Opinión
Duelo a garrotazos

Una radical puesta en cuestión de los cómodos mitos, medias verdades y mentiras que alimentan el enfrentamiento entre lo rural y lo urbano, mientras desatendemos las contradicciones que genera la “religión del Mercado”.
Cerdo Austrian National Library
Fotografía: Austrian National Library.

Ingeniera Técnica Forestal

21 dic 2022 07:00

A mi padre lo fabricaron en las fiestas de un pueblo alcarreño, en 1920. Mi abuelo Emilio, al enterarse del premio, se casó con mi abuela y se la llevó a Madrid, donde él había emigrado. Agrupación familiar forzosa de dos desconocidos. Ella, más sola que la una y con un recién nacido que no paraba de llorar, no se apañaba. Así que Emilio la devolvió al pueblo y dejó el niño al cuidado de la abuela (su madre), a la que de vez en cuando la otra abuela se lo robaba.

Y así empezó la vida de Pablo Pérez García, entre llantos y peleas por su custodia. A los 3 años, un juez dijo que para el padre, y lo trajeron a Madrid con su pequeña boina y su gran empeño en dejársela puesta hasta para dormir.

A los 7 u 8 años empezó a pasar el verano en el pueblo con los tíos, y los otros chavales le llamaban señorito por venir de Madrid. Señorito, ajá. Su padre trabajaba en los talleres del metro hasta que, tras participar en una huelga, le echaron y se puso de repartidor. De rider pero con carretilla, llevando paquetes de una punta a otra de Madrid.

Con 14 años, Pablo empezó a trabajar en una zapatería y con 17 lo mandó el Gobierno de la República al frente de Castellón, de misión especial a coger piojos, correr con alpargatas entre aliagas y comer rancho y algarrobas de algún pesebre.

Cuando ganó el complejo empresarial del tío Paco, tocó vuelta clandestina en tren a Madrid, a la zapatería (a ver si seguía ahí) y a ayudar a su padre a hacer astillas de las trincheras de ciudad universitaria. Economía circular.

Las pocas veces que volvió al pueblo durante la posguerra siguió siendo para ellos el niño bien. Mientras tanto, en Madrid, una ciudad levantada por emigrantes rurales, paradójicamente se ridiculizaba al paleto en la realidad y en la ficción. 

A ver cuándo los del penúltimo escalón nos reconocemos entre nosotros y dejamos de chapotear como gorrinos en nuestros dramas de tribu

Si el juez hubiera dicho que el niño para la madre, habría tenido que coger primero una mula y luego un tractor. O primero una azada y luego una maleta para igualmente venirse a Madrid, pero con 30 años más.

Dos vidas que parecen opuestas y, sin embargo, son trazados paralelos a un lado y al otro de ese muro ficticio que separa lo rural y lo urbano. Las antípodas de ambas se encuentran en urbanizaciones con más superficie verde alrededor de cada vivienda que la que sueñan barrios enteros. En áticos en pleno centro de la ciudad que ofrecen la ilusión del inmenso cielo de las cumbres. En dehesas valladas con rebaños de venados para recreo de sus dueños, que sólo las pisan cuando sus negocios lo permiten o lo requieren. Manos muertas. De las que da grima estrechar.

A ver cuándo los del penúltimo escalón nos reconocemos entre nosotros y dejamos de chapotear como gorrinos en nuestros dramas de tribu.

El mito de que en la ciudad creemos que los alimentos nacen en las estanterías del supermercado enciende a los agricultores, ganaderos y pescadores, que ven su trabajo despreciado. Si esa inconsciencia fuera cierta no surgirían huertos urbanos, grupos de consumo o mercados de productores.

El mito de que en la ciudad creemos que los alimentos nacen en las estanterías del supermercado enciende a los agricultores, ganaderos y pescadores, que ven su trabajo despreciado

Pero andar por la vida pensando que cada aprovechamiento del medio natural es un atropello, una pérdida irreparable de biodiversidad, un impacto inasumible, sí convierte al urbanita en un niño caprichoso que ni sabe ni le importa cómo funciona la economía ligada al territorio. Que no consigue relacionar esos aprovechamientos con los bienes de consumo a los que accede, con la conservación del paisaje por el que se pasea los domingos o con la prevención de incendios forestales.

Sin embargo, pensar que los del medio rural debemos ser compensados económicamente porque somos proveedores de aire puro y trinos de pajarillos mientras que en las ciudades lo único que generan es contaminación atmosférica, vertidos a las aguas y residuos, es arrimar el ascua demasiado a nuestra sardina. Cuidado con chamuscarla.

Según el informe resumen 1990-2020 del inventario nacional de emisiones de contaminantes atmosféricos, el único contaminante del que han aumentado las emisiones en este período es el amoniaco (NH3) y la causa es el aumento de la cabaña ganadera (intensiva, por supuesto). Ese NH3 tiene su origen en las deyecciones del ganado, es decir, litros de mierda que van a parar al terreno, a las aguas superficiales por escorrentía y a las aguas subterráneas por infiltración. La contaminación de las aguas de abastecimiento por nitratos es un problema del medio rural generado en el medio rural.

Según el informe resumen 1990-2020 del inventario nacional de emisiones de contaminantes atmosféricos, el único contaminante del que han aumentado las emisiones en este período es el amoniaco (NH3) y la causa es el aumento de la cabaña ganadera (intensiva, por supuesto)

Que la ganadería acabe en manos de grandes integradoras que producen desde el pienso hasta el choped no sólo es un mal para los pequeños ganaderos, lo es para todos. La causa de esta deriva del sector no está en las ciudades ni en los pueblos, sino en la religión del mercado.

Podría pensarse que, como la población se concentra en las grandes ciudades,  sus hábitos de consumo son los que marcan el paso. Pero no. No hay capacidad de elección si la alternativa no es asequible, no hay autorregulación de oferta y demanda. No podemos permitirnos los filetes de terneras felices, fin.

Todo lo macro minimiza los costes de implantación y gestión. Y maximiza el impacto. Macrovertederos. Algo terrible para el pueblo donde deciden instalarlos. Pero no viajan los residuos de los hipsters de Malasaña hasta allí, esa basura es propia y de los pueblos vecinos, no viene de la ciudad.

De hecho, durante algunos años en Madrid se dio el caso inverso. Hasta la puesta en funcionamiento de la planta de Loeches, Valdemingómez recibio más de 200.000 toneladas de residuos procedentes de los municipios de la Mancomunidad del Este. Muy rurales algunos de ellos. Los malos olores los masticaron los ciudadanos de Vallecas.

Entre la gente de campo, las figuras de protección del medio natural o de las especies se interpretan como un castigo. Igual que el papeleo impuesto a quien no quiere hacer otra cosa distinta a lo que hizo su abuelo, quemar el pasto o cortar leña. Pero desde esa mirada con teleobjetivo al ombligo, no vemos la burocracia que tiene que superar un mecánico para poner a funcionar un taller en Parla.

Nos echan de los pueblos porque nos prohíben los usos tradicionales, no hay trabajo, decimos unos. Nos echan de las ciudades, hay trabajo pero el sueldo no nos llega para pagar la vivienda, qué prisas, qué caos, esto es invivible, decimos otros

Nos echan de los pueblos porque nos prohíben los usos tradicionales, no hay trabajo, decimos unos. Nos echan de las ciudades, hay trabajo pero el sueldo no nos llega para pagar la vivienda, qué prisas, qué caos, esto es invivible, decimos otros. Hagámonos neorrurales. No, aquí no sois bienvenidos, hippies bolivarianos. Malditos gañanes, normal que se vacíe vuestra España.

Hace poco vi As Bestas, esa película reciente y triunfadora que pretende mostrar este conflicto. Se basa en unos hechos reales con una coherencia que la ficción no ha sabido mantener, y que ya fueron narrados sin trampa ni cartón en el documental Santoalla. Podría resumirse en una pelea entre chimpancés: los que marcaron un territorio y el que quiere entrar en él, mearse y meneársela después. Con el dinero detrás manejando los hilos.

Que son dos mundos distintos, cierto. Que nos cuesta ponernos en el lugar del otro, también.

Pero ¿quién gana con el enfrentamiento?, ¿quién con esta forma de contar la diferencia? Ahora los narradores somos cada uno de nosotros y el efecto de un titular, una imagen o un vídeo se multiplica exponencialmente con cada usuario que los comparte. Hay que pensar a quién estamos beneficiando.

Cuando las mentirijillas que te crees y que difundes alimentan la condición de víctima de un colectivo, esta engorda lo suficiente como para comprar el correspondiente populismo, fascismo o nacionalismo.

Ojalá tuviéramos más presente esa página de Calpurnio. Sí, ya sabéis, esa de la batalla que acaba bien. Le echaremos de menos.

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