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Medio rural
Mabel Cañada: "Lakabe es una escuela de activistas"
Mabel Cañada Zorrilla (Bilbao, 1952), segunda de cinco hermanas y dos hermanos, vive en el pueblo ocupado de Lakabe, Navarra, desde que en 1980 un grupo de antimilitaristas decidiera tomar las riendas de su destino.
Mabel Cañada Zorrilla nació en el bilbaíno barrio de Santutxu en 1952, cuando todavía estaba alejado del centro. Es hija de Ángel, cristalero burgalés que recorrió mundo ejerciendo el oficio, y de Isabel, balmasedana que tuvo que abandonar los estudios de enfermería para cuidar a su padre. Segunda de cinco hermanas y dos hermanos, vive en el pueblo ocupado de Lakabe, Navarra, desde que en 1980 un grupo de antimilitaristas decidiera tomar las riendas de su destino.
Procedes de estirpe artesana...
Mi abuelo paterno montó el negocio familiar y mi aita estuvo fabricando y colocando vidrieras en catedrales e iglesias desde los catorce años. Siempre a vueltas con los cristales, con sus burbujas y con sus matices. De él aprendí la importancia del rigor, algo decisivo en cualquier oficio y también en la vida. Puedes ser extravagante, incluso, si eres rigurosa.
¿La tercera generación abandonó el oficio?
Recuerdo de mi infancia las mañanas de los domingos. Horas y horas, casi sin desayunar, donde nos poníamos a pintar y todo acababa en un derroche de color. Ahora tengo un hermano escultor y una hermana pintora.
¿El mundo rural es también un caleidoscopio?
Nosotras éramos jóvenes que vivíamos en distintas ciudades y que hacíamos campañas contra las centrales nucleares, los juguetes bélicos y la tortura. Habíamos tomado la decisión de construir una alternativa y tuvimos una primera asamblea en Usoz, en pleno valle del río Irati, en una zona ahora inundada por el pantano de Itoitz. Era uno de esos otoños templados, llenos de verdes, ocres y marrones. Lanzamos una convocatoria —recuerdo que nos comunicábamos por carta; la mayoría de la gente ni siquiera tenía teléfono fijo— para empezar la aventura en marzo del año siguiente en Lakabe y coincidió que una semana antes cayó una nevada. Por decirlo suave, casi nadie de las 14 personas que acudieron a la cita estaba acostumbrada al barro y al frío helador que puede hacer en el Prepirineo por esas fechas.
Comienzos difíciles...
No fuimos mal recibidos. De hecho, durante muchos años nadie se preocupó de nosotros. La Guardia Civil venía una vez al año a comprobar si seguíamos allí y a pedirnos los carnés de identidad: conseguían algunos, pero no todos.
¿Qué fue lo más difícil?
Cuando vives en un entorno urbano tienes una representación idealizada del campo. Y cuando llegas, te mueves entre ir entendiendo que vas a fracasar en tu intento por someter a la naturaleza y encajar tu imaginario naíf e ingenuo con lo que tienes delante, que es hermoso y áspero al mismo tiempo. Estuvimos mucho tiempo cortando la leña con hacha y acarreándola con animales de tiro. Ahora también usamos la motosierra y el tractor.
Entonces, ¿qué queda de vuestro cliché hippie?
Indudablemente irse a vivir al campo tiene mucho de querer observar, de buscar las pausas, de disfrutar del silencio... de intentar entender cómo haces para engañarte a ti misma, con todas las mentiras que te cuentas, para ser quien no eres. Todo eso cae de manera bestial cuando te incorporas a una dinámica de grupo.
¿Por qué?
Porque el grupo tiene una cualidad y es que es muy exigente. En el primer año le va a encantar tu personaje. En el segundo te seguirá aceptando pero necesitará cosas nuevas de ti. Y en el tercero, o te muestras tal cual eres o la comunidad no te aceptará, porque necesita saber quién eres y si eres capaz de sostener el proyecto. Y la inercia no tiene ningún sentido porque no funciona.
No parece sencillo.
Es que no lo es. Hay que combinar la comunidad con las personas. Y la toma de decisiones en un grupo es compleja porque el sistema tiene que permitir que todas las personas puedan nombrar su pequeña o gran verdad —o colocar sus sueños— porque, si no, tarde o temprano, consciente o inconscientemente, van a boicotear la decisión.
¿Y cómo se consigue?
Por Lakabe han pasado cientos de personas. Pero para vivir en Lakabe hay que tomar la decisión de querer hacerlo. Ni siquiera vale con haber nacido allí porque es un sitio muy exigente, con sus compromisos, su manera de estar y donde, quieras que no, el grupo pisa fuerte. A quienes nos hemos ido quedando, nos asusta cada vez que alguien se va pero, en el fondo, es normal. Muchas veces llegan personas desorientadas, en periodos de crisis o maltratadas por la vida; se empoderan, y eso les lleva a plantearse otros desafíos en otros lugares y con otras gentes.
¿Como si fuera una etapa de formación?
Sí. En el fondo, Lakabe es una escuela de activistas.
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Gracias por este articulo. Me ha llegado muy dentro. Me gustaria saber si se puede visitar, probar ese pan..