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Salud mental
Rompernos, cuidarnos, aprender
El cielo está penetrantemente oscuro, son las once de la noche y me siento fracturado por el sentimiento más humano que hay en mí: el lacerante dolor del miedo y la tristeza que llegan a lo más profundo de mis costuras. No es un sentimiento que solo experimentemos las personas con algún tipo de diagnóstico. El sufrimiento se extiende, nos rompe a todos. Es profundamente humano y especialmente punzante. Hacía días que no sentía cómo el frío me llegaba a los huesos, que los músculos se agarrotaban, que los dientes rechinaban y la piel se retorcía. Me rompí. Recordé cuando me pasaba aquello en el pueblo, solo, una casa hostil, una rabia desgarradora me hacía romper, porque cuando yo me partía, necesitaba romper. Hoy, sin embargo, me abandono al temblor, solo conozco la languidez de la sacudida. Es difícil describir qué se siente cuando los ojos se te llenan de barro, la boca de ceniza y los pulmones insuflan la pena que deja en tu boca un sabor amargo. No se me ocurre ninguna forma más clara de definir mis crisis, mi malestar, cuando “malestoy”.
Hacía días que no sentía cómo el frío me llegaba a los huesos, que los músculos se agarrotaban, que los dientes rechinaban y la piel se retorcía. Me rompí
Es más, los diagnósticos psiquiátricos queman los puentes que se levantan en estas situaciones. Son la lengua de serpiente, los cantos de sirena que nos llevan a la caverna. Inoculan un ardiente veneno. Las últimas veces que me pasó esto fue eso mismo lo que me hizo acercarme a mi dolor con temor y a los demás con desconfianza. Las últimas veces me encerraron en una habitación de un blanco nuclear que olía a muerte de forma desgarradora. Sin embargo, esta vez permanecí en una granja rodeado del olor de la alegría, del aroma a vida que desprendía la gente. Eso quedará para más adelante.
Las últimas veces me encerraron en una habitación de un blanco nuclear que olía a muerte de forma desgarradora. Sin embargo, esta vez permanecí en una granja rodeado del olor de la alegría, del aroma a vida que desprendía la gente
Hay un dicho calabrés que recita “Chi non ha non é” (El que no tiene no es). Cuando me rompo me revelo no como un cascarón vacío, sino vaciado. La vulnerabilidad se hace carne entre perder el habla y las hablas perdidas. Es el momento en el que las palabras se te atoran en el punto justo de la garganta para hacerte casi atragantarte. Cuando te rompes tratan de realizar torturas sobre tu cuerpo, de exorcizarlo, porque solo un tejido social inhumano puede considerar aquello más profundamente humano casi una posesión demoníaca. Nuestro espacio se achica por el dolor, se comprime, nos asfixia, nuestra agencia se va quebrando. No tengo mucho más allá de eso, algunas clases tienen la mala suerte de solo tener su cuerpo y es de lo más común que se rompa en este sistema. Son muchos los que no son después de partir lo último que les quedaba, muchos reciben la última patada, otros viven con miedo a ella. El ambiente violento con el que convivimos se vuelve irrespirable mientras nos ahoga entre sus tentáculos. Cada vez tenemos y somos menos.
Yo en ese momento era muy poca cosa. De repente suena una voz a mi lado “¿Estás bien?”. A veces, cuando nuestro espacio merma y se vuelve oscuro y obtuso, nos perdemos lo que pasa a nuestra vera. Yo suelo andar desconsoladamente y luego pararme, supongo que es una forma de huir de ese espacio y tratar de ganar terreno por una especie de conquista de mis pies. Esa pregunta es marciana, no solo porque llegara de otro planeta, aquel de las personas que se encontraban inmediatamente a mi lado, sino porque parecía abrir vasos comunicantes donde antes un diagnóstico los quemaba como el fuego valyrio, pegajoso y rápido. Había losas que caían sobre los caminos, ahora hay una mano que se tiende abriendo un camino entre la bruma.
Política
Lamernos las heridas (Oda a la militancia)
Era un entorno repleto de militancia, de militantes. Contarle todo lo que me pasa supuso una acción política. Eso pienso profundamente. Consideramos nuestro dolor en gran medida como parte de ese cenagal gélido del cálculo egoísta, como una propiedad privada más en el que mi dolor es mío y he de protegerlo. No solemos compartirlo, sino atesorarlo, incluso se habla de él como una especie de objeto de consumo del que debemos obtener una enseñanza, consumirlo para aprender. Muchos de los que enarbolan este discurso arguyen que el dolor jamás se irá, al menos el dolor existencial. Estoy de acuerdo. Ahora bien: la mayoría de la población desconoce lo que es experimentar ese dolor. Convivimos con un sufrimiento que producimos colectivamente, con el dolor de la supervivencia. ¿Qué nos enseña esta carrera desesperada por sobrevivir más que a mantenernos a flote?
Consideramos nuestro dolor en gran medida como parte de ese cenagal gélido del cálculo egoísta, como una propiedad privada más en el que mi dolor es mío y he de protegerlo. No solemos compartirlo, sino atesorarlo
Aun así, hay un rayo de luz y mucha oscuridad. Y es por esto que digo que contarlo fue un acto hondamente político: darnos la mano, conjurar en común, tramar colectivamente; de repente mi espacio no era solo mío. Cuando estoy solo es fácil reconocer mi dolor como una panoplia reaccionaria, como una especie de desgracia personal. Hablar con mis compañeras significa comprender que todos nos rompemos, que lo que creía inocentemente que son mis problemas, son en realidad nuestros problemas, y eso significa que hay un porvenir por el que luchar juntas. Jamás aprendí de mi dolor, nunca nada me pareció tan absurdo como mantenerme a flote en este barrizal que nos arrastra constantemente.
Sin embargo, no es lo mismo romperse y acabar más allá de las puertas de una fría institución, que romperse con gente más acá de tu lado. Aprender a tratar el dolor de otra forma, eso es lo profundamente político. Parafraseando a Marx: nos hemos limitado a observar nuestro sufrimiento con mayor o menor admiración, ahora se trata de transformarlo. Sustituir la soga que ataba mis problemas al interior por el hilo con el que formar lazos. En una sociedad donde nuestro sufrimiento se caracteriza por el desborde, urge construir en común, con la brujería del que escucha y los saberes profanos que definen nuestros cuidados. Buscar otro modelo, otro mundo, uno donde tender la mano sea lo habitual, donde la boca se descongestiona ¡al paso de cuatro, seis, ocho pies!
Sustituir la soga que ataba mis problemas al interior por el hilo con el que formar lazos. En una sociedad donde nuestro sufrimiento se caracteriza por el desborde, urge construir en común
Reivindico el apoyo mutuo del que yo aprendí todo. No me refiero al amor, no. Bettelheim tiene una pequeña frase que reza “El amor nunca es suficiente”. El amor se debe fundar sobre vínculos reales y puede nacer de la más árida opresión. Oponer a los viejos lazos la solidaridad y la camaradería.
Aprendí en los GAM (Grupo de Apoyo Mutuo) que seguramente no haya un momento específico donde esto pase, más bien en el paso del tiempo se va tejiendo entre nuestros dedos una red que nos mantiene en continuo contacto, que cada vez hay más nudos y es más difícil caerse. Pero esa posibilidad siempre está ahí. La última vez que caí me encontraba en un tumulto que se impregnaba de la dulce solidaridad, el olor a muerte ni estaba ni se le esperaba, solo quedaba la tranquilizadora presencia de las compañeras y el voluptuoso olor a camaradería. Este ambiente tejía su red entre su aroma y su música particular. Nos necesitamos para imaginar más allá. Claro que tratar de otra forma el llanto desconsolado de una desolación penetrante tiene mucho de político, los cuidados son una praxis profundamente política.
Bettelheim tiene una pequeña frase que reza “El amor nunca es suficiente”. El amor se debe fundar sobre vínculos reales y puede nacer de la más árida opresión
Transformar lo que nos acongoja, lo que nos ahoga, haciéndolo colectivo. Leí entre la tinta seca de algún autor que compartir nuestro dolor implica la creación de una conciencia colectiva radical. Eso contiene pensar que tener compañeros no solo mantiene la capacidad de seguir hacia delante de forma incesante, sino ser capaces de replegarse, de recogerse en su regazo. Desprivatizar el dolor sin miedo. No he usado en ningún momento de este escrito la palabra “amigo”. Tiene su sentido: los anarquistas usan la palabra compañero, en su tradición significaba “los que comparten el pan”. Para mí el uso de esa palabra aquí adquiere ese matiz, el de compartir el pan, compartir lo necesario para vivir, con las mías aprendí que a esa frase le sobraban palabras, yo diría: “Compartir para vivir”. Hacer de los cuidados y la ternura una trinchera.
Entre los murmullos de aquella mano que se tendía oía la melodía de una canción y aquel verso de María Arnal: “que la vulnerabilidad me haga más libre y más justa”. Y que lo haga con ellas porque nadie se salva sola.