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Cambias de piso, de cama, de vajilla. Te habitúas a un nuevo portal, a otras escaleras y a otros vecinos. Revendes tus muebles, recompras un zapatero, reutilizas unas toallas blancas que a simple vista no parecen tener manchas. Cambias de parada de metro, de florista, de tendero. Te prometes a ti mismo patearte el barrio, volver a generar rutinas y no echar de menos. Pero para cuando todo el círculo vuelve a cerrarse, justo en el momento en el que Natalia, la trabajadora de tu nuevo bar favorito, ya se sabe tu nombre, cambias de nuevo de piso, de cerradura, de fogones.
Terminaste arquitectura, periodismo, relaciones internacionales. Empezaste un máster, unas prácticas o las dos cosas a la vez. Te apuntaste a otro máster, para poder seguir haciendo prácticas, y faltaste a todas las clases, pero sacaste un cinco, un seis o un siete, eso sí que daba igual. Algunos llegaron a hacer otro máster o incluso se matricularon de otra carrera para seguir en ese medio, en esa empresa, en esa oficina. Mientras compartías piso o incluso habitación, con los 300 euros de la beca más lo que te pasaban tus padres ibas tirando.
Te contrataron, no te contrataron, te hiciste autónoma. Te quedaste sin prácticas, sin trabajo y no tenías paro. Apenas cotizaste, aunque trabajabas ocho, diez o doce horas. Escribiste artículos, diseñaste conductos de ventilación, calculaste riesgos de hipotecas. Te fuiste haciendo mayor y por fin un contrato de mil euros. Pero te volvieron a echar del piso porque el dueño, la dueña, el hijo de la dueña, quería el piso para formar una familia, para vivir más cerca de Ciudad Universitaria, para comprarse un bonsái.
Así que, cambias de bloque, de vecinos, de supermercado. Te mudas a Carabanchel, a Puente de Vallecas, a Villaverde. Acudes con alegría a las fiestas del barrio, a la chocolatada, a la carrera popular. Memorizas sus calles, sus santos, sus secretos, y empiezas a preguntarte cómo sería poder comprarte una casa de la que no te puedan echar y no tener que seguir vagando por las calles de Madrid con cuatro cajas de plástico, en las que caben todas tus posesiones.
Piensas en alquilar un trastero, en comprar un bajo comercial y dormir al lado de un futbolín viejo, en volver a casa de tus padres y tirar la toalla. Cambias una vez más de amigos, de novia, de trabajo. Modificas los saludos, las despedidas, las presentaciones. Te apuntas a yoga, a escalada o a caminatas por el parque (que son gratis), mientras piensas en no gastar mucho porque en cualquier momento pueden volver a subirte el alquiler.
Y así sucede, de tanto pensarlo y temerlo, la casera te llama y ves su nombre en la pantalla: “María casera”, “Pedro casero”, “casero Delicias”; y te hace el terrible anuncio. Tu alquiler pasa de 600 a 900, de 600 a mil, de 600 a 1.100, y quieres morirte. Jamás podrás comprar una casa y a Madrid no le van quedando barrios. Todo el norte descartado, también el centro y prácticamente todo el este. ¿Qué será de nosotros dentro de un par de años?
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