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Teatro
Atrabiliaria Angélica en busca de su desaparición
Angélica Liddell rara vez concede entrevistas. No siempre fue así. Yo mismo le hice un par de entrevistas hace años. Su fobia social ha ido en aumento y los periodistas lo tenemos crudo con ella. De hecho, este artículo es un plan b, dado que no hemos conseguido la entrevista que queríamos. Es una pena, porque escuchar a Angélica Liddell directamente es un placer intelectual y porque nadie habla de su trabajo mejor que ella misma, pero es una decisión muy respetable, por supuesto. Desde su espantá particular en 2014, cuando decidió que ya no actuaría más en escenarios españoles, cuyos promotores la ignoraban mientras en Europa se la rifaban, conseguir acceder a su aura no está en manos de cualquiera.
Tras cuatro años de autoexilio volvió a actuar en nuestros teatros, pero su figura se ha ido envolviendo en una suerte de misterio, de malditismo, a medida que ganaba una cierta popularidad entre los culturetas que trascendía el endogámico mundillo teatral. Esta circunstancia, junto a su propio don para generar belleza con la palabra y con la imagen y para subvertir todo límite político o moral —si es que en la escena rigen los mismos límites que en la vida real, que no—, la han convertido en una artista inalcanzable. Se ha ido construyendo un mito pop a su pesar, sobre todo después de que Rosalía haya dejado —casualmente, se supone— libros de la Liddell a la vista en sus post de Instagram. Nada más lejos del espíritu anacoreta de Angélica, aunque habiéndola visto entregarse al éxtasis de la alegría bailando y cantando por Camela al final de sus obras, lo mismo en la soledad de sus habitaciones (de casa o de hotel) ha reído y hasta disfrutado con el guiño de la motomami.
Tampoco Angélica Liddell es un bicho que te salta a la yugular si te la cruzas por la calle, desde luego, pero su naturaleza huidiza y antisocial provoca que creamos que ella es su transubstanciación escénica, atizada por el dolor de una herida que tiene prácticamente desde que nació. Detrás de esa ira que sublima para no hacer daño, ni a ella ni a otros, hay un ser frágil que se refugia en el lenguaje, en el arte, en el cine, en la música, un animal herido que desconfía de casi todo el mundo y que no solo no concede entrevistas sino que no participa del circo mediático ni de las personas y costumbres que rodean a ese mundo del teatro que detesta, como tantas veces ha manifestado.
“El teatro lo siento como un cuerpo al que no pertenezco, no me identifico con el mundo del teatro”. Esto lo dijo en una entrevista que hizo para el canal de YouTube del festival Temporada Alta de Girona, coproductor de su último montaje, el año pasado. Su interlocutor era el crítico teatral y periodista francés René Solis. En esa conversación, Liddell habla de que está trabajando en su desaparición, en la desaparición de su cuerpo del escenario, en un viaje hacia el silencio. Quizás Vudú (3318) Blixen, la obra que presenta ahora en Madrid, sea la última estación antes de llegar a ese destino. No en vano, la obra pone en escena, entre otras cosas, su propio funeral. Un rito al que solo están “invitadas” 500 personas, las que entran en las dos únicas funciones que ofrece en el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque hoy, 10 de febrero, y mañana, 11. Las entradas volaron hace meses y a juzgar por las expectativas y las crónicas que llegaron de su estreno en Temporada Alta el pasado mes de noviembre, no se entiende por qué la pieza no está programada, al menos, una semana. ¿Empeño de la artista? ¿Caché inasumible por la institución? Chi lo sa?
“Esta es la historia de un pacto con el diablo —escribe sobre esta misma obra en su libro Kuxmmannsanta (La Uña Rota, 2022)—, una historia robada a lo real para conducirla al mito y purificarla. El odio ayuda a resistir, dice Marguerite Duras, pero solo nos podemos permitir la venganza en la ‘representación’, abusando del poder de la poesía mediante la forma trágica. Encomendada a Isak Dinesen, Maya Deren, Hermann Nitsch y Bach, poniendo a prueba el poder mágico de los deseos y los ritos, presento este itinerario fatal hacia mis propios funerales, invencible e inevitable, a causa de un error fatal o hamartia contra un destino o fatum. En vez de descuartizar niños, escribo”.
Lo fascinante de Angélica Liddell es que sus frases tienen tal contundencia que caen a plomo en el secarral intelectual sobre el que se levanta la cultura contemporánea
Lo fascinante de Angélica Liddell es que sus frases tienen tal contundencia que caen a plomo en el secarral intelectual sobre el que se levanta la cultura contemporánea, tanto que parece de otro tiempo, tanto que se ha ido elevando como una mística diabólica hacia su único dios, que es el arte, la belleza, el rito que nos conecta con lo inefable. Y lo ha hecho entregándose en cuerpo y alma a los ojos y al juicio de los públicos que un día la aman y otro la odian, pero que terminan acudiendo a sus funciones en espera de uno de sus latigazos, como fieles irredentos. Hay quien experimenta terror, hay quien experimenta repulsión, hay quien se la sacude como indiferencia, hay quien sale transformado para siempre, hay quien corre a comprar sus libros para volver sobre esas frases lapidarias y hay quien querría vivir en una de sus representaciones, ponerse junto a ella y llenarse el cuerpo de cortes y empapar pañuelos blancos con la sangre fresca que brota en escena, la única verdad posible en un mundo tan encorsetado como el teatro.
El fenómeno Angélica, como tal fenómeno generalizado, es reciente. Pero su carrera empezó mucho antes. Desde luego, su inquietud artística apareció cuando era una niña, como vía de escape en su soledad de hija única acuartelada. Nació en 1966 en Figueres por casualidad, porque era el destino militar de su padre, pero sus raíces están en Extremadura. Angélica González decidió borrar el apellido paterno y tomar el de un personaje para construirse a sí misma, la Alicia Liddell que inspiró el clásico de Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas.
Liddell siempre ha dicho que esa organización de su caos interior, esa dramaturgia de sus infiernos, es la única forma que tiene de evitar el suicidio o el crimen
A mediados de los años 80 llegó a Madrid y trató de ser música en el conservatorio, pero abandonó pronto, decepcionada. La relación con la música es una de las claves de su obra, donde suena el Barroco de Bach tanto como el death metal, Wagner y Las Grecas. Se licenció en Psicología y en Arte Dramático y en 1988 ganó su primer premio con su primer texto, el Ciudad de Alcorcón con Greta quiere suicidarse. En 1993 fundó su compañía, Atra Bilis, junto a Sindo Puche, y con él sigue hoy día. Él es actor en casi todas sus obras, además de encargarse de la producción. Antes de esa fecha ya había escrito cinco obras teatrales, la última de ellas, Leda, salida de un taller de dramaturgia con el escritor chileno Marco Antonio de la Parra, que resultó seminal para toda una generación de dramaturgos entre los que estaba, por ejemplo, Juan Mayorga. Desde entonces se ha entregado a la escritura y al trabajo teatral con fruición. Ella siempre ha dicho que esa organización de su caos interior, esa dramaturgia de sus infiernos, es la única forma que tiene de evitar el suicidio o el crimen.
También el nacimiento de una figura ya icónica de nuestro teatro como la de Angélica Liddell está íntimamente ligado a un momento concreto y decisivo de la historia teatral madrileña y española, que tiene que ver con el surgimiento del movimiento de las llamadas salas alternativas a finales de los años 80, con la apertura de espacios emblemáticos como la Cuarta Pared, Pradillo, Triángulo, Ensayo 100 o, algo más tarde, la sala El canto de la cabra (estas dos últimas ya desaparecidas). Al mismo tiempo, en Lavapiés, Guillermo Heras animó entre 1984 y 1994 el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas en lo que fue la Sala Olimpia (en cuyo solar se levantó más tarde el actual Teatro Valle-Inclán).
Nuevas formas de afrontar la escritura y la dirección teatrales, espacios para probar, para investigar, y teatros nacionales que traían a España los nuevos vientos de la escena mundial, generaron un caldo de cultivo idóneo para que surgieran poéticas rompedoras y renovadoras como las de Rodrigo García y La Ribot, por ejemplo, o la de la propia Angélica. Aunque ella siempre ha negado que viniera a renovar nada. Su obra es pura tragedia griega, es Angélica contra el mundo. Como ella misma se ha encargado de explicar, toda su producción, desde aquellos años 80 o incluso desde antes, desde su niñez, es una sola obra ininterrumpida donde se escenifica el conflicto clásico del agón, en el que su antagonista único es el mundo, la vida, el destino. Angélica es un ego que se entrega y se sacrifica poéticamente en esa lucha eterna.
Sin embargo, todo aquel contexto socio-cultural del Madrid a caballo entre las dos últimas décadas del siglo no generaba de por sí condiciones materiales mínimamente dignas para el desarrollo de estas carreras. De hecho, muchos de aquellos creadores emigraron hacia Europa en busca de sistemas de apoyo a nuevos artistas que aquí ni se olían, primero porque los años felipistas sirvieron para apoyar solo a los artistas que ellos consideraban dignos de tal apoyo y segundo porque la crisis del 93 hizo que la precariedad endémica empezara a echar raíces en nuestro teatro. Eso significa que artistas como Angélica Liddell vivían y trabajaban en condiciones cercanas a la indigencia.
Laboral
Precariedad cultural Cuatro de cada diez actores en España viven por debajo del umbral de la pobreza, aunque tengan varios empleos
Aun así, ella siguió adelante como productora, autora, actriz, escenógrafa, figurinista y distribuidora de sus propios espectáculos, hasta que el festival Escena Contemporánea le dedicó un espacio en 2003 en el que se pudieron ver tres de sus trabajos, lo que se llamó El tríptico de la aflicción, conformado por las obras El matrimonio Palavrakis, Once upon a time in West Asphixia e Hysterica passio. En ese mismo año 2003 se le otorgó el Primer Premio de Dramaturgia Innovadora de la Casa de América por un texto irrepresentable donde una artista lanza una diatriba sobre su propia incapacidad para asumirse como artista de vanguardia (Monólogo necesario para la extinción de Nubila Wahlheim y Extinción). Y ese mismo año 2003 estrena en la sala Cuarta Pared Y los peces salieron a combatir contra los hombres, una obra surgida de la rabia frente a un mundo que pisa el acelerador de la deshumanización. Al final de esa obra, delante de una enorme cruz hecha con lavadoras y flores, Angélica se levantaba la camiseta y dejaba ver una imagen impresa en otra camiseta del rostro de Pasolini.
Conquistado el espacio “alternativo”, quedaba tomar las instituciones públicas, primero La Casa Encendida (Y como no se pudrió, Blancanieves, 2005) y luego el Centro Dramático Nacional (El año de Ricardo, 2005; Perro muerto en tintorería: los fuertes, 2007), para llegar finalmente al salto internacional que supuso La casa de la fuerza en 2009, estrenada primero en La Laboral de Gijón, luego en el Matadero de Madrid y, finalmente, en el Festival de Avignon de 2010, donde la crítica francesa, rendida, le dio pasaporte de eternidad. A partir de entonces, Francia ha estado muy presente en la vida y la obra de Angélica, hasta el punto de que le concedieron allí en 2017 la insignia como Caballero de las Artes y de las Letras. El discurso que leyó en aquel acto empezaba así: “Ha sido en los teatros franceses donde he podido gozar de los momentos más hermosos de mi vida, no solo de mi profesión, sino de mi vida”. Y terminaba así: “Y puesto que entregar la vida es entregar muy poco, le entregaré a Francia mis cenizas, que es la materia de la que está hecho el arte oscuro de los herejes. Si hubiese una hoguera para mí, quiero ser Juana”.
A partir de ese 2010 consagrador, Angélica Liddell entró en el circuito —tremendamente burgués por otro lado— de la creación escénica contemporánea mundial. Los grandes festivales europeos, asiáticos y americanos la producían y la estrenaban. Venecia la acogió en su Bienal y le otorgó su León de Plata en 2013. En ese fragor fueron cayendo una serie de títulos que iban escribiendo los nuevos capítulos de una obra endiabladamente trenzada con la vida de su creadora. La trilogía china (Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un proyecto de alfabetización; Ping Pang Qiu y Todo el cielo sobre la tierra (el síndrome de Wendy), entre 2011 y 2013). El ciclo de las resurrecciones (Tandy; You are my destiny (Lo stupro di Lucrezia) y Primera carta de San Pablo a los Corintios, entre 2014 y 2015). La Trilogía del infinito (Esta breve tragedia de la carne, ¿Qué haré yo con esta espada? y Génesis 6, 6-7) con la que volvió a España triunfante, casi como hija pródiga, pudiéndose ver la trilogía completa en los Teatros del Canal de Madrid en 2017. Y justo antes de la pandemia, el díptico que probablemente marca otro gran punto de inflexión, Una costilla sobre la mesa, dos obras (Madre y Padre) dedicadas a cada uno de sus progenitores, que murieron en ese tiempo con pocos meses de diferencia.
“Sin misterio —explicaba en una entrevista— solo hay banalidad. Los escenarios están llenos de tontos que hacen cosas, y las hacen bien, saben bailar, saben cantar, saben actuar, pero otra cosa es aquel que entra en el misterio”
Toda esta enumeración supone un camino de ascesis, un camino de santidad que llega hasta piezas como Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte, Terebrante o Caridad. Una aproximación a la pena de muerte dividida en 9 capítulos. En poco más de una década Angélica Liddell se convierte —a su pesar siempre— en una suerte de leyenda para el mundo exterior, pero sobre todo en una mujer en busca del misterio que cada vez se siente más lejos de esa platea laudatoria que la ensalza o la arrastra según el día. Porque parece que la Liddell ha pasado a ser ente de dominio público como personaje extraño, como artista que hace cosas llamativas y provocadoras, como monigote que vocifera y que hoy se caga en las feministas y mañana ensalza la tauromaquia. Ni una cosa ni la otra. En tiempos de mensaje simplón y aprovechateguis, hay que hacer un trabajo concienzudo para acercarse a la profundidad del discurso literario y escénico de Angélica Liddell. Ella trabaja con envidia de Lynch, con envidia de Trifonov, con envidia de los artistas que encuentran un canal hacia el misterio. “Sin misterio —explicaba en la entrevista con René Solis— solo hay banalidad. Los escenarios están llenos de tontos que hacen cosas, y las hacen bien, saben bailar, saben cantar, saben actuar, pero otra cosa es aquel que entra en el misterio”.
Pasolini, David Lynch, el pianista Daniil Trifonov, tres que ya hemos citado, más Thomas Bernhard en su juventud, cuando lanzaba sus libros contra la pared maldiciendo que él ya hubiese escrito todo cuanto ella tenía que decir, más Godard, más Bach, más Goya, más Żuławski, más Steiner, Blixen, Pizarnik… Ella se mueve ahí y con todos ellos y todas ellas va llegando hasta la esencia que encuentra en Manuel Agujetas. Vive imbuida en esas lecturas, en esas películas, viviendo de espaldas a eso que llamamos actualidad. Quizás su obra ha confrontado con sucesos de gran carga política, pero huye del teatro de mensaje como de la peste. Ahora está buscando su desaparición. Y el camino de su desaparición pasa también por hacer obras cada vez más crípticas, cada vez más alejadas de esa realidad que ella califica como mediocre. Está escuchando la tentación del silencio, valga la paradoja. Ya en Esta breve tragedia de la carne dejó de hablar, como ha hecho recientemente en la excepcional Terebrante (2021). La palabra ha ido quedando más para los libros. Lo de los escenarios es ya otra cosa, cuadros habitados donde se viven lances que construyen imágenes a base de violencia poética. “El terrorismo de la belleza es totalmente opuesto a la violencia real”.
Angélica Liddell es una escritora excepcional y nadie encarna ni encarnará su palabra como ella. Hace tiempo que dejó de dar permiso para que otros monten sus obras
Angélica Liddell es una escritora excepcional y nadie encarna ni encarnará su palabra como ella. Hace tiempo que dejó de dar permiso para que otros monten sus obras. No estoy seguro siquiera de que lo que ella hace sea escribir teatro. En Vudú (3318) Blixen ha descargado un buen conjunto de textos, quizás la última tormenta antes del silencio. Si su cuerpo desaparece de sus obras, desaparecerá su verbo. Y ahí quedarán los libros que, desde hace años, publica la editorial La Uña Rota con sumo cuidado, un testamento no tan efímero como las puestas en escena. De Vudú (3318) Blixen ya se han escrito unas cuantas cosas excelsas que hacen presagiar que Liddell ha vuelto a tocar una cima en su carrera. No será la última, pero tampoco sabemos cómo serán las próximas. En El sacrificio como acto poético escribe: “La experiencia de lo bello empieza cuando lo comprensible, lo mensurable, lo explicable queda en suspenso. La experiencia de la belleza comienza cuando la técnica es expulsada por el milagro. Lo inefable es la medida de lo bello. Intentar justificar lo bello, intentar analizarlo con explicaciones, es desde luego tarea de almas insulsas, pobres y mediocres, que no poseen más recursos que lo escolar”. Ea, pues a disfrutar, que las letras, como dice Agujetas, las escribe la vida.
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