We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Culturas
“La música euskaldún y su institucionalidad contracultural surge en la militancia, no sobrevive en el mercado”
El sábado 14 de octubre llegó el otoño a Bilbao. Lo hizo tras una semana superando sistemáticamente los 30 grados. Volvió a llover y nadie se lo esperaba. Los turistas por supuesto que no fueron capaces de preverlo. Pero a los locales también nos pilló en chirucas, pantalón corto, camisa de manga y la bicicleta a cuestas. Como en una de las noches del BBK Live, la más calurosa del año, que terminó cayéndose el cielo.
En estos tiempos locos de estío, tras llenar Teila Fabrika (Donostia) y Katakrak (Iruñea), Nando Cruz y Jon Urzelai llegaron al local Sarean para anunciar lo que a las 12 de aquella mañana en San Francisco parecía obvio, el fin de los macrofestivales, y para ofrecer una predicción algo más prometedora, el retorno de la música en directo al circuito de salas.
La promoción de las investigaciones de ambos, Macrofestivales. El agujero negro de la música (Planeta), una aproximación más periodística aunque altamente documentada, y Su festak, euskal musika jaialdiak XXI. mendean (Susa), un ensayo con un peso académico a la altura de su prosa —en euskera— fue una buena excusa para reflexionar sobre lo que subyace a estos “libros primos hermanos”, en palabras de Iñigo Basaguren-Duarte: el salvaje modelo que la industria musical ha conseguido imponer y sus múltiples efectos sobre la escena y las ciudades.
Euskal Herria
Jon Urzelai Urbieta “El monopolio de Last Tour en Bilbao es inmenso y tiene mucho que ver con el modelo de ciudad”
En el caso que nos compete, Urzelai apuntaba a la protagonista de siempre, Last Tour. Para el gipuzkoano, la hegemonía que ejerce el gigante de la promoción musical le ha permitido capilarizar el sustrato de buena parte de la sociedad civil vasca, para encaminarla hacia una dirección política: ser otra ciudad del capital de la periferia europea, una donde la promotora atrapa todo el valor que se produce en las lindes de su cordillera. El crítico cultural apuntaba que eso también elimina cualquiera alternativa popular que pueda competir con ella y acelera las lógicas de gentrificación urbana.
Entre los ejemplos que garantizan el “monopolio cultural” de Last Tour, siempre sostenido sobre generosos contratos públicos, como en todo momento se encargó de mencionar Cruz, se describió su complejo musical-industrial. Uno, el BIME Bilbao. La versión PRO es una feria empresarial para intercambiar derechos al estilo del siglo XIX, aunque tan contemporáneamente osada como para vestirse de congreso científico. Es también una exposición para extraer talento universitario local y conocimiento barato mediante apelaciones al networking.
El Bilbao Hiria cumple una función social distinta a la de atraer inversores: declara que solo Last Tour puede explotar los espacios urbanos comunes, que no hay alternativa a ese modelo de ciudad
La versión LIVE es su superestructura, un “circo” al aire libre, la expresión de cómo marchan los negociados. Intercala a músicos emergentes con artistas consolidados de muchas escenas distintas y los muestra en todas las salas alternativas de la ciudad, abiertas gratis al público, y los pone a circular en escenarios al aire libre. Incluso lleva el sello de Amazon. Es el Silicon Valley de la música, si eso no fuera una redundancia.
Dos, el Bilbao Hiria, un festival diseñado para cumplir una función económica más proteccionista, distinta a atraer a inversores o especuladores musicales: declarar que solo Last Tour puede explotar los espacios urbanos comunes, que no existe alternativa a ese modelo de ciudad que tratan de preformar. Urzelai, físico y sociólogo gipuzkoano, se atrevía incluso a conectar el nacimiento de este festival, en el barrio de San Francisco, con el proceso de acumulación por desposesión que preconiza el BBK Live.
Cuando los recursos se centralizan, el ecosistema cultural se altera. Es como el eucalipto: crece rápido, vende mucha madera, pero chupa agua, nutrientes, más toda la vegetación que no aparece. Los macrofestivales funcionan así”
Así, para Urzelai, el proceso de expulsión de vecinas y comunidad migrante de la zona para vender el barrio tiene su correlato cool con este despliegue subvencionado de un festival que, además de funcionar mal, solo sirve para legitimar socialmente uno de esos macrofestivales y su modelo de atracción turística. 1.000 tienen lugar cada año en todo el Estado, decía Cruz, antes de indicar que lo de Bilbao le recuerda a la “Barcelona post-olímpica”. Coincidió Urzelai. “No se entiende el BBK Live sin el Guggenheim. El 35% de los visitantes son extranjeros. Y se vanaglorian. Poner en el mapa una ciudad, embellecerla, no para hacerla más habitable, sino para atraer inversiones”. Nadie les preguntó, pero: ¿qué será lo siguiente, la expansión del BBK Live a una Reserva Natural?
Más allá de identificar en términos habituales el problema, Last Tour, cuyos representantes acudieron a la presentación en Katakrak a plantearles preguntas, ambos autores detallaron con ejemplos cotidianos los costes que tienen estos modelos de negocio para los ecosistemas vivos. En palabras de Nando Cruz, con varias décadas a la vanguardia de la crónica cultural (como es en sí, crítica) en las páginas musicales de los periódicos:
Woodstock, Monterrey, BBK Live... La idea tiende hacia la concentración empresarial, con marcas que ponen dinero para anunciarse. Ahora, también son recursos finitos gastados.. Si pones 1 millón en eso, no lo pones en otra cosa. Cuando los recursos se centralizan, el ecosistema cultural se altera. Es como el eucalipto: crece rápido, vende mucha madera, pero chupa agua, nutrientes, más toda la vegetación que no aparece. Los macrofestivales funcionan así. Y lo que pase alrededor no es su problema, hacen que funcione igual todo, eliminan la diversidad.
Cruz describía la perspectiva ecológica detrás de este modelo de negocio con tanta claridad como cualquier escrito sobre cercamiento de bienes comunes como proceso de expropiación capitalista. Y también lo relacionaba, casi de manera metabólica, con un ejemplo centrado en el tipo de consumo que fomenta y los deseos que produce la venta de la identidad como atracción. Para el periodista, tras mercantilizar la vestimenta y la comida, los macrofestivales emergían como el único “nicho de mercado” que faltaba por explotar.
250 artistas en 4 días. Mis amigos me cuentan que tienen un empacho descomunal tras el Primavera Sound. Es un consumo de música contraproducente. Los macrofestivales son como un bufet libre solo que con la diferencia de que los grupos no vuelven a la ciudad. El festival vende la idea de que es ahora o nunca. Lo que no has visto no lo vas a poder ver nunca más. Imaginaos que todas las bibliotecas cerrasen y abrieran solo tres días. Un macrofestival funciona así. Es insólito que esta sea la manera de escuchar música.
En definitiva, el problema es que este atracón de distintas experiencias, todas políticas (“ahora cambiar, después rabia y luego un poco de egoísmo”) no satisface el consumo. Ese es el peligro, decía Urzelai, que por mucho que la edición del BBK sea la más verde su experiencia no saciará nunca el deseo. “Cambiar las experiencias comunitarias por inmersiones individuales no solucionará la crisis ecológica”, añadía. Y se refería a la decisión de Hiriak de expandirse hacia municipios cuyo riesgo de masificación es elevado, como Lekeitio y Mungia, donde se estrenó este año el festival Herrian, lo que le servía también para denunciar una “modernización” que entiende el territorio como un “Amazonas” al que literalmente “llevar una nueva cultura”. Como si fueran seres atrasados, no urbanizados, antimodernos, obsoletos. Defienden todo eso, opina Urzelai, pese a que ni siquiera son capaces de lanzar una nueva edición del festival sin errores flagrantes en las traducciones castellano-euskera.
Así funciona el modelo civilizatorio que trata de poner el mercado, sea con la energía, el agua, los territorios o las canciones. Y así se expresa en Bilbao. “Generas cultura en tu espacio, pero pagando con exclusividad”. Ese es también el problema de una visión economicista de la cultura, como la que siempre ha defendido el PNV, que “desde un punto de vista cultural no tiene sentido, pero desde uno empresarial sí”, expresaba Cruz. “Son empresas culturales cuyo trabajo se basa en impedir que la cultura que quieren para ellos se dé para otras personas”.
“En la plaza del gas, durante Aste Nagusia, tocaban Manu Chao y Amaral. Ahora esos recursos han pasado a Kobetas. La sensación es de privatización de un servicio público, como la cultura”
Ambos autores argumentaban que ese proceso de centralización del capital además impedía a los músicos locales, pero no solo, seguir una gira musical natural, o al menos más acorde con las necesidades de los circuitos culturales y con los costes ecológicos que como sociedad deberíamos asumir, e ir a tocar en sitios cercanos para darse a conocer. “En cuatro meses te exigen no tocar en Bilbao. Fechas con buen tiempo, anuladas”. Urzelai ponía como ejemplo los casos del Jazpana de Beasain y del Kalegorrian en Urretxu, donde a bandas nacionales con un poder de convocatoria bastante reducido se les exigió no actuar por tener contrato de exclusividad con un festival de Last Tour que se celebraba en fechas cercanas (BBK en el primer caso, BIME en el segundo).
Contracultura
Industria cultural Ben Yart y el autotune en el BBK Live: cuando la industria cultural subdesarrolla la creatividad
Otras veces no es lo que pone en el contrato, sino la ideología que impone: quieren que la cultura, la esfera de lo social, “esté en un recinto para que no esté en otro”. Es simplemente que esos músicos podrían ir a tocar a un bolo organizado por un movimiento social, donde habría mucha más gente que en uno de esos festivales, como muestra el concierto de Ben Yart en el BBK Live. Pero no ocurre. “¿Paliar la falta de cultura mediante el hiperconsumo y la hipermercantilización? Es suicida, inviable. Sacia el vacío mediante participación y activismo. La gestión del ocio es el primer paso a la gestión de la vida”, decía Urzelai vestido del joven Marx. Y añadía Basaguren-Duarte, quien orquestó la conversación.
No son festivales nuevos para coordinar a grupos pequeños con la gente del rollo. Antes en Bilbao había conciertos gratis en la calle. En la plaza del gas, durante la Aste Nagusia, tocaron Manu Chao y Amaral cuando estaban en su momento cumbre. Esto es acceder a grandes públicos gratis. Pero de eso ahora quedan los residuos en Plaza Europa o en Txurdinaga. Esos recursos se han ido a Kobetas. Mientras, los colectivos no pueden hacer nada durante el año. La sensación es de privatización, de privatización de un servicio público como la cultura.
Las reflexiones musicales de ambos sobre la privatización de lo social y la centralidad del capital cultural para crear espacios alternativos se sintetizaron en el concepto benjaminiano del aura moderno, aquello que queda de autenticidad a nuestra época y la llena de sentido. Imagino que por eso el conversatorio se dirigió hacia la Chill Mafia, una mentada que prueba la importancia de su emergencia. La apuesta de Oso Polita, de Last Tour, por la música urbana marcha por ahí, decía Urzelai. “Rejuvenecer el público, esos eternos indies. Son un nicho nuevo de autenticidad”. Todos lo son, decía. Ben Yart, Hofe x 4:40, el Beef entre Zetak y Chill Mafia, ambos de su misma discográfica. “Fichas al experto joven que sabe de underground para que te traiga a la Chill Mafia del futuro. Le contratas para que trabaje con la banda, pero trabaja para la empresa”. Defiende a la empresa antes que al artista. Es la cultura del corporativismo.
Música
Música Chill Mafia Records, el sucio este y el motín de la cultura radical vasca
El problema más grande que tiene es para nuestra concepción de la música como proceso artístico radical, coincidían Nando Cruz y Jon Urzelai, pues semejante monopolio evita sinergias con colectivos. Todo se lo lleva la industria. Decía este último:
La música euskaldún y su institucionalidad contracultural se ha creado por militancia. La red de Gaztetxes, centros sociales y cívicos, el propio Kafe Antzoki… Meterlos dentro de los parámetros del mercado no es realista. La cultura euskaldún no puede existir exclusivamente en ese entorno comercial. Grupos que nacen gracias al movimiento feminista y autónomo. Todo lo que da oxígeno a esa escena surge desde abajo. Esperar que se vaya a mantener gracias al mercado no es muy realista”.
En una vida donde no se puede existir sin ese cauce mercantil, aún estamos a la espera de si la burbuja de los festivales pinchará y sus contradicciones se llevarán por delante las relaciones capitalistas en la cultura, o si, por el contrario, seguiremos empachándonos de música un par de veces al año. Lo cierto es que algo se mueve, y las conciencias quizá estén volviendo a alterarse a golpe de trap. Contaba Cruz al término de la presentación que últimamente se le habían acercado bastantes personas que, tras escuchar la famosa letra de No Se K Me Pasa (“Gora la Chilla Mafia, le jodan a Last Tour”), buscaban el nombre de la promotora y se informaban críticamente. Igual eso es subversivo, o quizá no aspiramos a más. Pero en un momento en que la posmodernidad nos aplaca, estos dos libros nos permiten imaginar el fin de los macrofestivales y vislumbrar un poco cómo sería el fin del capitalismo.