Migración
El odio como política migratoria

El domingo 17 en Lampedusa, la presidenta de la Comisión Europea y la primera ministra italiana aparentaban diferencias en los matices sin salirse de una misma visión de las migraciones como un riesgo para la seguridad y la identidad europeas.
Von der Leyen Meloni 1
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen junto a Meloni en Lampedusa el 17 de septiembre. Foto: Governo.it
Sarah Babiker
18 sep 2023 13:40

Miles de personas han llegado a Lampedusa. En unos días, esta isla de menos de 7.000 habitantes ha recibido más de 10.000 personas que dejaron atrás su tierra. Si lo hicieron, es porque tuvieron más miedo a quedarse que a arriesgar la vida en el camino. Hay mucha gente que siente miedo ante la llegada de tantas personas migrantes, entre ellos, el legítimo miedo de quienes habitan en la isla y conocen los planes de Giorgia Meloni, centros de detención donde las personas migrantes podrán pasar hasta 18 meses retenidas hasta que se gestione su deportación.

En Lampedusa no quieren ser como Lesbos. Más de 10.000 personas son muchas para una isla pequeña. ¿Pero lo son para un país de casi 60 millones de personas? ¿Para los 450 millones de habitantes que tiene la Unión Europea? Claramente estas 10.000 personas son solo una parte de las que llegan a Europa. Pero también es claro que para el discurso de la crisis y la emergencia que agita sin parar la primera ministra italiana para justificar su agenda anti migración dejar que su sistema de recepción (por no llamarlo acogida) entre en crisis, mostrar saturación y desborde, y en definitiva un montón de cuerpos negros apilados al aire libre, como exceso imposible de “gestionar” es su mejor baza propagandística. Encerrar a la gente en una isla tiene una evidente motivación política: sembrar más miedo.

Muerte y sufrimiento son tu gestión migratoria, así que necesitas que la gente odie a quienes vas a dejar morir o retendrás durante meses en circunstancias de gran sufrimiento

El miedo lleva al odio: Las caras serias que el domingo 17 de septiembre lucían la presidenta de la Comisión Europea Ursula Von der Leyen y Giorgia Meloni, habilitaban ese tránsito. Performaban una ventana de Overton donde Von der Leyen era la “progresista” hablando de vías legales y seguras y Meloni era la realista, hablando de deportaciones y misiones militares. Aparentaban diferencias en los matices sin salirse de una misma visión de las migraciones: como un riesgo para la seguridad y la identidad europeas. Y una vez más, ponían el foco en las redes de tráfico de personas para evadir señalar al elefante en la habitación, que la gente pone su vida en riesgo no porque haya mafias sino porque necesitan irse de dónde están y no hay vías legales para hacerlo. Pero ver al elefante implica reconocer que la gente no va a dejar de migrar, tus políticas migratorias solo causan muerte y sufrimiento, y es eso seguramente lo que quieres causar, a modo disuasivo. Muerte y sufrimiento son tu gestión migratoria, así que necesitas que la gente odie a quienes vas a dejar morir o retendrás durante meses en circunstancias de gran sufrimiento.

Van bien, mientras Von der Leyen y Meloni daban su paseo institucional por la isla, muchos internautas las calificaban de tibias. En las redes sociales se podía leer tuits señalando la llegada de personas migrantes como evidencia de que se acerca el fin de Europa, apuntando a que quienes llegan son varones en edad militar. Un ejército de africanos invadiendo el jardín europeo, ese es el imaginario que alienta la respuesta que Meloni quiere y que excita a los conspiranoicos del gran reemplazo, a los supremacistas sin tapujos, a los estrategas curtidos en guerras de videojuegos que quieren eclipsar sus miserias jaleando una gran ofensiva contra el otro. Todos ellos comandados por discipulitos de Goebbels que sacan su jornal de difundir odio, a coste cero, acariciados por los algoritmos. 

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Donde no hay derecho habrá fascismo

Año 2000, en el patio de la casa de mi familia en Jartum había una fiesta. Un grupo de viejos amigos bebía y charlaba, el más joven de ellos tomó su Oud y empezó a cantar. “Quiero ser un pájaro, atravesar las fronteras sin pasaporte”, decía el estribillo. Ebrios de alcohol casero y de añoranzas, aquellos hombres enormes con sus yelavías blancas, se levantaron a bailar mientras se secaban las lágrimas. Algunos habían migrado y vuelto, otros no habían salido jamás, pero cantaban con esa hermandad compartida de quien conoce la sombra de las fronteras, la huella de las distancias. Dos décadas después, la casa de la familia ha sido saqueada en una guerra que ha arrasado la ciudad. Las personas que migran siguen sin ser pájaros, lo pagan con su muerte en el mar o en el desierto. O en Melilla, donde decenas fueron asesinadas hace poco más de un año.

Cada vez hay menos lugares seguros. El mapa mundi siempre fue un espacio doliente, quién no recuerda a Mafalda queriendo curar a su globo terráqueo, siempre aquejado de mil males. Siempre ha habido poblaciones expuestas a la guerra o al expolio. Pero ser conscientes de esta constante no debería servir para normalizarla u olvidarla, tampoco para ignorar lo que está sucediendo: mientras que cada vez hay menos lugares seguros, la guerra contra las personas migrantes se intensifica. Una correlación que solo puede causar miles de muertes, deshumanización y ruina moral para quienes lo ignoran, lo permiten o lo alientan.

La ilusión racionalista de gestionar el movimiento humano como si las personas no tuvieran agencia, necesidades o determinaciones no se resiste a la realidad del mundo

Solo con el odio se puede criminalizar la pulsión de vida, provocar esa miopía interesada que no ve más allá de las fronteras, que nada quiere saber de las razones por las que la gente se va, del marco estructural, pasado y presente que les expulsa de los lugares donde nacieron, que los desarraiga condenándoles a batallar por un lugar en el mundo donde existir o progresar.

El derecho a la movilidad universal —comprendido en la Declaración de Derechos Humanos Emergentes de Monterrey de 2007— reconoce el derecho de toda persona a migrar y establecer su residencia en el lugar de su elección. Habría que preguntarse por qué está fuera de todo debate, de todo proyecto político, del sentido común dominante, imaginar incluso la concreción de este derecho. Y sobre todo ponderar las consecuencias. La ilusión racionalista de gestionar el movimiento humano como si las personas no tuvieran agencia, necesidades o determinaciones no se resiste a la realidad del mundo. Si migrar no es un derecho, la única forma de detener a quienes migran será el fascismo.

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