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Maternidad
Maternidad libre y deseada
Las feministas y, en general, las personas que tratan de que el mundo cambie (más allá de desearlo, digo) vivimos en una tensión constante entre lo que es y lo que queremos que sea. El mundo tiene muchas características que creemos honestamente que no están bien, que se pueden y se deben cambiar. Entre ellas se encuentran las condiciones materiales de la parentalidad y, especialmente, de la maternidad.
Casi todas las mujeres se hacen alguna vez la pregunta “¿ser madre o no serlo?” (en los hombres es menos frecuente preguntarse por la posibilidad de paternidad, pero ahora dejaremos de lado las razones de por qué esto es así). A algunas la duda se nos pasa en un cuarto de hora (respondamos en un sentido u otro), pero a otras les ronda durante mucho tiempo. En ese devanarse los sesos para ver si se deciden o no a parir o adoptar (que si solas, en pareja, en trío, en tribu, ahora o más tarde…) una de las variables a dilucidar son los pros y los contras: ¿seré capaz?, ¿merecerá la pena?, ¿me alegraré?, ¿me arrepentiré?, ¿seré más feliz?, ¿me superará? ¿Será el momento adecuado? Creo que la mayoría de las veces las preguntas van más sobre una misma que sobre la criatura que vendrá.
Debemos reivindicar un Sistema Público de Cuidados, y en ello estamos. Un sistema que proporcione una vida digna a quien hay que cuidar y a quien cuida de forma profesional o en entornos personales
Hoy, aquí, la maternidad no es un destino inevitable para la mayoría de las mujeres: puedo decidir no ser madre. Pero si decido serlo (aquí, ahora), muy especialmente si decido ser madre yo sola, sin pareja o sin grandes redes dispuestas a participar en la crianza, seguramente tendré que renunciar a algunos planes en mi día a día. Por ejemplo, a ir al cine cuando quiera, a estirar el vermut y comer a deshoras, a sacar un grado en poco tiempo, a la charla que me interesa mucho. Eso se multiplicará si soy pobre o tengo una profesión absorbente o unos horarios imposibles.
La pobreza es una injusticia en sí misma, y también que los horarios de trabajo sean incompatibles con la vida o que el cuidado y la atención de las personas que los necesitan estén precarizados y no garantizados. Por eso podemos y debemos reivindicar un Sistema Público de Cuidados, y en ello estamos. Un sistema que proporcione una vida digna a quien hay que cuidar y a quien cuida de forma profesional o en entornos personales. Pero el mejor Servicio Público de Cuidados universales y garantizados que podamos imaginar, aquí y ahora y, probablemente, en el mejor de los mundos imaginables, no conseguirá nunca —y no debe conseguir— eliminar por completo las dosis mínimas de sacrificio asociadas a determinadas decisiones que tomamos.
Concretamente: acudir con mi criatura que llora, grita y molesta a un museo o al teatro, porque supuestamente tenemos derecho a todo siempre. Aunque venga disfrazado de reivindicación de derechos es consecuencia de la infantilización provocada por el neoliberalismo, en línea con el lema I want it all and I want it now. Es perjudicial para todo el mundo: intérpretes, resto del público, madre o padre y criatura. No es verdad que siempre se pueda todo: hay cosas incompatibles y decisiones que conllevan una renuncia.
No es verdad que siempre se pueda todo: hay cosas incompatibles y decisiones que conllevan una renuncia
Hemos proclamado sin discusión que el sacrificio corresponde al programa judeocristiano. Y como somos hedonistas y no aceptamos la moral judeocristiana, no-no-no, no-al-sacrificio parece ser uno de nuestros lemas. Pero, ¿en serio? ¿No deberíamos volver a pensarlo? ¿Qué se puede conseguir en la vida sin sacrificio? Nos hemos sacado la comunidad de la chistera, como si en ella todo fuera como los mundos de Yupi, como si cuidar y atender a los demás fuera algo que solo hay que hacer o bien por amor o bien a cambio de un salario digno, nunca por obligación o sacrificio personal. Hemos dejado la apología del sacrificio en manos de los cristianos (como muchas otras cosas). Y ahí andamos, perdidas, en un mundo supuestamente hedonista, pero urdido en realidad por el capitalismo.