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Fotograma de 'La casa lobo' (Cristóbal León y Joaquín Cociña, 2018)

Literatura
El estilo y la autonomIA

En ‘Los campos electromagnéticos’, Jorge Carrión experimenta con los límites de lo humano dando voz a dos inteligencias artificiales. ¿Cuánto de IA tendrá el arte del futuro?
23 may 2023 09:45

En la película chilena de animación La casa lobo (Cristóbal León y Joaquín Cociña, 2018), una niña perseguida corre a refugiarse en una casa del bosque, pero su escondite no será exactamente lo que espera. La premisa, compartida por una extensa tradición de cuentos infantiles, es sin embargo narrada a partir de un extrañamiento radical. Lo que percibimos de la experiencia de la niña en la casa es un devenir molecular y matérico, un monstruo de pintura, madera, tejidos, papel, plástico y engrudo que se congrega y se desbanda fotograma a fotograma en las vacilaciones del stop motion.

La clave de esta decisión al mismo tiempo plástica y narrativa reside en el punto 6 del decálogo que León y Cociña diseñaron para fundamentar su creación: “La película trata de ser normal”. Que los autores doten de autonomía a la propia película es el gran hallazgo formal de un filme en el que la localización (la casa) es el monstruo (el lobo) y el monstruo es el relato. Esta autonomía, este narrar otro, no es sin consecuencias. Si los mitos tradicionales intentan una interpretación imaginaria del desborde de lo Real (asunto incognoscible y oscuro del trauma, naturaleza impredecible, horror cósmico), en La casa lobo sucede el movimiento contrario: es lo Real lo que trata de interpretar las recurrencias de lo imaginario. Es el lobo, la casa, la película.

No debe extrañar que esta decisión tan fuertemente atada a lo material rinda similitudes visuales con las ficciones creadas por inteligencias artificiales. A fin de cuentas, también en ellas se trata de un Real simulado que tiene su propia interpretación de un mundo de imágenes y palabras. Lo que cambia respecto a la ficción de los cineastas chilenos es que estos inventan el proceso de invención, mientras que la IA es dueña autónoma de ese proceso. En el primer caso, el ser humano está en cada dimensión de lo plástico-narrativo; en el segundo, solo en sus premisas.

Hoy el eje del debate es la definición del lugar de la IA en la creación: si el resultado es creado por o creado con IA. Si los modelos predictivos de lenguaje son sujeto o medio de la expresión. La respuesta no parece clara. ¿Qué habría pasado si León y Cociña hubieran propuesto su decálogo a una IA? Probablemente La casa lobo sería hoy muy diferente; quizá incluso no sería. Quienes defienden la condición de medio de la IA parecen olvidar que la manifestación artística o ensayística es más, mucho más, que una mera traducción automática de intenciones. Por otro lado, quienes contemplan la IA como usurpadora de funciones ontológicamente humanas y destructora de la imaginación suelen silenciar lo mucho que la expresión contemporánea, y con ella la inspiración, debe a las prácticas de la escritura automática, a los procesos generativos, a la reproducción y otras formas de fianza de lo artístico a lo “no humano”.

Jorge Carrión toma partido en este debate con su libro Los campos electromagnéticos (Caja Negra, 2023). En esta suerte de actualización espiritual de Los campos magnéticos de Breton y Soupault (1920), Carrión extrema el carácter performativo de una forma u otra implícito en sus propuestas: ya no solo como aquel Museo del Siglo XXI de su novela Membrana, que trataba desde la palabra el asunto de una realidad siempre actualizable, o como el andamiaje de su libro-catálogo Todos los museos son novelas de ciencia ficción, donde el camino (la exposición de arte del mismo título) precedía a la palabra; sino, en colaboración con Taller Estampa, a partir del rendimiento efectivo de las inteligencias artificiales GPT-2 y GPT-3. Con la primera, prueba una dinámica de preguntas y respuestas que modifica la de Breton y Soupault. Con la segunda, la elaboración híbrida de todo un ensayo que refleja desde lo insondable de la máquina el texto con que el autor inicia la obra, una introducción sobre la historia de la escritura y el automatismo. En un sentido inverso al que sería propio de una producción filológica, en Los campos electromagnéticos el contexto es el pretexto del metatexto. Carrión hace que nos preguntemos con él qué hay antes del camino.

El gesto de estos 'cadáveres exquisitos', si bien apropiadamente surrealista, introduce una dimensión tan nueva como la propia tecnología que la hace posible

“Un artista no debe ser leído por nadie”, declara GPT-2 después de haber citado fragmentos de un Manifiesto Surrealista que nunca existió. El gesto de estos cadáveres exquisitos, si bien apropiadamente surrealista, introduce una dimensión tan nueva como la propia tecnología que la hace posible. De modo que, en efecto, es surrealismo, pero no solo. La búsqueda de esa trascendencia en el cut-up, el encuentro de la verdad en lo irracional, formó parte de la experimentación filosófica y artística que entre mediados y finales de la década de los 60 acudió a los principios de la cibernética para probar estéticas de la utopía. En aquel entonces, Derrida defendió que la escritura no era una simple traducción de la palabra hablada, sino más bien lo contrario: había algo previo a la palabra, la posibilidad misma de la inscripción (el “grama”), que la inspiraba. Lacan, por su parte, en un añadido a su clásico seminario sobre La carta robada de Poe, elaboró una compleja demostración de las recurrencias del significante consigo mismo; y añadió a su hallazgo una rarísima advertencia que lo libraba por fin del yugo estructuralista, tan limitado al lenguaje: que aquellas recurrencias iban mucho más allá de la estructura psíquica. Que estaban no solo antes de las palabras, sino también de las cosas.

Uno de los momentos más brillantes del ensayo introductorio de Los campos electromagnéticos tiene mucho que ver con esta idea. Carrión, consciente del antropocentrismo al que suelen aspirar los usos industriales de la tecnología, propone imaginar “una inteligencia otra”, más parecida al pensamiento de los ecosistemas que al humano. A fin de cuentas, en lo que concierne a la representación, no está claro que las inteligencias artificiales puedan aportarnos algo distinto a remezclas de lo ya existente, que solo acarician algo parecido a la verdadera creación cuando fallan. Es precisamente el más primitivo GPT-2, con sus glitches y repeticiones en abismo, con sus tropiezos lógicos y sus delirios espontáneos, el que ofrece textos más interesantes en lo literario y hasta en lo filosófico; igual que el algoritmo GAN de la página This person does not exist, incapaz de interpretar los rostros parciales y que produce debido a ello una galería de monstruos baconianos.

Sin duda, no se trata ya del viejo surrealismo de entreguerras. Este hacía del inconsciente su campo de operaciones, pero el suyo era todavía un inconsciente humano, con su complejo de Edipo, su Pater Aeternus, su Mater Amantissima, su hijo esclavo de la Ley. Incluso en las versiones más experimentales, en las que intervenían velocidades incompatibles con el pensamiento racional (el caso de Los campos magnéticos de Breton y Soupault) o collages creados en cadena por círculos de autores, no se abandonaba propiamente lo humano. Hasta cierto punto, eran psicoanalizables. Pero la máquina algorítmica ya no se debe a aquellos límites: encuentra patrones en miles de millones de datos, los organiza y ofrece resultados que interpreta estadísticamente probables. Si hay aquí un inconsciente implicado, no tiene nada que ver con lo humano, o al menos no necesariamente.

Cabe preguntarse qué entendemos por improbable en un lenguaje articulado. ¿Es el hecho de que la máquina exprese, o aquello mismo que expresa?

Claro que hay sesgos, no podría no haberlos. Y claro que estos promueven y profundizan las diferencias de clase, como ha demostrado Virginia Eubanks en La automatización de la desigualdad (Capitán Swing, 2021). Pero la máquina es un ser estadístico, sin pulsión. Si las asociaciones libres del psicoanálisis contaban con el punto de fuga del fantasma padre-madre, la IA se hace su fantasma con el océano de imágenes y palabras de los datasets. Es lo que lleva a un bot suelto en Twitter a convertirse en un fascista y al neoliberal ChatGPT, inquirido sobre cómo alcanzar una sociedad utópica, a desarrollar un listado de medidas destinadas a la inversión pública, la eliminación de la explotación y el fomento de la solidaridad y el igualitarismo.

Ahora bien: Vilém Flusser encontraba lo específico de la imagen técnica en su capacidad para hacer altamente probable lo altamente improbable. Según el pensador checo-brasileño, lo que hace una cámara fotográfica es producir con un solo clic una imagen cuya materialización, en condiciones naturales, requeriría millones de años y una suerte que rozaría lo imposible; en la cámara oscura, la probabilidad de que el clic cumpla su función tiende al cien por cien. En cuanto a la IA, la cosa se complica, porque cabe preguntarse qué entendemos por improbable en un lenguaje articulado. ¿Es el hecho de que la máquina exprese, o aquello mismo que expresa?

Lo cierto es que las versiones más avanzadas de GPT se encaminan a reforzar lo probable en el segundo caso. Tal es la reacción de un sistema que busca su permanencia: la aspiración a la ausencia de error, la burocratización de sus procesos, la observación, la vigilancia. Nótese el caso del cine, donde el cuello de botella de un modelo único, causal y mimético, se ha impuesto históricamente a la diversidad de las vanguardias y los nuevos cines a fuerza de educar a las audiencias en la satisfacción inmediata, me gusta/no me gusta. Lo que se enseña hoy en la mayor parte de manuales, facultades y escuelas de cine es, de hecho, una versión trágicamente reducida (altamente probable) de las posibilidades del medio. La legitimada por la industria, la que puede venderse a Netflix, la que “tiene futuro”.

El problema es que, en un lenguaje articulado, el error, la excepción, es precisamente el principio de la creatividad. La forma en que el arte es posible, el vacío que aterra a las industrias culturales. Todo parece apuntar a que esa puerta se está cerrando en estos momentos, al menos en lo que respecta a GPT. Los campos electromagnéticos llegó a tiempo para proponer, como proponía Membrana desde el pesimismo, la forma de una fuga no sometida a la atracción al centro, el vestigio de una posibilidad revolucionaria. Aperturas del futuro. Tanto Theodor Adorno como Herbert Marcuse hablaban en esos términos cuando teorizaban sobre la autonomía del arte: solo un arte que no está al servicio de un programa dogmático (el del marxismo ortodoxo o el del capitalismo) podía garantizar un cuestionamiento de la teoría, una realidad de la praxis.

¿Importa menos la interpretación humana cuando el trabajo no está 'destinado' a ella, cuando este, literalmente, 'se hace solo'?

Pareciera que con la IA vivimos algo así como una literalización de esa autonomía. Si en el pasado se entendió el arte primero como imposición de la intención del artista y después como diálogo con esta, si desde el psicoanálisis y las vanguardias aquella intención dejó de ser para tanto y la interpretación del espectador avanzó posiciones, ahora la interpretación pasa a ser cosa del proceso en sí. Qué límites, qué potencias producen ciertas elecciones de la máquina y no otras. La máquina es ya autor, obra, espectador: el propio Carrión lo anticipaba en Membrana. De nuevo lo Real, que se basta a sí mismo, tratando de componer su versión de nuestros imaginarios. ¿Importa menos la interpretación humana cuando el trabajo no está destinado a ella, cuando este, literalmente, se hace solo? Llama la atención que fueran los filmensayistas y situacionistas de los años 60 y 70, inspirados en Hegel, quienes entendieran el cine como el movimiento de un pensamiento inhumano, exótico, autónomo; y que hoy, en un mundo de inteligencias artificiales, apenas sepamos ver estas de la misma forma.

Por otra parte, esta autonomía coincide con una nueva fase, sumamente extraña, en el proceso de fetichización de la realidad: la simulación que ya funciona por sí misma en los deepfakes, en la propaganda, en los filtros fotográficos, en la indistinción de cualquier verdad en cualquier imagen. No parece casualidad que la pregunta por el estilo vuelva con fuerza en los últimos años, desde El sentido del estilo de Steven Pinker (Capitán Swing, 2014) hasta La escritura a la intemperie de Vicente Luis Mora (Universidad de León, 2021). A fin de cuentas, el estilo es la forma en que se precisa un reconocimiento. Mora, que de hecho ha publicado recientemente una interesante aportación al debate sobre literatura e IA, sostiene en su libro que el siglo XXI se encamina a un momento estético de aceptación del error, como en el XIX sucedió con la aceptación de lo monstruoso. ¿Un síntoma de lo humano que ve amenazados su existencia y su sentido (ambos la misma cosa, en realidad)?

Ya sea desde la alianza o desde el desafío, parece que no quede otra que perder autonomía cuando las máquinas la ganan para sí. Pero arriesguemos una tercera vía: una versión irónica de lo que Carrión apunta en el epílogo de Los campos electromagnéticos al mostrarnos la “historia tecnológica” del texto generado por IA. Si los prompts (órdenes con que se detalla a la máquina lo que se desea de ella) son el puro sujeto humano ejerciendo su deseo mediante la palabra, si son, literalmente, la forma en que se precisa un reconocimiento, quizá estemos sin saberlo ante un nuevo género de relato híbrido. A fin de cuentas, con ellos se trata de contar para que las máquinas imaginen. Queda por aclarar si el reciente modelo AutoGPT, concebido para minimizar los prompts (es decir, para dar más autonomía a la máquina), lleva consigo la pérdida de otro espacio de resistencia. Uno que, llegado el caso, no se habría siquiera empezado a comprender.

Sobre o blog
Juan J. Vargas es doctor en Comunicación y profesor e investigador de cibercultura y nuevos medios. Kaep K. Weshet es su criptónimo y su versión del otro lado. O quizá sea al revés. ¿Cuál es la versión y cuál el original? ¿Hay realmente un antes?

Qwertynomia trata sobre el intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.

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