Opinión
Lo que queda del fútbol

El fútbol es que un país pequeñito tenga la oportunidad de dominar el mundo, y que un niño de barrio se haga ídolo. La magia del fútbol es el espejismo de que se puede hacer justicia. Lo otro es solo un negocio que lo enturbia.
Florencio Amarilla Oviedo
27 abr 2021 06:00

Cuando yo lo conocí ya nada le quedaba de aquel pelo negro que le había convertido en jefe sioux. Cojeaba de una pierna y llevaba un cascabel en el bolsillo para que una perrita ciega, que lo reconocía por la cadencia de sus andares, supiera encontrarlo. Yo era apenas una niña y mi padre y él se reunían en el Arenas rodeados de recortes de periódico y fotos amarillas de hombres jóvenes en pantalón corto, alineados en dos filas, jugando a adivinar quién era cual, en qué año, contra qué equipo, cuántos goles, ese penalti que no pitó el árbitro, aquel centro precioso que engendró la victoria y, también, los niños que trepaban por los muros del estadio para ver el futbol sin pagar, aquella concentración en la que algo absurdo les sacó de la rutina, la soledad tan grande del fútbol de antes…

Se llamaba Florencio Amarilla, era zurdo, hablaba poco y sonreía bastante. Nació en Itapúa, Paraguay, cuando el fútbol era niño todavía y creció sin nada, casi sin nadie, chico sin madre y con ganas que hambreaba bailando en las fronteras. Sin embargo, un día, una pelota se cruzó en su camino y le hizo héroe. Tenía apenas 21 años y una tarde inspirada en la que tres tantos de su pie clasificaron a su selección para el Mundial de Suecia. Así pisó por primera vez Europa, y saltó del Olimpia al Oviedo hasta que cayó en Almería, pero quiso la mala suerte que una lesión en el tendón de Aquiles le arrancase el césped de las botas. Eran otros tiempos y, aunque hubiera sido internacional en 31 ocasiones, no tenía dinero ni razones para volver a cruzar el Atlantico y regresar a un país donde no le esperaba nadie. Sufragó de su propio bolsillo una operación infructuosa y pasó a deambular por clubs menores.

Aunque le fallaba el cuerpo le sobraba el toque, ya no podía correr pero en los córners su pie derecho se colocaba al ladito del balón, para que estuviera tranquilo y se dejara hacer, y entonces su pierna izquierda trazaba una parábola imposible. Campos de tierra y equipos de la nada. Rodalquilar, Adra, Roquetas…

Se sacó el carnet de entrenador, fue ayudante, masajista, voz de la experiencia y conservante. Así fue como un día, mientras veía un partido televisado se cruzó en el Gran Hotel con un tipo alto que, decía él, “me debió de ver cara de indio y me preguntó si quería trabajar en su película”.

Eran los tiempos del western andaluz, los americanos venían buscando desiertos vírgenes y extras baratos. Él no tenía muchas opciones así que Hollywood hizo cherokee su lengua guaraní y convirtió en comanche su cara de ocelote silencioso, y alguna de esas películas tuvo un Oscar mientras a él le pagaban en jornales. Pero eso fue en otra vida y cuando yo lo conocí vivía en Níjar, en el mismo campo de San Isidro, donde cuidaba el material y tomaba matecitos mientras recordaba con los ojos brillantes a ese otro Amarilla, el internacional paraguayo que llevaba la camiseta de extremo izquierdo. Era humilde y amadísimo, apenas si tenía posesiones y todo el cielo sobre su cabeza. Decía Sócrates que “no hay que jugar para ganar, sino para que no te olviden”. Amarilla jugó bien. Cuando llegó el momento solo dejó en herencia un recuerdo dulce y un vacío amargo.

No era un trabajo digno el fútbol de antes, que robaba niños y los usaba y cuando los rompía o se le gastaban se los quitaba de enmedio como si fueran trastos viejos. Pero tampoco es digno lo de ahora

No era un trabajo digno el fútbol de antes, que robaba niños y los usaba y cuando los rompía o se le gastaban se los quitaba de enmedio como si fueran trastos viejos. Pero tampoco es digno lo de ahora. No sé si Florentino habrá jugado al fútbol, pero de haberlo hecho tiene hechuras de ser malo, lento, blando… De no tener cuerpo para el arranque ni carácter para el marcaje, de no driblar a una silla, de no saber centrar y sobre todo de no enterarse nunca de dónde estaban sus compañeros. Disculpadme, pero tiene pinta de haber obtenido su plaza en el recreo única y exclusivamente porque era el único al le habían regalado una pelota. Lo intuyo porque juega igual que entonces, porque su fuerza principal es el chantaje, porque no le interesa lo poético y no entiende que la belleza del césped es el barrio, que el protagonista del fútbol no es más que la combinación del movimiento y la esperanza. El fútbol es una oportunidad entre un millón de ser visible para quien solo tiene una habilidad y un cuerpo, un sueño de infancia en once hombres, una alegría de tarde con amigos, un disfrutar de la belleza hecha por otros, de la inteligencia ajena y del talento. El fútbol es que un país pequeñito tenga la oportunidad de dominar el mundo, y que un niño de barrio se haga ídolo. La magia del fútbol es el espejismo de que se puede hacer justicia. Lo otro es solo un negocio que lo enturbia.

No le gusta el fútbol a este tipo, supongo que por algún rencor antiguo, y porque, aunque haya conseguido comprarse (casi) el mejor equipo, en (casi) la mejor liga, y (casi) los mejores jugadores, cuando el esférico toca la red, cuando se levanta la copa y se celebra la victoria, nadie le aplaude a él. Entiendo la frustración y el mecanismo por el cual lo aliena y lo ve solo como una enorme maquinaria de hacer dinero, de conseguir subvenciones, de reciclar contratos.

No es el único, la industria del fútbol lleva mucho tiempo aniquilando al fútbol. Cercándolo a contratos televisivos con partidos a deshora y a desdía, con sponsors millonarios invadiendo camisetas para que, cada vez que alguien celebra un gol, un canal, o una empresa de apuestas deportivas, o las dictaduras de Qatar o los Emiratos Árabes Unidos, disfrazadas de inocentes aerolíneas, irrumpan con estrépito en el pecho del hacedor del milagro efímero, con el mercado de invierno y los fichajes a destiempo, que te cambian la plantilla un martes de febrero y hasta por mafias que trafican con niños africanos para elegir aquí el que más les gusta… Al fin y al cabo, la liga, esa que tiene nombre de banco, la dirige el señor Tebas, que gusta de defender a los racistas y manifiesta sin pudor su simpatía por Le Pen y sus sucursales españolas, Infantino es un presunto corrupto y Čeferin se ha ido vendiendo al kilo a los más caros. Ninguno es inocente. Todos son abogados, qué curioso.

El caso es que los campos se venden, los estadios se desplazan, y el barrio ya no importa, porque, al fin y al cabo, hace años que ya no juegan los chicos del barrio y que no se juega para el barrio. Qué pena de fútbol, con tantas constructoras y tantas cotas medias a dos euros. No era de extrañar que Florentino, en todo esta vorágine metálica, aprovechase para promover su Superliga, una liga pensada para él y para los dueños del balón de otros patios. Pero pronto vinieron turbulencias, se fueron retirando, uno a uno, los grandes clubs británicos primero, el Inter, el Milán y hasta el Atlético después. Se han ido quedando sin amigos, porque el descaro era excesivamente obvio, no porque entrasen en razón de golpe. Y porque el negocio está, también, en la ilusión.

Aunque la competición esté amañada, la clasificación no puede ser un puesto fijo. No si quieres que siga funcionando la rotativa dominical de los deportes, los contratos de los canales de pago, la venta de merchandising, la maquinaria brutal de las apuestas, y qué pena que esto signifique salir al campo con miedo y con vergüenza, y colocarse el pelo ante la cámara y pasarla pronto, como si quemara, con más intención de no dejar jugar al otro que de jugar en sí, porque claro, el dinero es una cosa seria y con las cosas serias no se juega. Se está muriendo el fútbol poco a poco, de tanto ordeñar la vaca del ingreso casi se les va la mano y lo rematan, pero han estado rápidos y ahora lo mantienen ingresado, con gotero, para poder seguir especulando con el recuerdo de la ilusión perdida, con la simpatía heredada, con algún relámpago de luz de alguien que aún no se ha enterado de que jugar no estaba en su contrato.

Tanto Florentino y tan poco Florencio. Qué lástima del fútbol sin el fútbol. Qué rencor de los dueños del balón hacia los chicos que jugaban bien a la pelota.

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