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Pista de aterrizaje
Fátima Djarra Sani: “No debemos juzgar a nuestras madres y abuelas”
Nació en 1968 en la Guinea Portuguesa que Amílcar Cabral y su partido liberaron en 1974 para convertir en Guinea-Bisáu. Ha vivido 31 años en África, seis en América y 15 en Europa. Habla mandinga, fula, papel, criollo, portugués, francés y español. Dedica su vida a la prevención de las violencias contra las mujeres.
Nació en 1968 en la Guinea Portuguesa que Amílcar Cabral y su partido liberaron en 1974 para convertir en Guinea-Bisáu. Aprendió a leer y escribir en casa de una vecina y con la oposición de su padre, que murió cuando era una niña. Posteriormente estuvo en un internado, financiado por los países que habían apoyado la independencia de la colonia. Estudió ingeniería civil en Cuba con una beca del Gobierno. Ha vivido 31 años en África, seis en América y 15 en Europa. Habla mandinga, fula, papel, criollo, portugués, francés y español. Le gustan la música tradicional, el fado y Salif Keita. Dedica su vida a la prevención de las violencias contra las mujeres.
¿Cómo fue tu niñez?
Éramos un familia humilde, muy pobre, pero nos llegaba para comer. Mi tío pescador y mi tío camionero nos ayudaron. Soy la mayor, por lo que a los siete años ya cocinaba, limpiaba, iba a por agua y me ocupaba de mis cuatro hermanas pequeñas y de mi hermano. Siempre me ha gustado cuidar de otras personas y no depender de ningún hombre. Aprendí a leer gracias a mi carácter y, desde muy pequeña, levanté la voz cuando veía algo injusto.
Jugaste a fútbol en la adolescencia.
Empecé en un campeonato de los barrios de la capital y pasé por distintos equipos. Mi madre se enteró cuando el entrenador le pidió un permiso especial para jugar contra Senegal.
¿Eras buena?
Era mediocentro. No se me daba mal, tenía carácter en el campo.
Aquello acabó cuando te fuiste a estudiar la carrera a Cuba.
Sí, aunque allí jugué varios campeonatos. Pero lo más importante es que a Cuba le debo entender quién era yo.
¿Por qué?
Porque venía de un país de miseria y analfabetismo. Mi propia familia rechazaba mis ideas. Y allí vi que hombres y mujeres iban juntos a la escuela, a la zafra, a trabajar. Vi la igualdad. Y que mi voluntad de no ser menos que ningún hombre, tenía un sentido. Ahora, con el paso del tiempo y después de muchos años viviendo en Europa, voy, poco a poco, reencontrándome con África.
¿El pasado siempre vuelve?
Europa me ha dado mucho. Mi hijo es todo un pamplonica, pero creo que la sociedad occidental está enferma de individualismo. El final de la vida de mi madre me ayudó a visualizarlo. Le diagnosticaron un cáncer y, en cuanto pudimos, nos la trajimos a Bilbao. Pero, después del tratamiento, volvió a su tierra y, cuando finalmente murió, las distintas partes de su extensa familia conseguimos ponernos de acuerdo para despedirla.
¿Cómo fue?
Creo que lo logramos porque prevaleció el sentimiento de comunidad, algo que me cuesta más encontrar en Europa. Mi madre pertenecía a una etnia animista, aunque se casó con un musulmán que tenía una parte de parientes católicos. Tuvimos que hablar mucho para ponernos de acuerdo. Primero hicimos la ceremonia musulmana. Después los animistas hicieron su ritual y, por último, los católicos celebraron una misa de funeral de cuerpo presente.
Pero esa misma comunidad alienta o consiente el maltrato a las mujeres.
Sí, incluso va a la guerra.
¿Qué guerra?
Los once meses de la horrible guerra civil de 1998 en la que pasamos tanto miedo y en la que murieron miles de personas. Pero esa realidad esta cambiando. Cuando yo trabajé como técnica en la construcción en Guinea era la única, y ya empieza a haber mujeres en los sectores masculinos.
¿Y con respecto a la educación sexual?
Ahora hay leyes contra la ablación en muchos países y, poco a poco, cada vez hay más mujeres empoderadas en África que se rebelan ante la violencia contra sus cuerpos. Pertenezco a organizaciones que llevan años con campañas de información y de sensibilización aquí, con mujeres y hombres migrantes y, también, en Guinea.
Parece una tarea complicada.
No es fácil discutir con gente a la que quieres, que muchas veces son mujeres, y poniendo en cuestión tradiciones que se remontan a generaciones anteriores. No debemos juzgar a nuestras madres, tías y abuelas. Tampoco es sencillo repartir condones o informar sobre la copa menstrual en Bisáu. Aunque hay mucho desconocimiento, el deseo de ser libre suele imponerse.