde Rosario vive junto a once personas más: en una habitación duerme ella, su hija y dos mujeres, en la segunda habitación vive una pareja con sus cinco hijas menores y en el salón duermen dos parejas. “Siempre tengo miedo de mi hija, no la dejo ni un minuto sola, en la casa siempre hay fiestas, se emborrachan y toman drogas”, lamenta Rosario y explica que tiene que aceptar esa habitación sucia porque no tiene dinero para irse a otro sitio. Una amiga le ayuda con la comida y algunas asociaciones como SOS Refugiados Europa le ofrece una bolsa de alimentos no perecederos a la semana, ropa y juguetes. A veces va a limpiar casas cuando la llaman, pero su hija no está escolarizada y no tiene con quién dejarla. Rosario explica que, a menudo, va a preguntar al colegio: “Siempre me dicen que no hay plaza”. Ella intuye que es una cuestión de racismo, el mismo que observa cuando va con su hija al parque: “las madres no quieren que sus hijos se acerquen a mi hija, es muy triste”.
Desde que tuvo que dejar la vivienda cedida por el sistema de acogida, Virginie, con su hija de cuatro años, ha tenido que abandonar varios alojamientos por no poder pagarlos. Ahora vive en una habitación subalquilada de una casa, donde residen varias personas más. Tiene que pagar 100 euros mensuales a su subarrendador, un hombre procedente de África subsahariana que le ha propuesto relaciones sexuales a cambio del alquiler. Esta mujer camerunesa muestra dolor y rabia cuando lo cuenta: “Me han concedido el asilo pero me han dejado tirada en la mierda”. Igual que Rosario, trabaja limpiando casas cuando la llaman y una ONG le ofrece bolsas de alimentos. Tiene formación en cuidados de personas mayores y le gustaría trabajar en ello: “sueño con irme a otro país, poder integrarme, trabajar y cuidar de mi hija. Eso en Grecia es imposible”.
“Me han concedido el asilo pero me han dejado tirada en la mierda. Sueño con irme a otro país, poder integrarme, trabajar y cuidar de mi hija. Eso en Grecia es imposible”
Virginie asegura que nunca se le pasó por la cabeza migrar a Europa. Vivía con su familia en un pequeño pueblo de la zona francófona de Camerún, llevaba una vida apacible y sencilla, tenía novio, estaba embarazada y tenía planes de boda hasta que el jefe de su comunidad, mucho mayor que ella, se cruzó en su camino y la obligó a vivir con él. La encerró en una habitación y, una vez que dio a luz, su raptor la separó de su hijo. Virginie no perdió la esperanza de recuperarlo en algún momento pero el tiempo pasaba y, mientras tanto, ella vivía, en contra de su voluntad, con el hombre que la violaba y que había destrozado vida. Su desesperación la llevó a preparar un plan para escapar. Un amigo de su tío le compró un billete de avión a Beirut y le dijo que, en el aeropuerto, la esperaría su hermana. Virginie había caído en las redes de trata de personas para la explotación sexual. A unos cuantos kilómetros de Beirut, estuvo encerrada durante dos años. “Cuando pude escapar estaba destrozada física y psicológicamente”, murmura entre sollozos. Esta mujer camerunesa que ha pasado por un calvario asegura que nunca tuvo apoyo psicológico mientras esperaba su resolución de petición de asilo.
El Salto entrevista a las dos mujeres en una de las cafeterías de la plaza Victoria del centro de Atenas. La traductora traga saliva y respira profundamente antes de traducir el relato que Virginie articula en voz baja con la mirada perdida. Es un día soleado y fresco y el trajín en la boca del metro se hace cada vez más intenso. Se acerca la hora punta de salida de los comercios. Las niñas de Rosario y Virginie juegan, se divierten, ríen ajenas al dolor de sus madres y ponen el punto de felicidad a unas vidas sobrecogedoras. Virginie asegura que ha pensado muchas veces volver a su pueblo porque se siente muy sola y le gustaría estar con su familia, pero no puede hacerlo, el hombre que la raptó sigue viviendo allí. Explica que ha conocido a muchas chicas que han pasado por la misma situación de explotación sexual pero que no se atreven a contarlo. Ella asegura que no puede superar todo lo que ha vivido porque su vida actualmente es muy difícil: “si te dijera que lo he superado mentiría”.
Rosario no había cumplido los 18 años cuando se vio envuelta en una operación de los grupos armados del Congo. Necesitaban a una mujer y fue utilizada por un familiar sin que ella tuviera la menor idea de lo que estaba haciendo. La operación falló y fue capturada, encarcelada e interrogada por las fuerzas gubernamentales durante cinco días. Las numerosas cicatrices de su espalda son la prueba irrefutable de las torturas. Sufrió violaciones y terminó moribunda en un hospital de Kinshasa, la capital. Nadie quería estar a su lado por miedo a ser relacionada con los grupos armados, incluidos los tíos que la criaron.
Rosario es huérfana, su padre, militar, murió en Goma, al este del país, en uno de los numerosos combates que azotan al Congo desde hace años y su madre murió cuando ella nació. De la noche a la mañana se vio sola, sin medios y durmiendo en las aceras de Kinshasa. Pronto cayó en las redes de prostitución hasta que pudo volar a Turquía con algunas personas que conoció en esa etapa. Las redes mafiosas los escondieron en un bosque, donde les llevaban comida, hasta que pudieron pasar a Moria en patera: “Pasé mucho miedo”, cuenta Rosario, “y también en el campo de refugiados de Moria, los policías nos registraban todos los días, era como estar en una cárcel”. Rosario nunca imaginó tener esta vida en Europa: “siempre pensé que iba a tener trabajo y una vivienda”. El sueño de esta mujer es continuar sus estudios de diseño y costura que había comenzado en su país y tener su propio taller. Lo cierto es que, hasta la fecha, tampoco Rosario ha recibido apoyo psicológico para superar sus traumas, “solo ansiolíticos y pastillas para dormir”, explica.
Violencia sexual
“Las multinacionales del coltán arman a quienes violan a las mujeres”
Según un estudio de la Agencia de Asilo de la Unión Europea, en 2022 Grecia dictó el 6% de las 646.000 resoluciones de asilo de toda la Unión Europea en 2022. Esta cifra global supone una quinta parte más que en 2021. A finales de 2022, había 899.000 casos sin resolver en toda la Unión Europea. Según esta misma agencia, esta cifra representaba el mayor número de casos pendientes de resolución desde 2020. La misma agencia admite que estas cifras ocasionaron falta de plazas suficientes para acoger a las personas refugiadas esperando una resolución a su petición de asilo. Los centros de espera se abarrotaron sin poder ofrecer condiciones adecuadas de vida y, por otra parte, disminuyó el número de iniciativas orientadas a facilitar la inserción laboral, acceso a la educación y atención sanitaria. En 2022 fue el año que comenzó la guerra de Ucrania y se movilizaron ingentes cantidades de recursos para las personas refugiadas de ese país.
Con una disminución drástica de los recursos y la eliminación del programa ESTIA de la Unión Europea que financiaba desde 2015 viviendas para familias refugiadas, la situación se ha vuelto caótica como asegura Felipe Juárez, de origen peruano, director de la ONG Help Your Neighbor que lleva trabajando 14 años en Atenas: “Hay muchas cosas que el gobierno podría hacer y no se hace. Hay locales cerrados o con menos personas de la capacidad que tienen”. Esta organización cocina tres veces a la semana y atiende a 342 familias, la mayoría refugiadas, y muchas de ellas familias monoparentales, procedentes principalmente de Siria, Afganistan, Sierra Leona, Camerún y Etiopía. Juárez explica que muchas de las familias que obtienen el asilo, han vivido durante años con la esperanza de viajar a otros países, los niños no fueron escolarizados y no aprendieron el idioma del país y cuando comenzaron a recortar ayudas hace cuatro años, se quedaron en una situación terrible.
Tanto Ruhi Akhtar como Juárez lamentan que sus organizaciones hayan tenido que desmantelar programas de ayuda a los refugiados como apoyo médico, psicológico y legal. “Incluso sigue muriendo gente intentando llegar a las islas y ya ni siquiera es noticia”, se queja con amargura Felipe Juárez. Si esto ocurre ahora, ¿qué ocurrirá cuando entre en vigor el Pacto de Migración y asilo de la Unión europea? “Me da miedo pensarlo”, murmura Akhtar.