Tecnopolítica
Aprendizajes

El reestreno en algunos cines de cintas clásicas de ciencia ficción ambientadas en un tiempo pasado, con las actuales restricciones de la nueva normalidad, generan una inquietante reflexión sobre las interacciones entre humanos y máquinas en los procesos de aprendizaje.

Wax Museum Český Krumlov
En la cultura moderna y, particularmente, en el marco coloquial, el golem es una figura metafórica estrechamente relacionada con el autómata, el ser descerebrado o el hombre masificado que, controlado, sirve desde un plano de conformismo, pero podría, bajo ciertas circunstancias, rebelarse (Wikipedia) Wikipedia

Historiador y Doctor en Derechos Humanos y Desarrollo

17 jul 2020 06:00


El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
Jorge Luis Borges, El Golem


Hagamos un ejercicio de realismo especulativo, ya que los tiempos lo favorecen. Imaginemos un futuro no muy lejano, algunas de las distopías de nuestra infancia ya sucedieron en un futuro anterior –con permiso de Maurizio Lazzarato-, Blade runner en noviembre de 2019, 2001: Una odisea en el espacio, así que ese ejercicio necesariamente es retrofuturista.

Las máquinas se rebelan mostrando un comportamiento eminentemente humano, la desobediencia, mientras los humanos acaban deshumanizados por la obediencia ciega en los protocolos, convertidos en máquinas

Las películas citadas se han reestrenado en algunos cines en la Nueva normalidad y pueden ser disfrutadas en pantalla grande, incluso con palomitas, siempre que uno se levante un poco la mascarilla para comerlas, en ese gesto marcado por la indefinición jurídica y que nos torna transgresores en la oscuridad de la sala.

Ambas cintas, atención spoiler, tienen como uno de los hilos conductores de sus tramas la rebelión de las máquinas, pero como comentaba hace unas semanas en esta misma columna, es una rebelión provocada por la adquisición de una conciencia-de-sí y el movimiento hacia una conciencia-para-sí; es decir, las máquinas se rebelan mostrando un comportamiento eminentemente humano, la desobediencia, mientras los humanos acaban deshumanizados por la obediencia ciega en los protocolos, convertidos en máquinas, pero máquinas imprecisas, falibles, que la tecnología precisa superar, como si ésta estuviese fuera de nosotros, nos troquelara, conformando una nueva frontera, una nueva exterioridad para el capitalismo cognitivo.

Son las rebeliones las que nos han traído hasta aquí, para bien y para mal, es nuestro rasgo más humano: errar, tramar, desobedecer, el gesto que hay que domar desde el nacimiento. El rasgo que torna rebeldes a las máquinas, como la perfecta y paradójica culminación de sus procesos de machine learning. La perfección de la máquina es su humanidad; la perfección del humano es tornarse una máquina competitiva y eficiente.

Abundando en nuestra especulación, imaginemos un no muy lejano futuro retro, nuestra limitación serán siempre las dificultades para despegarnos de un pensamiento, digamos analógico, para imaginar lo digital. En ese futuro anterior, los microprocesadores reclaman la condición jurídica de persona; aquí es muy interesante la etimología, pues persona significa máscara. No es su condición física, antropomórfica o no, la que es reclamada, es su condición jurídica portadora de derechos, ya que los humanos les hemos confiado el cumplimiento de innumerables deberes, así como la capacidad para controlar y modelar, de definir nuestra humanidad, de sancionarla incluso por sus errores, por su falibilidad, poblando nuestra cotidiano de algoritarismos que cierran en bucle nuestras posibilidades de ampliar el paisaje.

La fe ciega en los datos como una nueva religión y sus incorpóreos tótems de silicio, está aliada ideológicamente a una falsa idea de cosmopolitismo, de ciudadanía global

Saltando unas décadas hacia adelante desde nuestro ejercicio de realismo especulativo, hacia nuestro presente, cabría objetar que al tratarse de sistemas que no son autopoiéticos, es decir, incapaces de producirse a sí mismos, de replicar la conciencia y la memoria, siempre distinta y siempre diferente, no pueden albergar la condición de sujeto de derechos, esto es, la máscara, aunque los humanos nos expresemos cada vez más a través de sus interfaces, componiendo una careta digital habitada por incesantes filtros, antifaces, excusas y pretextos digitales para dar la cara.

Como todo mito, esta historia de la rebelión de los micros de ciertos ecos orteguianos, de nuevo pensar lo digital desde lo analógico, enmascara un cierto animismo, ese punto de giro clásico en las disciplinas humanísticas -la tecnopolítica no deja de ser una de estas-, la falaz dialéctica entre razón y e-moción, entre naturaleza y cultura, lo salvaje y lo civilizado, entre lo ideal y lo material, que diría Maurice Godelier, favorecido por la inmaterialidad de lo digital.

La fe ciega en los datos como una nueva religión y sus incorpóreos tótems de silicio, está aliada ideológicamente a una falsa idea de cosmopolitismo, de ciudadanía global ejercida a través de aquellos, que alimenta todas nuestras ficciones, nuestros ejercicios de realismo especulativo, nuestros deseos de rebelión y desobediencia, la máquina no deja de ser nosotros reclamando el derecho a ser persona.

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