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Si Pedro Costa Morata, autor de ¡Rusia es culpable. Cinismo, histeria y hegemonismo en la rusofobia de Occidente (ReC, en adelante) fuera Juan Luis Cebrián (JLC, en adelante), director que fuera del diario El País en la etapa fundacional (1976-1988) y luego alto directivo de la empresa editora PRISA, y le constituyera la vida del prestigiado periodista, atravesando sistemas políticos diferenciados con admirable adaptabilidad, acumulando éxitos sin despeinarse y engordando su cartera sin cesar, lo menos que haría con ese libro sería calificarlo de “casi panfletario”. Aunque para el politólogo y periodista que ha escrito ReC, con el despliegue de datos que su lealtad intelectual le ha dado a entender, que ese JLC, tránsfuga triunfante de —como quien dice— tres regímenes califique de esa forma ese trabajo es un regalo para su conciencia ya que le otorga un claro (y ético) distanciamiento.
Pues, hete aquí que JLC acometió el análisis/crítica/reseña de tres libros recientes sobre el actual conflicto ruso-ucraniano (suplemento “Babelia”, de El País, 19 de agosto de 2023) deteniéndose en dos de ellos y liquidando el tercero, al que aludimos, con un juicio tan expeditivo que le ahorra referirse a algún rasgo del mismo que así lo dé a entender. No cabe duda de que aludir de esta forma a un libro sobre el conflicto ruso-ucraniano —a la sazón densamente documentado y claramente redactado, vive Dios— supone que quien así actúa o es un crítico falsario que selecciona sin criterio lo que tiene entre manos o un periodista incompetente al que le faltan conocimientos para acometer el análisis o un militante adverso al tema a considerar, atrapado en falta y fugitivo de ciertas responsabilidades que le alcanzan (y que en el libro, vaya, lo obligan a reflejarse).
Guerra en Ucrania
La guerra de Ucrania y la farsa de los “valores occidentales”
Remiten a cobardía, en primer lugar, esas palabras despectivas, y más si la frase completa es “que algunos tildan casi de panfletario”. Porque, atribuyendo a “algunos” tan poco cordial calificativo, echa sobre otros, anónimos e ilocalizables, cualquier compromiso personal que a él lo exponga a reconvención, pretendiendo eludir una respuesta contundente que lo trate en proporción. Queda claro, en todo caso, que no se atreve a decir lo que sin duda piensa, gesto que encaja con lo que “algunos” piensan de su carácter retraído, habitual en los que nunca dan la cara. Nuestro personaje es más dado a la oscuridad, las maniobras y las interposiciones, que son todos ellos elementos distintivos de la falta general de arrojo y convicción: de vulgar cobardía humana, ya digo.
Y en segundo lugar, lo de “panfletario”, no perteneciendo al ámbito de lo elogioso, ciertamente, necesita —si se es periodista o crítico al uso— de una explicación, aclaración o referencia argumentada, toda vez que ese libro compendia un trabajo analítico y explicativo difícil de ignorar. Este autor debe creer que tan activo hombre de negocios solamente ha ojeado su libro, dejando para otros su lectura o resumen, que ha resultado sumario, vaya que sí, y que habrá procedido de alguno de los numerosos redactores y colaboradores de El País entregados a la propaganda anti rusa; es decir, de esa nutrida nómina de entusiastas otanistas a los que este autor engloba en un estilo —a cuento del derroche generalizado de indecencias que se escriben sobre la crisis ruso-ucraniana— que califica de periodismo sin honor, y así lo deja escrito en esa obra, ReC. Por lo que comprende la poca gracia que le haya hecho y, en consecuencia, el trato recibido de JLC, mentor y en todo caso con-cofrade, de varios de los componentes de la misma trinca rusófoba. Redactores y comentaristas que se entregan, con ardua sistemática y el mayor de los desparpajos, al trapicheo de la realidad en el conflicto ruso-ucraniano, es decir, de la Historia y de la dinámica de las Relaciones Internacionales, pretendiendo llevar a ambas al molino de un alineamiento de consigna.
En los primeros meses de la andadura de El País, su director, JLC podía consentir que entraran en la redacción comunistas o compañeros de viaje, sí, pero nunca antinucleares del tipo del fulminado
A este autor, de quien el lector ya advertirá la poca gracia que le ha hecho el juicio del eminente JLC, no se le pude escapar el triple acompañamiento —a modo de descripción del mismo— que sigue a la frasecita de marras, que es “escrito por el ecologista, activista y profesor jubilado de la Universidad Politécnica de Madrid”; que parece querer que se traduzca en algo así como “por alguien ajeno al tema”. Aventurada ocurrencia ya que, la primera andanada, lo de “ecologista”, a más de enardecer al autor le hace recordar que, en los primeros meses de la andadura de El País, su director, JLC podía consentir que entraran en la redacción comunistas o compañeros de viaje, sí, pero nunca antinucleares del tipo del fulminado; porque ese diario, llamado a cumplir funciones bien precisas en la ensalzada Transición, tenía las ideas claras sobre aquel peligro incontrolado (el ecologismo) que se cernía sobre las previsiones de cambio, con probable quiebra del programa nuclear (como así fue).
Lo de “activista”, igualmente exacto, ha de remitir a un antifranquista que no tenía dudas sobre su papel y trayectoria, como demuestran sus docenas de artículos en las revistas antifranquistas (Ciudadano, Doblón y Triunfo, 1974-1979). Desde ellas se oponía a un régimen oprobioso al que, mientras tanto, JLC servía como periodista y con su mejor saber desde aquel aparato de propaganda que tanto odiábamos los demócratas y en el que se le adjudicaban papeles ciertamente destacados, bien como subdirector del diario Pueblo —de los sindicatos “verticales” y dirigido por el innombrable dinosaurio del contubernio falangista-franquista, Emilio Romero, claro exponente del más redomado cinismo servil y paradigma del periodismo vicario y baboso que pretendía ser “independiente”—, bien como director de los servicios informativos de RTVE: casi nada. Los que han destacado el papel de JLC en el arranque de la democracia, debieran investigar sus méritos democráticos durante el tardo franquismo, aun sospechando que no los hubo. Porque nuestro hombre sirvió al franquismo en una de sus facetas más infames: el periodismo oficial y oficioso, en los medios dependientes del (glorioso) Movimiento Nacional. Y con esa abigarrada experiencia mediático-franquista, JLC fue seleccionado, con tantos, en la magna operación de reconversión del franquismo casposo en democracia homologable, misión que realizó con gran acierto y habilitad, concitando la admiración de propios y extraños.
Tampoco es inocente ni descuidada la alusión a la etapa de profesor en la Universidad Politécnica de Madrid, algo justamente relacionado con su formación y carrera de ingeniero, que respaldaron su papel de ecologista y activista como buen conocedor de los asuntos energéticos y ambientales (lo que, con gran probabilidad asustó al poco audaz JLC cuando sintió próxima la presencia de este autor). Más elocuente, si cabe, es el silencio de ese pillastre de JLC cuando omite describir al autor como “doctor en Ciencias Políticas y periodista”, con (otras) decenas de artículos y trabajos sobre política internacional, también desde 1974.
Juan Luis Cebrián se marca un tanto como crítico miserable y periodista de tómbola, algo impropio de un director de medios internacionales repetidamente premiado por el establishment
Así que reproduciendo de la biografía del autor los datos de tipo, digamos, disuasorio frente al trabajo comentado y ocultando los que abonan su competencia y legitimación (presentes, ambos en la misma fuente, que es la solapa del libro), JLC se marca un tanto como crítico miserable y periodista de tómbola, algo impropio de un director de medios internacionales repetidamente premiado por el establishment. Digamos, rematando este alegato de defensa frente al retorcido JLC que, calificando con dos palabras el libro ReC y omitiendo rasgos esenciales de su autor, elude encararse con el fondo o el objeto del libro y menosprecia sus argumentos, lo que lo califica elocuentemente. Deja además al lector con un palmo de narices (violando, con seguridad, el Libro de Estilo de El País, mira por dónde), y provoca al autor impidiendo, en consecuencia, que este pueda contestarle defendiendo sus argumentos y demostrándole lo poco que tienen de panfletarios.
Así que nuestro hombre, y así lo señalan sus biografías, fue criado profesionalmente en el franquismo propagandístico más prístino, el de la prensa y la comunicación, seleccionado para el transicionismo y elevado como símbolo de la modernización de una España ambigua en la que tan eficientemente participó. E incluso a través de El País pudo ser destinado a la educación (o “reeducación”) de las élites de izquierdas, atraídas por un PSOE triunfante y deslumbrante; lo que fue puesto en evidencia con su activa participación en el (deshonroso) capítulo de la entrada de España en la OTAN, de la mano de ese PSOE y más concretamente de su amigo Felipe González, gran muñidor de la faena (al que Emilio Romero, por cierto, calificaba, con la agudeza que nadie le negó, de “prestidigitador”).
Lo de la OTAN, sí. El libro al que aludo dedica su primer capítulo a destacar la faena aquella, tan hipócrita y aviesa contra el pueblo español, al que se le retorció la voluntad con una campaña de propaganda de la Alianza Atlántica (destacando bondades y beneficios) y de engaño de los contenidos del acuerdo (que no se cumplieron en su faceta más decisiva, como era la relación estrictamente militar). Aquella operación en la que algunos (más bien muchos) creen que resultó decisiva la labor de El País con su participación, elaborada con técnicas de influencia de un tiempo nuevo, y su entendimiento con un PSOE traicionero y mendaz. Y, en cualquier caso, nos unió a una Alianza militar belicosa y provocativa, haciéndonos copartícipes de sus crímenes y abusos en el futuro.
A su papel en aquello de la OTAN las biografías de JLC añaden su relación con el Club Bilderberg, de destacadas personalidades que tratan en secreto (o sea, en clandestinidad) la situación internacional
El libro ReC, en efecto, dedica su capítulo 3 a las andanzas de esa OTAN siempre en busca de pelea, traicionando sus compromisos respecto de la Rusia sucesora de la URSS (y, a la sazón, nada comunista y muy capitalista). Y destaca el papel militarista de una España que —en línea con la jugarreta de 1986— contribuye con exaltación en el cerco militar a Rusia y en el apoyo al régimen ultra de Ucrania, asumiendo con unción el papel que ya considerábamos adjudicado los que rechazábamos entonces aquella integración: el de recrecido pelele de Estados Unidos a través de la OTAN.
A su papel en aquello de la OTAN las biografías de JLC añaden su relación con el Club Bilderberg, de destacadas personalidades que tratan en secreto (o sea, en clandestinidad) la situación internacional y deciden sobre las estrategias y los instrumentos de afirmar, y si cabe incrementar, un poder que en definitiva es económico, pero que por eso mismo necesita ser también político, militar y, por supuesto, mediático. Un alto estado mayor económico-financiero, en el que se da cita lo más granado de esa trinca de peligrosos millonarios que gustan —y necesitan— de mangonear las cosas de este perro mundo, exhibiéndose con sus elegantes cuellos blancos, pero ocultando sus siniestras garras negras.
Curioso resulta, finalmente, que JLC eluda citar la segunda parte del título del libro, la verdaderamente esclarecedora, quedándose con solo ese ¡Rusia es culpable! que, siendo el grito de los fascistas que lanzaron la División Azul contra la Unión Soviética acompañando al ejército nazi en 1941, con seguridad que debe resonarle desde su educación primeriza. Total, que de llamarse JLC —con esa misma historia de cooptación por el Imperio y de conspiraciones de altura, y haciéndose millonario por jugar a fondo en los negocios mediático—especulativos-, nuestro autor advertiría, con tan amplísima experiencia y la sabiduría de la edad, que quien le recuerde su currículum y ponga en solfa a su periódico no puede producir más que un texto panfletario. Pues claro, hombre.