Opinión
Imágenes prohibidas: la política visual de silenciar Gaza en las aulas madrileñas

La bandera palestina se declara política, otras imágenes —las oficiales, las de campañas institucionales— no se perciben como tales, aunque transmitan un ideario igual de claro. Nombrar lo “político” es también ejercer censura.

La orden de la Comunidad de Madrid de prohibir en los centros educativos banderas palestinas, carteles de solidaridad y cualquier muestra de apoyo a Gaza no es solo una decisión administrativa. Es una intervención sobre el espacio de las imágenes. Al prohibir ciertos colores, formas y signos, el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso regula qué se puede ver y, por tanto, qué se puede pensar. Lo que se prohíbe no es únicamente un trozo de tela, se prohíbe una mirada. La justificación oficial habla de “neutralidad política” en las aulas.

El consejero de Educación repite que la escuela no debe convertirse en un espacio de militancia, pero en el plano visual esa supuesta neutralidad revela su sesgo. No hay espacio “neutral” cuando se decide qué símbolos desaparecen y cuáles permanecen. La bandera palestina se declara política, otras imágenes —las oficiales, las de campañas institucionales— no se perciben como tales, aunque transmitan un ideario igual de claro. Nombrar lo “político” es también ejercer censura.

Los símbolos palestinos no son adornos. Son hoy más que nunca, dispositivos de memoria. Una bandera en la verja de un instituto, un mural con los nombres de niñas y niños asesinados, un cartel que denuncia un genocidio, hablan de vidas concretas, de historias de resistencia. En su materialidad —tela, pintura, papel— late una demanda ética: mirar, recordar, tomar partido ante el sufrimiento. Al prohibirlos, la Comunidad de Madrid decide que esas vidas no deben ser visibles en el ámbito educativo, como si la compasión pudiera suspenderse en horario lectivo. No se trata solo de un choque entre Gobierno y activismo. Lo que está en juego es la educación de la mirada. La cultura visual, el conjunto de imágenes que nos rodean y dan forma a la memoria colectiva, se construye también en las aulas. Censurar una bandera impone una pedagogía: la de no mirar, y esa pedagogía deja huella. Se aprende que hay violencias que conviene ignorar y que la solidaridad puede castigarse si adopta una forma demasiado visible.

La comparación con otros momentos es reveladora. Durante los primeros meses de la invasión rusa de Ucrania, muchas escuelas colgaron sin problema la bandera ucraniana. Ayuntamientos y ministerios iluminaron sus fachadas de azul y amarillo. Nadie cuestionó el contenido político de esos gestos; se leyeron como empatía. ¿Por qué, entonces, el verde, rojo, blanco y negro de Palestina se convierten en amenaza? La respuesta no está en las telas, sino en las relaciones de poder que deciden qué vidas se consideran llorables y cuáles se condenan a la invisibilidad. El dispositivo de censura no actúa solo en lo material. Produce miedo. Varias asociaciones de docentes denuncian que la instrucción llegó de forma verbal, a través de llamadas y mensajes, sin normativa escrita. Esa ambigüedad alimenta la autocensura: directores que retiran murales “por si acaso”, profesorado que evita debates en clase, estudiantes que callan. La prohibición se convierte en clima, en atmósfera de sospecha donde la imaginación crítica se asfixia.

El gobierno madrileño actúa como un comisario de la mirada, borrando del espacio escolar los signos de un pueblo bombardeado y masacrado. Lo hace, además, cuando las imágenes de Gaza ya circulan con dificultad

Desde la teoría de la cultura visual, Nicholas Mirzoeff recuerda que la imagen es siempre un campo de batalla. Lo que vemos —y lo que se nos impide ver— define las posibilidades de acción política. El gobierno madrileño actúa aquí como un comisario de la mirada, borrando del espacio escolar los signos de un pueblo bombardeado y masacrado. Lo hace, además, cuando las imágenes de Gaza ya circulan con dificultad: periodistas palestinos asesinados, apagones de internet, restricciones informativas. La escuela, que podría ser refugio de memoria y debate, se suma a ese apagón.

Sin embargo, las imágenes son obstinadas. Allí donde se prohíben, reaparecen. Estudiantes que dibujan discretamente una bandera en sus libretas, profesoras que convierten la ausencia en materia de reflexión, colectivos que documentan las retiradas para visibilizar la censura. La prohibición confirma así la potencia política de esas imágenes: si fueran irrelevantes, no haría falta ocultarlas.

Lo que se juega en un aula de primaria de Vallecas o en un instituto de Móstoles no es solo un debate sobre Oriente Medio: es la formación de una ciudadanía capaz de ver

Frente a la retórica de la neutralidad, conviene recordar que educar es también enseñar a mirar. Dar herramientas para leer el mundo, reconocer injusticias, crear imágenes que disputen el sentido común. Prohibir la bandera palestina no protege a la infancia de conflictos lejanos, la priva de la posibilidad de comprenderlos y de actuar. Lo que se juega en un aula de primaria de Vallecas o en un instituto de Móstoles no es solo un debate sobre Oriente Medio: es la formación de una ciudadanía capaz de ver.

El gesto de Ayuso es, en última instancia, una declaración sobre qué memorias merecen compartirse y cuáles pueden ser borradas. Cada bandera retirada, cada mural arrancado, cada cartel prohibido es una forma de escribir —o de tachar— la Historia. En un tiempo saturado de imágenes, donde todo parece visible, la censura sigue operando con eficacia, y nos recuerda que la lucha por la justicia también se libra en el territorio de la mirada.

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