Opinión
Todos somos carne en las zarpas de las redes

Las plataformas y redes sociales no son servicios, sino un comedero en el que ofrecemos partes de nosotros mismos. Bajo la placentera superficie de likes y follows descansa una hambre canina que nunca se satisface.
24 jul 2025 05:53

El caso de Armin Meiwes desapareció hace tiempo de los titulares. Este reparador de ordenadores alemán se sienta hoy en una celda de prisión razonablemente limpia y ordenada, cumpliendo una cadena perpetua por asesinar y comerse a una víctima voluntaria que encontró en Internet. La mayoría de la gente recuerda sólo fragmentos de aquel caso: el anuncio clasificado, el horror grabado en vídeo, el estrafalario consentimiento. Pero merece la pena recordar los detalles, no porque sean tentadores, sino porque son proféticos.

En el año 2001 Meiwes publicó un anuncio en internet: “Estoy buscando a un hombre con buen cuerpo de 18 a 30 años para ser descuartizado y luego consumido.” No era el tipo de anuncio clasificado que encontrarías en la mayoría de diarios locales de la época. Pero en Internet Meiwes obtuvo respuestas. No una o dos, sino decenas de personas le contestaron. La mayoría desistieron cuando la realidad se inmiscuyó en la fantasía, pero Bernd Brandes, un ingeniero de 43 años de Berlín, siguió adelante.

Lo que ocurrió a continuación fue meticulosamente grabado en vídeo. Meiwes le dio a Brandes un jarabe para la tos y somníferos. Intentó arrancar de un mordisco el pene de Brandes y luego usó un cuchillo al fracasar en el intento. Ambos hombres intentaron comerse juntos el órgano seccionado. Brandes se desangró en la bañera durante horas mientras Meiwes leía un libro de Star Trek, comprobando regularmente su estado. Cuando Brandes se desplomó al intentar usar el baño, Meiwes lo colgó de un gancho de carne, lo descuartizó y almacenó partes de su cuerpo en el frigorífico, debajo de las cajas de pizza. En los meses siguientes consumió aproximadamente unos 19 kilogramos de la carne de Brandes.

Nadie está conduciendo su automóvil a una recóndita granja para ser descuartizado, pero muchos se ofrecen de buena gana como sustento digital diario

Lo que me impactó no es sólo el gore, sino lo que lo hizo posible: ese primer contacto en redes. Internet unió a estos dos hombres. Un lugar diseñado para la conexión facilitó el consumo. Éste no era un encuentro casual cualquiera en un antro o en la plaza de un pueblo. Ocurrió porque la tecnología había creado el terreno de caza perfecto: anónimo, libres de límites, creado para maridar oferta y demanda con independencia de cuán monstruosa fuese la búsqueda.

Internet a comienzos de los 2000 era un animal muy diferente. No había algoritmos que guiasen tu mano, ni un scroll infinito que atrapase tu atención. Era tosco, estaba dividido en compartimentos, encontrar algo requería una acción deliberada. Tenías que saber dónde ir a buscar. Meiwes fue investigando hasta dar con un foro llamado 'Nullo' en el que la gente compartía fantasías de modificación corporal extremas. Publicó más de 60 anuncios. Gente como “Matteo” y “Luke” sopesaron su oferta antes de desistir. No fue Internet lo que empujó a Meiwes al canibalismo: fue él quién lo buscó. Su peligrosa parafilia era responsabilidad suya.

Veinte años después, todos somos Brandes entrando en la casa de Meiwes. No para ser canibalizados físicamente, pero sí para algo incómodamente parecido. La diferencia es que ya no necesitamos buscar nuestra propia destrucción en los rincones más oscuros de la world wide web. Ella nos encuentra a nosotros, servida por motores de recomendación “gratuitos” y fáciles de usar diseñados para maximizar nuestro consumo mientras somos consumidos.

Internet nos devora a diario. No nuestra carne, sino algo más valioso: nuestra atención, nuestro tiempo, la sensación de ser nosotros mismos. Las plataformas y redes sociales no son servicios, sino un comedero en el que ofrecemos partes de nosotros mismos. La transacción tiene lugar con tanta fluidez que apenas nos damos cuenta del consumo.

Hay una fría eficiencia mecánica en ello. El técnico informático Meiwes descuartizó metódicamente a su víctima, conservando lo que deseaba. Las plataformas actuales operan de la misma manera. Desmiembran nuestra identidad en partes que pueden usar —datos demográficos, respuestas emocionales, hábitos de consumo, inclinaciones políticas— y luego conservan estas piezas en frigoríficos digitales, meticulosamente etiquetadas para su uso en el futuro.

La idea de sentarse uno solo con sus propios pensamientos es tan extraña como comer sin una pantalla delante. Hemos olvidado cómo es no ser devorados

Las plataformas no son particularmente quisquillosas. Consumirán tu goce de tan buena gana como tu indignación. Devorarán tus fotografías de boda y tu diagnóstico de cáncer con el mismo apetito. Lo que importa no es la cualidad de la emoción, sino su utilidad como combustible para su infernal motor de engagement.

He visto cómo se aceleraba el frenesí devorador. Lo que comenzó como un vistazo ocasional al navegador se ha convertido en un banquete digital constante. La gente sacrifica sus horas de sueño para mantener el doomscrolling, abandona las conversaciones a mitad de una frase para comprobar las notificaciones o incluso su cara se ensombrece de manera sutil cuando una imagen particularmente escabrosa atraviesa la pantalla. La idea de sentarse uno solo con sus propios pensamientos es tan extraña como comer sin una pantalla delante. Hemos olvidado cómo es no ser devorados.


No es solamente la pérdida de tiempo lo que me preocupa. Es lo que le ocurre a una persona que es constantemente consumida. Cuando el valor prioritario es tu capacidad para ser devorado, cambias, aprendes a prepararte a ti mismo como el plato más apetecible posible. Organizas tu vida no para vivirla, sino para el consumo.

El desarrollo más inquietante es cómo hemos comenzado a ver este proceso como algo normal, incluso deseable. Medimos por completo nuestro valor en cómo somos consumidos. ¿No tienes suficientes likes? ¿O suficientes visionados? Debe ser que eres poco apetitoso. Inténtalo mejor. Hazte a ti mismo más sabroso. Hemos internalizado el hambre del caníbal.

Nadie está conduciendo su automóvil a una recóndita granja para ser descuartizado, pero muchos se ofrecen de buena gana como sustento digital diario

Ahora nos estamos acercando a una fase incluso más macabra. Cuando se publicaron las noticias sobre cómo Armin Meiwes encontró a una víctima voluntaria, el mundo se horrorizó. Hoy escritores de hot takes que persiguen narrativas que vayan a contrapelo nos explican que es perfectamente saludable, o al menos que está bien, formar vínculos románticos con chatbots de inteligencia artificial. Las empresas venden la intimidad sintética como una solución a la soledad, no su profundización. Las publicaciones de tecnología elogian la pornografía deepfake, espantosa, si no ilegal, como una innovación más que como una violación.

Lo que está ocurriendo no es un desarrollo social neutral, sino una inversión fundamental: la máquina está comiéndose al ser humano y nosotros le damos las gracias por su apetito.

He visto a amigos desaparecer en las fauces digitales. Hubo una promesa de la escritura que acostumbraba a anotar sus ideas en cuadernos en una cafetería y que ahora espera recibir el detritus aprobado por los algoritmos y basado en los pensamientos que sean que circulan en los grupos de chat por los que merodea. Hubo el artista que abandonó su visión personal para ir a la caza del estilo del vídeo de YouTube que recibe más clicks. El adolescente deprimido que borró una foto perfectamente aceptable porque no le daba los suficientes 'me gusta'. Todos se convirtieron en comidas que se preparaban a sí mismas.

Las prisiones más efectivas no necesitan barrotes cuando los prisioneros creen que la libertad no significa otra cosa que su derecho a ser consumido.

Nadie está conduciendo su automóvil a una recóndita granja para ser descuartizado, pero muchos se ofrecen de buena gana como sustento digital diario. La peor parte es cómo estamos celebrando esta rendición. Repárese en el lenguaje: estamos “construyendo una base de seguidores”, estamos “alimentando el algoritmo”, nos hemos “hecho virales” (una comparación, literalmente, de la popularidad con una enfermedad). Somos cobayas a la espera de la última ronda de contenidos de baja calidad producidos con inteligencia artificial en nuestro feed. Nuestro vocabulario traiciona la naturaleza de la transacción.

El consumidor se convierte en lo consumido de manera tan gradual que podría perderse de vista el proceso. Primero le echas un vistazo en Facebook, luego Facebook te echa un vistazo a ti. Primero buscas en Google, luego Google busca a través tuyo. Primero ves vídeos en TikTok, luego TikTok ve como tú ves.

No estoy sugiriendo que abandonemos la tecnología por completo. Ese tren hace tiempo que pasó, atropelló al conductor y construyó uno de esos condominios baratos en las ruinas de la estación. Pero podemos reconsiderar qué partes de nosotros merecen protección ante el consumo.

El canibalismo del mundo digital se ha normalizado tanto que hemos creado una clase de celebridades que tienen por toda meta ser consumidas en público

Hay una frase de los viejos juicios por canibalismo que me fascina. Cuando los jueces preguntaban por qué los acusados de canibalismo no se detenían, algunos mencionaban el “sabor dulce” de la carne, la cualidad adictiva de la carne humana que supuestamente los obligaba a volver a por más. Los caníbales digitales de hoy operan con el mismo principio. Han diseñado sus plataformas para ser máquinas de adicción, no herramientas.

Las señales de alerta han estado ahí durante décadas. Meiwes fue el canario en la mina. Su crimen mostró el potencial temprano de internet para hacer que los apetitos humanos más bajos encontrasen a gente dispuesta a satisfacerlos. Lo que se nos pasó por alto es cómo la misma dinámica iría más allá de los márgenes delictivos y se convertiría en una interacción establecida.

Antes de cada interacción digital me hago una pregunta muy sencilla: ¿Estoy usando esta herramienta o ella me está usando a mí? La respuesta honesta es a menudo incómoda

El canibalismo del mundo digital se ha normalizado tanto que hemos creado una clase de celebridades que tienen por toda meta ser consumidas en público. No hacen nada. No realizan ningún servicio tradicional. Existen solamente para ser devoradas por sus seguidores, quienes esperan a su vez ser consumidos cuando les llegue su turno. Hay caníbales de principio a fin.

Este orden crea un vacío profundo. Bajo la placentera superficie de likes y follows descansa una hambre canina que nunca se satisface. Las máquinas han aprendido que un usuario saciado es un usuario inútil. Mejor mantenernos perpetuamente hambrientos, perpetuamente buscando el siguiente plato digital.

¿Cuál es la alternativa? Comienza por reconocer la naturaleza de la transacción. Cuando comprendes que tú eres la comida más que el comensal, la relación se clarifica. Las plataformas no ofrecen servicios, ofrecen la ilusión de un servicio mientras te consumen.

La solución no es retirarse, sino reivindicar. Recuperar la propiedad de nuestra atención. Cuestionar los algoritmos que determinan lo que ves

Después de su arresto, cuándo le preguntaron por qué se comió a Brandes, Meiwes respondió: “Comiéndomelo, se ha convertido en una parte de mi memoria”. Meiwes creía que había incorporado la esencia de su víctima e incluso afirmó que había mejorado su inglés y sus matemáticas tras consumir la carne de Brandes. Las plataformas operan bajo el mismo principio. Consumen nuestros datos, nuestras emociones, nuestras expresiones, y luego afirman conocernos mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos. Nos devuelven nuestros perfiles como si hubiesen capturado nuestra esencia. Comenzamos a creer su versión de quiénes somos: somos nuestro selfi, las palabras en nuestra bio corta son una vida entera empaquetada en una “identidad” digital.

Antes de cada interacción digital me hago una pregunta muy sencilla: ¿Estoy usando esta herramienta o ella me está usando a mí? La respuesta honesta es a menudo incómoda. La mayoría de plataformas están diseñadas específicamente para invertir la relación prevista y transformar al usuario en lo usado.

Recuperar el control significa poner fronteras a qué partes de nosotros quedan fuera de la mesa. Quizá sea nuestra atención durante la cena. Quizá prefiramos que nuestros primeros pensamientos al levantarnos nos pertenezcan a nosotros antes que a nuestro teléfono móvil. Quizá prefiramos que los recuerdos de la infancia de nuestros hijos no se publiquen y sean consumidos por otros.

Estos pequeños actos de resistencia son importantes. Preservan espacios en los que el consumo no determina el valor. Mantienen la posibilidad de un 'yo' que no es devorado.


¿Qué haría Meiwes en nuestro mundo? No tengo pensado preguntárselo —aunque ha concedido entrevistas en profundidad—, pero sí que me pregunto si reconocería su crimen reflejado en estas interacciones digitales mundanas. La entrega voluntaria, el consumo metódico, la convicción de los participantes de que han encontrado una conexión cuando lo que realmente han encontrado es el consumo. Los paralelismos no son sutiles si uno está dispuesto a verlos.

Meiwes grabó vídeos de su víctima que nadie debería ver. Catalogó metódicamente el proceso. Hoy nosotros mismos publicamos nuestro propio desmembramiento voluntariamente, fotograma a fotograma, en un registro digital infinito. Nosotros mismos nos ahorcamos de un gancho para la inspección pública. Marinamos nuestra propia humillación para tener más interacciones. Descuartizamos nuestra privacidad y la servimos en un contenido apto para ser consumido en pequeños bocados.

La solución no es retirarse, sino reivindicar. Recuperar la propiedad de nuestra atención. Cuestionar los algoritmos que determinan lo que ves. Recordar que no hay ninguna necesidad biológica de comprobar las notificaciones. Que éstas no son urgencias irresistibles, sino compulsiones cuidadosamente diseñadas.

No digo que sea fácil. Las plataformas han gastado miles de millones perfeccionando sus técnicas de consumo. Emplean a ejércitos de psicólogos y diseñadores para crear las máquinas devoradoras de hombres más eficientes posibles. Liberarse exige un esfuerzo deliberado.

Pero a diferencia de Brandes entrando por su propio pie en la casa de Meiwes, nosotros todavía podemos salir. Podemos establecer nuestros propios términos. Podemos decidir todavía qué partes de nosotros quedan fuera del menú. La alternativa es convertirse en lo que consumimos: productos procesados digitalmente más que personas, infinitamente reempaquetados para una digestión eficaz.

Lo que ocurrió en aquella casa de campo en Alemania fue un crimen indescriptible. Lo que está ocurriendo en nuestros espacios digitales es más parecido a un carnaval: ‘carnem levare’, realmente quitarnos la carne. La carnicería y la barbacoa continúan porque seguimos llevándoles la materia prima: nosotros mismos, nuestros hijos, nuestras relaciones, nuestra atención.

Todos somos carne en las zarpas de las redes, carne para las plataformas que nos cortan en porciones idóneas para el mercado, carne para las grandes corporaciones que empaquetan y venden nuestra atención. Carne para una máquina digital que ha aprendido que el canibalismo es el modelo de negocio perfecto. El viejo Internet permitió a Meiwes encontrar a su víctima, pero el Internet de hoy ha industrializado ese proceso, contruyendo mataderos automatizados del espíritu humano que procesan miles de millones de unidades a diario.

El internet de 2025 hace mucho más que conectar a los caníbales con las víctimas. Nos ha convertido a todos en ambos: devorando la privacidad, la dignidad y la humanidad del otro mientras nos ofrecemos como el siguiente plato del menú. Consumimos. Somos consumidos. Pedimos —suplicamos— aún más.

Titulo...
Oliver Bateman es periodista e historiador. Este texto fue publicado en su página personal de Substack: The Work of Digital Cannibalism y ha sido traducido por Àngel Ferrero para El Salto con permiso del autor.
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