Personas refugiadas
“Creo en el poder de los bailes cantados”

Esta navarra reciente vino al mundo en 1976 en un pueblecito del Caribe colombiano. Primogénita en una familia de pequeños comerciantes que vendía repuestos para motos, carros y camiones, la guerra civil les convirtió en desplazados internos. Zarys Falcón Pérez estudió psicología, artes escénicas y música superior. Enseñó lenguaje corporal a niños, teatro y canto a jóvenes, y a empoderarse a mujeres campesinas.

Zarys Falcón Pérez
Zarys Falcón Pérez, cantante de bullerengue sentao. Ione Arzoz
19 jun 2020 08:00

Esta navarra reciente vino al mundo en 1976 en un pueblecito del Caribe colombiano. En aquella tierra de cimarrones, entre tabaco, yuca, guanábanas y aguacates enormes, el tiempo pasa de otra manera. Primogénita en una familia de pequeños comerciantes que vendía repuestos para motos, carros y camiones, la guerra civil les convirtió en desplazados internos. Zarys Falcón Pérez estudió psicología, artes escénicas y música superior. Enseñó lenguaje corporal a niños, teatro y canto a jóvenes, y a empoderarse a mujeres campesinas. Trabajó con 70 caballos en un circo. Ha actuado por Europa con el bullerengue sentao. Tuvo un papel destacado en el cierre del último 8M en Pamplona.

¿Artista vocacional?
Cuando estaba en el vientre de mi madre hubo una epidemia de varicela. La junta de médicos se reunió con las doce mujeres embarazadas, les recomendó abortar, y solo dos siguieron adelante. Nací bien, pero como tenía miedo de que me quedara sorda, metió una radio en la cuna y oí música de cerca durante años.

No suena mal.
Yo nací en Macondo y solo tenía miedo a que las brujas bajaran de las montañas. Recuerdo las bateas repletas de sábanas de las lavanderas camino del río, las canciones de Lucho Bermúdez, a mi padre desmontando el motor de la lavadora para armar un trineo de Papá Noel, los conciertos de las papayeras, los pasteles de arroz, bajar de las colinas en bicicleta... hasta que un día todo terminó.

¿Cómo fue?
Tenía diez años. Un día entraron militares a la tienda. Mi padre no paraba de sacar rollos de plástico negro. “¿Para qué quieren tanto?”, le pregunté, él me miró severamente y me echó de allí. Se los llevaron todos. Horas más tarde empezaron a sonar sirenas, se oían helicópteros. De pronto, un camión se detuvo en el control militar que había delante de casa. Eché una ojeada a la parte trasera y vi que la carga estaba tapada con el plástico negro. Me fijé en una de las esquinas y vi una mano. Ahí se acabó mi infancia feliz.

La vida sigue.
Sí. Me fui a Medellín, a la universidad. Tuve una formación variada. Fui soprano lírica. Daba clases aquí y allá, hacía teatro, cantaba en óperas contemporáneas, actué en una telenovela sobre cantaoras, tenía un grupo de versiones... pero tuve que dejarlo todo y volver con la familia.

¿Por qué?
La guerra se recrudeció, llegaron los paramilitares al pueblo. Empezaron a aparecer amigos de la infancia descuartizados en bolsas. Se instaló la “malanoche”, el toque de queda. Todo se vino abajo y nos arruinamos. Mi madre no podía dormir, enfermó y murió. Huimos de allí, con mis hermanos y mi padre.

¿A dónde?
A Cartagena de Indias. Pasamos hambre, murió mi padre. Monté una pequeña pizzería. Gané dos becas para cursar estudios en Bélgica e Italia, pero me denegaron la entrada en Europa por razones económicas. Estaba perdiendo la ilusión pero logré una estancia del British Council. Pasé de un mundo miserable y horrible a tener de vecino a David Beckham. Luego llegó el Goethe Institute, hice giras por Alemania y Francia, actué en el Pompidou. Aquello lo cambió todo.

¿Cómo?
Entendí que mis raíces, la cumbiamba y el fandango, el tambor y los cantos, conectaban con otras culturas. Ahora creo en el poder de los bailes cantados, sobre todo el bullerengue sentao, ese blues del Caribe con escalas menores y modales. Empecé a conceptualizarlo como una herramienta terapéutica y como discurso de resistencia de las mujeres afrocaribes en el contexto de la guerra. Encontré el poder de esa música que transforma el dolor en alegría, las “penas alegres”, un ariete contra la oscuridad.

¿Y después?
Volví. Estuve ayudando a comunidades con víctimas del conflicto armado. Íbamos a apagar aquel inmenso fuego social con nuestras narices de payasas: víctimas y victimarios juntas, niños de doce años que habían matado personas. Enseguida conectamos con las mujeres.

“Yo nací en Macondo y sólo tenía miedo a que las brujas bajaran de las montañas”

¿Y qué pinta Pamplona en todo esto?
En algún momento un buen amigo me organizó una docena de conciertos por aquí, vine, y a empezar de cero otra vez.

¿Qué tal la adaptación?
Estoy construyendo mis redes de afectos. He sufrido varias agresiones racistas pero también he encontrado mi hueco. Participo en la Red de mujeres racializadas de Euskal Herria y en Iruñea Ciudad de Acogida, sobre todo con otras mujeres migrantes. El pasado 8M hicimos una performance con una danza que terminaba en una gran abrazo. El feminismo blanco académico no es lo mío, yo me dedico al feminismo coral.

¿Qué es eso?
¿Cómo volver a tejer lo social, como volver a crear afectos, cómo romper barreras cuando una experiencia lo ha destruido todo? Colectivamente, y mezclando la palabra, el canto y el cuerpo.

Parece una receta...
Es un lenguaje, alejado del acto irreflexivo, irracional y sexuado, que permite expresar el discurso feminista con el cuerpo. En el, lo importante no es cómo te mueves sino lo que te mueve.

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