Opinión
Yo corrí delante de los azules

Mi primera hostia en la cara, con 16 años, no me la soltó un abusón del instituto, ni un chaval con el que me pegué a la salida: fue un policía nacional, al que no le hizo gracia que se me escapase una risita mientras nos identificaban en una zona de botellón. Me la dio con la mano abierta y casi me tumba. Eso sí, me habló de usted.
Con 19 años, al final de una manifestación universitaria, corríamos huyendo de una carga policial cuando nos encontramos un cordón de antidisturbios que cerraba la única salida posible. Los agentes abrieron un poco la barrera para dejarnos pasar, pero nos hicieron la versión policial del popular “túnel de collejas”: todo el que pasaba se llevaba un porrazo, en la cintura, la espalda, el cuello o la cabeza, según estatura. Me quedó de recuerdo un buen latigazo en el lomo.
Con veintitantos probé los gases lacrimógenos en una manifestación contra la guerra. Con treinta vi cómo le rompían la nariz de un porrazo a un compañero a mi lado, en una huelga general. Estábamos cortando una calle, y no fue un golpe accidental sino un porrazo salvaje dirigido con toda intención a la cara de quien ni siquiera había levantado las manos para protegerse. Todavía recuerdo el brutal chasquido del hueso reventado y la sangre a chorros.
Puedo contar también manifestaciones en las que pasé miedo, donde vi cómo entre varios policías apaleaban a un manifestante caído. Manifestaciones en las que corrí para no ser encerrado en una bolsa de la que nadie salía ileso. He visto muchas cabezas abiertas, compañeras y compañeros arrastrados por el suelo, tirones del pelo, brazos retorcidos para romper pacíficas cadenas humanas.
Debo aclarar que nunca he participado en ningún incidente violento durante una protesta. Nunca. Al contrario, soy de los que se largan en cuanto los antidisturbios se colocan el casco. No quiero decir con ello que si hubiese tirado vallas o resistido con el cuerpo sin apartarme, mereciera ser apaleado; sino que pese a mi carácter inofensivo y hasta huidizo he visto sangre cerca demasiadas veces. En manifestaciones, marchas, huelgas, desahucios, desalojos…
En el franquismo apaleaban y además asesinaban, mientras en democracia dejó de haber manifestantes “voladores” que atrapaban al vuelo los disparos “al aire”
Con todo, mi historial es modesto: seguramente muchos lectores de El Salto lo igualan o superan; muchas lectoras podrán contar vivencias mucho más dolorosas, y en carne propia. Los que vivan en Cataluña sumarán haber sido víctimas o testigos de porrazos policiales en un referéndum, apaleamientos por los Mossos, algún ojo reventado. Habrá activistas sociales que puedan adjuntar a su relato un parte de urgencias y mostrar alguna cicatriz. Y habrá lectores que además enseñen unas cuantas multas por resistencia a la autoridad.
No sé si un día todo esto se convertirá en batallitas que contaremos a nuestras hijas, a nuestros nietos: “yo corrí delante de los azules”, o de “los marrones” cuando eran maderos; a la manera en que mis padres sindicalistas o las activistas vecinales más veteranas de mi barrio recuerdan haber corrido delante de “los grises”, la policía franquista.
Haber corrido delante de los grises se convirtió durante los primeros años de la transición en una seña de identidad democrática: tantas mujeres y hombres antifranquistas podían recordar manifestaciones, huelgas, asambleas estudiantiles o acciones vecinales que terminaron a la carrera, con los grises soltando porrazos, apaleando a los que caían y arrastrando al furgón a quienes atrapaban.
Pero llegó la democracia y continuaron las carreras, los porrazos, los apaleamientos y los arrastrados al furgón. Y no estoy diciendo que sean lo mismo dictadura y democracia, no hace falta que me expliquen las diferencias. En el franquismo apaleaban y además asesinaban, mientras en democracia dejó de haber manifestantes “voladores” que atrapaban al vuelo los disparos “al aire” (aunque también ha habido manifestantes muertos en democracia, y sobre todo manifestantes tuertos). Pero la diferencia sustancial entre los porrazos en un caso y otro es que tras la Constitución las manifestaciones y huelgas ya no eran ilegales; el activismo social, político y sindical ya no estaba perseguido. Y sin embargo, las imágenes de muchas actuaciones policiales no eran muy diferentes. Y con un parecido aún más preocupante: la impunidad de los cuerpos policiales, ahora en democracia, por la dificultad de perseguir y depurar las malas actuaciones, protegidos los autores por el blindaje del corporativismo, la desidia de los responsables policiales y la falta de reformas.
Pasaron una, dos, tres, cuatro décadas, y siguieron las carreras y los palos. Hace tiempo que la violencia policial dejó de ser una herencia franquista para convertirse en un problema de la democracia. No vale ya culpar a la vieja escuela policial de la dictadura, a las inercias autoritarias, a la falta de cultura democrática de mandos y formadores. Tras más de cuarenta años de Constitución, las carencias de los cuerpos de seguridad están en el ADN de la democracia española. Con independencia de si gobierna PP o PSOE, si está la izquierda en coalición, o si los antidisturbios dependen del gobierno autonómico.
Como además tenemos tradición de convertir cualquier problema social en un problema de orden público, la policía de la porra no da abasto. Lo reflejaba bien la televisiva Antidisturbios: los mismos agentes hinchados de testosterona van el lunes a un desahucio, el martes a la protesta por un inmigrante muerto, el miércoles a controlar a los ultras del fútbol, y el jueves cogen la maleta y se van a Cataluña para el referéndum. Y en todos los casos acaban soltando palos, es decir, resolviendo el problema a la española.
Cuando era adolescente, cuando aquel policía me pegó mi primera hostia solo por reírme, circulaba un chiste que nos hacía mucha gracia: el de los dos marcianos que llegan a la Tierra y se encuentran un tricornio, le dan vueltas sin saber qué es ni para qué sirve, hasta que uno de ellos se lo coloca en la cabeza y concluye: “No sé qué es, pero me están entrando unas ganas de darte una hostia…”. Ya vale de que nos siga haciendo gracia el chiste, pero poniéndole ahora un casco de antidisturbios, o una boina de la BRIMO de los Mossos. Ya vale de acumular batallitas, carreras memorables delante de los azules.
Policía
Modelo policial, un problema de orden público
Cultura de la Transición
Sophie Baby: “En los 70 se esperaba la guerra civil, la percepción era que habría un millón de muertos”
El discurso político generalista ha defendido el carácter incruento del paso del régimen franquista a la democracia del sistema del 78. Sin embargo, durante la Transición hubo centenares de muertos. La autora de El mito de la transición pacífica (Akal, 2018) ha realizado un estudio científico sobre la realidad y la utilidad de ese constructo.
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