El laberinto en ruinas
“Madrugá” del 2000. Veinticinco años de nada

Hace 25 años la Semana Santa sevillana sufrió quizás la mayor conmoción de su historia. No se sabe qué ocurrió pero sí que a partir de entonces la fiesta ya no sería la de antes.
Antropólogos.
15 abr 2025 07:07

Eran los tiempos previos al 11-S y al 11-M, antes de que Occidente comenzara a tomar la deriva securitaria que hoy sufrimos. Sevilla iba a conocer el año 2000 un suceso cuyas consecuencias la harían pionera en la extensión del miedo a la presencia de multitudes en los espacios públicos.

La madrugada del 21 al 22 de abril, mientras los sevillanos estaban en la calle contemplando cofradías, el orden se rompió. De lo que ocurrió sólo se sabe que espectadores y participantes comenzaron a correr presa del pánico. La seriedad que acompaña a estas manifestaciones se esfumó. Los cortejos se deshicieron en una turbamulta que se dispersó por las calles provocando un efecto dominó. El resultado inmediato: un tobillo roto y la presunta paliza que encajó en comisaría un joven al que la policía detuvo portando un cuchillo de cocina y culpó de los hechos. Lo peor vino después.

En días, meses y años posteriores, autoridades competentes y diletantes buscaron responsables dando por sentado que los sucesos habían sido obra de algún complot. La policía no halló culpables pese a que siguió todas las pistas posibles (hasta el punto de citar a un invidente como testigo.) Finalmente la Fiscalía se descolgó del caso pero la bola ya se había echado a rodar. Era el momento de montarse thrillers, con cartas apócrifas, pactos de silencio supuestos, amenazas anónimas y todo sin una sola prueba.

Los incidentes de la madrugada del 2000 dieron carta de naturaleza oficial a lo que llevaba décadas larvándose: la costumbre de sospechar de quienes viven la fiesta de otra manera y al deseo patológico de controlarlo todo

Los entusiastas de la conspiración siguieron (hasta hoy) insistiendo en buscar el enemigo secreto. Sin embargo los incidentes de la madrugada del 2000 no hicieron más que dar carta de naturaleza oficial a lo que llevaba décadas larvándose: la costumbre de sospechar de quienes viven la fiesta de otra manera y el deseo patológico de controlarlo todo. Desde finales de los ochenta términos como “movida”, “botellona”, “masificación” o “niñatos” y las llamadas a “poner orden” fungían como el moho sobre el papel de la prensa local todas las Semanas Santas.

El episodio era la profecía autocumplida que los gestores de la fiesta necesitaban. La paranoia securitaria, el relato de sucesos, la insinuación del peligro y la extensión del miedo por fin se confirmaron como la otra cara de las odas merengadas a la ciudad y sus tradiciones, mil veces repetidas y llenas de tropos sobados, que ocupan todo el año.

Podrá pensarse que con la falta de culpables volvería la espontaneidad de esa bulla que se separa y se reúne por las calles de forma autónoma con la Semana Santa como pretexto. Pero no fue así. Aprovechando el incidente y respaldados por las autoridades los gestores de las fiesta rompieron (o lo intentaron) esos usos. Un año después se creaba el Centro de Coordinación Operativa, Gobierno virtual de la ciudad en momentos de celebración.

El control de las masas en la calle tomará desde entonces una deriva desproporcionada que irá in crescendo. Los típicos programas de mano de Semana Santa que indicaban horarios y lugares se solaparon con una topografía militar donde la prensa local señalaba los peligros de los puntos conflictivos con una especial preocupación por quienes, en palabras del Inspector Jefe de la Policía Local en la primavera de 2001, “no van a ver la Semana Santa”.

Las aglomeraciones pueden ser gestionadas con vallados, calles de dirección única u otros métodos, pero lo que inquieta es la presencia de grupos indiferentes a la celebración. El desinterés implica un riesgo y en tanto que no existe un criterio para definir en qué consiste esa actitud cualquiera puede ser el “enemigo”. En realidad se está hablando contra las mayorías que acuden al reclamo de las procesiones de manera espontánea y no del todo piadosa.

Los poderes locales llevaban décadas apostando por una celebración introspectiva, contrita y devocional sin lugar para la diversión y el encuentro lúdico (e incluso erótico.)  Pero el gusto beato no ha logrado imponerse.

Los conspiradores no aparecen, pero el morbo vende y algunos recurren a la mentira: en 2003 el periódico El Mundo lanza el bulo de que unos “gamberros” habrían saboteado el servicio eléctrico de la ciudad. Otros, sin embargo, comenzarán a ver otro tipo de peligros donde antes no veían nada. Sillas de playa plegables, carros de bebé, aparcamientos de bicicletas, ancianos con andador... Sevilla en primavera sufre la seducción de lo peor. Los atentados islamistas del 11 de marzo de 2004 tuvieron su eco en la Semana Santa con el intento de controlar también el espacio radioeléctrico: se instalaron inhibidores de frecuencia y GPS en los cortejos procesionales.

Por mucho aparato tecnológico o policial que se despliegue, cuando el pánico se desata no hay forma de contenerlo: en 2015 fue otra reyerta entre jóvenes la que lo provocó y en 2017 unos tipos que dieron en golpear el mobiliario urbano al grito de “gora ETA” y “Allah es grande” causaron una estampida con el resultado de un centenar de heridos. Fueron juzgados en 2023, lo cual permitió mantener la tensión dramática y las especulaciones.

Para aliviar el miedo de unos pocos cada temporada se sacrificará un trozo de lo que significa estar en la calle en esas fechas.

Casi todas las primaveras hay incidentes que se apagan en sí mismos o con mínima intervención policial, lo cual no evita que se retome la teoría de la confabulación de gente periférica y jóvenes reacios a comportarse debidamente. Para aliviar el miedo de unos pocos cada temporada se sacrificará parte de lo que significa estar en la calle en esas fechas: en según qué plazas no se tolerará detenerse, en otros lugares se establece un “aforamiento”, un numerus clausus de personas que pueden acceder, se prohíbe la venta de alcohol desde las 22 horas del Jueves Santo a las 08 del Viernes, se colocan pantallas para que nadie se detenga a contemplar las cofradías allí donde tienen preferencia quienes han pagado una silla, se anuncia que habrá vigilancia desde el cielo por medio de drones, policías infiltrados entre los espectadores, inspección de las alcantarillas, rastreo de redes sociales, bolardos y vehículos policiales formando barrera para evitar atropellos masivos, pintadas orientativas sobre la calzada... “Operación Cirio” se llama en 2025.

Junto a las noticias de los “estrenos” en la parafernalia cofrade los medios recogen siempre estas novedades en materia de seguridad. Es un modelo de control exportable a cualquier acontecimiento que implique una presencia multitudinaria, desde un partido de fútbol hasta las compras navideñas. Pero es en Semana Santa donde alcanzará la hipérbole hasta el punto de llegar a desconfiarse de los propios participantes activos. El decoro de los cofrades es puesto en entredicho: según un artículo de 2025 “hay que formar al nazareno para que sepa comportarse" desde que se coloca el traje y el capirote en casa.

No hay contubernio contra las tradiciones. Al contrario: hasta la prensa más afín reconoce la “avalancha de cultos extraordinarios": en 2023 más del 60% de las cofradías salieron a la calle fuera de Semana Santa, durante 2024 fueron más de tres al día.

Lo cierto es que no sólo no hay contubernio alguno contra las tradiciones sino todo lo contrario. Hasta la prensa más afín reconoce la “avalancha de cultos extraordinarios -extemporáneos-” que soporta Sevilla: en 2023 más del 60% de las cofradías salieron a la calle fuera de Semana Santa, durante 2024 fueron más de tres al día. Incluso los barrios más periféricos quieren (a falta de otra manera de ejercer de sevillanos) adherirse a la fiesta y han montado once cortejos que procesionan el viernes y el sábado previos a la semana grande. Eso no ocurre donde los conspiradores andan tramando boicots por las esquinas. 

La Semana Santa sevillana es una metáfora de la dinámica urbana, un modelo que refleja y facilita el monocultivo turístico (hacia afuera y hacia adentro) y el esquema de segregación social por barrios. Se ha impuesto como la única expresión de la identidad local gracias a la presión institucional, al apoyo de la Academia y del capital. El respaldo de esos poderes tiende a reducir los márgenes de uso popular de la fiesta a la vez que permite sobredimensionarla hasta romper sus propios límites temporales, espaciales y cuantitativos.

Hay que hacer notar que ese apoyo también potencia su poder simbólico, su capacidad para arremeter contra cualquier intento de resignificación o contra-significación de la fiesta y sus iconos por mínimo que sea. En otras ocasiones las Hermandades ya intentaron encarcelar artistas o simples iconoclastas de las redes. En 2025 ha sido la aparición de un nazareno vestido de amarillo como parte de una campaña publicitaria lo que ha provocado el prurito de algunos, el año pasado fue el Cristo del cartel anunciador de la fiesta, que el ojo rancio de algunos adivinaban como abiertamente homosexual.

Repetimos: no existe una conjura contra las “tradiciones sevillanas”, lo que sí existe es una caterva de señorones que por ejemplo se permite llamar “espesura chabacana” a los fieles que esperan pacientemente sentados en una pequeña silla plegable la salida de la Hermandad del barrio del que fueron expulsados en los setenta. Esa y no otra es la mala ralea que padece la ciudad, los que se la apropian, tienen voz y además son apoyados institucionalmente en el oficio de insultar a los que no viven la fiesta como ellos quisieran.

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