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Cine
Pedro Costa: “Ruedo cosas pequeñas, de barrio, con poco equipo técnico, eso es en lo que creo”
El realizador de En el cuarto de Vanda lleva 20 años convertido en uno de los referentes de ese cine de autor que tiene dificultades para devenir visible en los circuitos comerciales. Desde el rodaje de Juventud en marcha, presentada en el festival de Cannes de 2006, la mayoría de su producción capta los escenarios de vida de migrantes de la antigua colonia portuguesa de Cabo Verde en documentales de creación. Sin guiones preestablecidos ni corsés narrativos, este director usa lo real como punto de partida de su propuesta artística.
Este antiguo cinéfilo, formado también con las imágenes del Hollywood clásico, empezó su trayectoria con un pie en la narración convencional —véase la ya lejana Casa de lava, por ejemplo—. Posteriormente, ha pasado a ser una mezcla de documentalista y de creador que interviene en los paisajes que retrata. Sus proyectos se han convertido en “juegos teatrales cinematográficos”, en sus propias palabras, que idea en colaboración con sus no-actores durante larguísimos procesos de rodaje. En paralelo, ha ido desarrollando un envoltorio visual cada vez más característico.
Su última película, Vitalina Varela, es una solemne ceremonia de duelo: una mujer caboverdiana que llevaba 40 años esperando que su marido cumpliese la promesa de llevarla con él a Portugal, y que solo llega a Lisboa cuando él ya ha muerto. La historia real de Varela se reescenifica en un drama vertebrado por su presencia física y por sus monólogos, pero también recorrido por las ausencias. Los protagonistas son, de nuevo, personas excluidas y marginadas al servicio de empleos precarios y economías de subsistencia. El resultado es solemne y grave, extremadamente oscuro. El relato adquiere un cierto aspecto de fantasmagoría de los olvidados del capitalismo formal, rodeados de susurros e iluminados por focos de luz de procedencia incierta. El filósofo Jacques Rancière escribió que uno de los personas-actores habituales del realizador, Ventura, se convierte en la pantalla en una “suerte de sublime errante, de Edipo o de Rey Lear”. Los nadie devienen algo parecido a mitos a través de una mirada ritualística.
¿Cómo conociste a Vitalina Varela?
Fue durante el rodaje de mi anterior película, Caballo dinero. Como siempre, fue un rodaje sin guión que tuvo lugar durante un periodo de tiempo muy prolongado. El proceso era muy abierto, así que estábamos buscando nuevos detalles, nuevos personajes… En un momento dado, intentamos encontrar un lugar donde rodar una escena musical, una casa que dispusiese de un salón, de un patio... Me señalaron una casa muy tradicional, cuyo dueño había muerto. Cuando la fuimos a ver, se abrió la puerta y Vitalina se asomó con miedo, pensando que podíamos ser policías o agentes de inmigración.
¿Y qué viste en ella?
Para mí fue una aparición, vestida completamente de negro, con una actitud muy recelosa. Cuando se abrió un poco más, me explicó su historia de abandono y la incorporamos a la película. Creo que salir de casa para rodar esa participación en Caballo dinero le ayudó con su sufrimiento. También creo que le gustó mucho el trabajo de ensayar y repetir, que era algo completamente nuevo para ella. Me pareció que el cine podía serle un poco terapéutico. Y presentí que estaba dotada de un talento para estos juegos teatrales cinematográficos que hacemos.
Creo que el cine de hoy tendría que mirar más a su alrededor, a la gente real, no necesariamente de la misma manera que hago yo
Confiaste en ella hasta tal punto que convertiste su experiencia real en el centro de tu última película. ¿Hasta qué punto la mujer que vemos en la pantalla es la persona o es un personaje?
En realidad, no participo de esta convención sobre la construcción de personajes. Sé que hay una disciplina sobre ello, que hay clases en las escuelas de cine donde tratan de inventar una serie de características psicológicas, sentimentales y sociales para crear un ser imaginario. Para mí es una práctica vacía. Y creo que el cine de hoy tendría que mirar más a su alrededor, a la gente real, no necesariamente de la misma manera que hago yo. Y después pasar a la fantasía, ¿por qué no?
En el filme también aparece Ventura, otra persona nacida en Cabo Verde, que es habitual de tu cine desde Juventud en marcha. ¿Cómo definirías tu relación con estas personas-actores?
En los rodajes, parto siempre de las personas. Me lo dan casi todo: la psicología, los diálogos, las emociones… Y trabajo con esta comunidad que tiene sus características concretas. Diría que son personas más acostumbradas a la ausencia que a la plenitud. Están habituadas a perder. Y suelen ser muy introvertidas. Eso implica que no toda su historia pueda estar en las películas que hago con ellos. Hay cosas que aparecen muy subliminalmente, que son apenas visibles. El último filme es tan íntimo que está en la frontera de lo secreto.
El cine puede ser un compañero, un camarada, cuando se emprenden caminos difíciles
¿Y es Vitalina Varela una película sobre el duelo? Domina el gesto grave, la inmovilidad que proyecta abatimiento, pero a la vez nos presenta un duelo que resulta inusual porque es más resentido que lacrimógeno.
Durante el rodaje de la película, me pareció que todo aquello era un aprendizaje sobre cómo decir adiós, que es algo que puede resultar muy complicado. Y creo que este proceso tiene mucho que ver con el cine. Creo que los personajes de todas las grandes películas del pasado dicen adiós a algo. Las personas se sabían despedir en esas películas. Ahora, en la realidad, es algo que se suele hacer de manera más informal, más descuidada… Mi película trata de cómo Vitalina aprende día a día, noche a noche, a decir adiós a muchas cosas. Ese camino culmina con una salida al aire, al exterior, a la luz, quizá al pasado, quizá a la infancia...
Después de un viaje tan oscuro, optas por un final que supone un cierto cambio.
Porque salir a la luz quizá sí que es posible. Y yo sentí que era posible precisamente porque el proceso de filmar estaba ayudando a Vitalina a vivir, a emprender ese camino. El cine puede ser un compañero, un camarada, cuando se emprenden caminos difíciles.
Las experiencias de la protagonista nos pueden remitir a historias casi atávicas de división sexual de los roles y las experiencias. La mujer que ama, el hombre que se marcha a trabajar al extranjero y se desentiende, la mujer que sigue esperando… Más allá del caso particular, ¿veías un trasfondo social, estructural, en esa situación?
Soy consciente de que filmo una realidad muy concreta. Una realidad de migrantes, muy pobre, muy masacrada, muy castigada, muy explotada. No es algo específico de Portugal, también lo podemos encontrar en España, en Francia... En este estrato social, todo es más problemático. La gente tiene que sobrevivir, primero, y después resolver mil problemas. No es fácil. Cualquier sentimiento, cualquier emoción, cualquier sufrimiento de Vitalina está ligado a la muerte de un marido que la abandonó, pero también tiene un sustrato social detrás. No estamos tristes solo porque estamos tristes, sino porque vivimos inmersos en una serie de condiciones. No es posible abstraerse: todo lo que es sentimental y emocional también es social y político. Y económico, claro.
A mí me gustaría que sobreviviese la idea de que el cine es un ritual necesario, tan importante como cualquier otra manifestación de nuestra cultura y nuestras vidas
Varios personajes explicitan verbalmente su frustración (“aquí no somos nadie”, dice uno de ellos), pero las imágenes de la barriada y sus construcciones informales nos transmiten sin palabras una realidad de exclusión social y de ausencia de futuro. ¿Querías potenciar visualmente ese aspecto o las arquitecturas hablaban por sí mismas?
El cine suele amplificar, aumentar, engrandecer las cosas. Y esto tiene que ver con las lentes, las alturas de cámara, los filtros, con todo un proceso de representación. Nosotros partimos de lo que vivimos a lo largo de los dos años de rodaje. Y construimos alrededor de ello, claro, una construcción artificial de imágenes y sonidos. Pero lo que intento sobre todo es vivir ahí y conocer bien a las personas… y también era una parte de ello atender a la arquitectura que les rodea, las casas que habitan o que no habitan. Porque muchas veces se genera una atmósfera de no-habitar, de no-vivir. A veces, las personas con quienes ruedo sienten que solo pasan por delante de un decorado. Sienten un desencuentro con la ciudad en general, que les parece inhabitable, con las mismas casas, que no les sirven para nada.
La película es muy oscura, hasta el punto que podría entenderse como una proyección visual del desespero de su personaje principal, pero has comentado que esa estética casi expresionista vino muy marcada por las condiciones de filmación.
Sí, tuvo que ver más con los dictados de la realidad que con mis intenciones. Rodamos mucho por la noche sobre todo por una cuestión de sonido: necesitábamos que los monólogos se oyesen bien y eso era complicado durante el día, porque el barrio es muy sonoro, muy vivo. La arquitectura del lugar es muy laberíntica, muy orientada a lo secreto, donde la luz es cortada, es indirecta. La arquitectura nos condicionaba.
A lo largo del filme hay muchos momentos de gran quietud, como cuando unas mujeres reciben a Vitalina y después se quedan paradas cuando ella se marcha. Tú sostienes el plano, el momento de inmovilidad se alarga y se convierte en algo hiperestilizado. ¿Cómo decides la duración de la secuencia? Por momentos como este, la película adquieren un aspecto de ceremonia fílmica, de liturgia…
Me gusta mucho que me digas eso, porque siempre me ha interesado el lado ceremonial del cine. Hacer una película es una ceremonia. Una ofrenda. A mí me gustaría que sobreviviese la idea de que el cine es un ritual necesario, tan importante como cualquier otra manifestación de nuestra cultura y nuestras vidas. No querría que fuese algo sagrado, pero sí relevante. Creo que todo el filme, y no solo esa escena en concreto, desprende esa idea de ritual, de ceremonia.
Es una ceremonia grave, solemne…
Sí, y perversa. Todos son desplazados, todos son explotados.
Supongo que eres consciente que esta lentitud ceremoniosa choca a muchos espectadores. No sé si te preocupa eso o asumes que tu visión del cine y la de una parte del público esté separada por algo tan importante como la concepción del tiempo fílmico.
No me preocupa. No hago películas para todos, es tan brutal como eso. Tal vez estén destinadas solo a unas pocas personas que estén muy interesadas en esta ceremonia que también es de lucha. Es una lucha por la supervivencia de las personas y de los estratos sociales a los que filmo, y una lucha por la supervivencia de un cine. Creo que las películas deben ser hechas con una cierta decencia en cuanto a los medios y el presupuesto empleados, que deben adecuarse a como vivimos el día a día y como nos relacionamos entre las personas. Ruedo cosas pequeñas, de barrio, con poco equipo técnico. Eso es en lo que creo. No creo en cosas globales.
En una entrevista para Clarín dijiste que, cuanto más singular es el sufrimiento de un personaje, más político es el filme…
Claro. Lo más íntimo es lo más político.
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Las pelis de Costa son un coñazo. Lentas, no aportan nada ni al arte ni al entretenimiento. No se merece este artículo. No por ser de izquierdas debe tener barra libre.
Deje vd. que cada uno se exprese como quiera. Con imágenes o de palabra. Si quiere, no vaya a verlo. Pero no censure.