Opinión
La excepcionalidad europea como coartada de la impunidad

España ha sido condenada once veces por tortura desde 2010. Once sentencias europeas y ninguna reforma estructural: lo que Europa no quiere aprender del sistema interamericano.
Tortura Ez
Dabid Sanchez Rueda de prensa en Iruñea. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo ha condenado a España por undécima vez por no investigar una denuncia de torturas.
31 dic 2025 06:00

Cuando pensamos en violaciones sistemáticas de derechos humanos, raramente imaginamos democracias consolidadas europeas. El relato dominante sitúa estos abusos en el pasado autoritario, en geografías del Sur Global o, de forma reciente, en los Estados Unidos de Trump. Sin embargo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España once veces desde 2010 por no investigar denuncias de tortura y tratos inhumanos. Once sentencias que evidencian no un fallo ocasional, sino un patrón estructural de impunidad.

Las cifras hablan, aunque el Estado prefiere que permanezcan dispersas. Entre 2004 y 2014, la Coordinadora para la Prevención de la Tortura documentó 7.500 casos de tortura o malos tratos. Entre 2013 y 2019, el Consejo General del Poder Judicial registró 448 condenas. Pero en septiembre de 2020, cuando el Comité Europeo contra la Tortura visitó España durante dos semanas, documentó 21 casos, mientras Interior reconocía oficialmente apenas diez denuncias anuales en comisarías durante la última década.

Esta contradicción no es un error estadístico: es un mecanismo político. Sin datos fiables, el Estado sostiene la ficción de que la violación de derechos es anecdótica.

El contraste interamericano

En América Latina, ese “tercer mundo” tan desdeñado por políticos y tertulianos, el sistema interamericano de derechos humanos desarrolló mecanismos más robustos de rendición de cuentas. No se trata de idealizar: la región sigue enfrentando violaciones masivas, fuerzas de seguridad brutales, impunidad extendida. Pero hay una diferencia fundamental en cómo se abordan los casos cuando llegan a instancias supranacionales.

El Tribunal de Estrasburgo funciona con lógica de caja registradora: verifica la violación, establece una multa, cierra el expediente. No impone reformas ni exige cambios estructurales. Los Estados pagan y siguen igual. España es paradigmática: once condenas y el régimen de incomunicación que facilita la tortura no solo sigue vigente, sino que fue ampliado de cinco a trece días.

La Corte Interamericana no se limita a constatar violaciones. Ordena investigaciones, reformas, disculpas públicas, garantías de no repetición. Sus sentencias buscan transformar estructuras

En contraste, la Corte Interamericana no se limita a constatar violaciones. Ordena investigaciones, reformas, disculpas públicas, garantías de no repetición. Sus sentencias buscan transformar estructuras. Los resultados son tardíos, incompletos, a menudo insuficientes, pero el diseño del sistema es distinto: no se conforma con compensar económicamente, intenta desmontar el mecanismo del abuso y poner a las víctimas en el centro del proceso de reparación.

La paradoja es tremenda: América Latina construyó justicia transicional desde la experiencia de dictaduras y la presión social por memoria, verdad y justicia.  Europa, instalada en su mito de democracia consolidada, asumió que los abusos eran residuales y que bastaba con indemnizaciones. El resultado: un continente que se presenta como garante global de derechos humanos sin mecanismos internos efectivos de rendición de cuentas.

La excepcionalidad como coartada

Cuando Amnistía Internacional denuncia tortura en España, la respuesta oficial es un disco rayado: “casos aislados”, “no es sistemático”, “hay controles”. Pero los datos desmienten el relato. Pau Pérez-Sales, asesor del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, describió con precisión que existe un “sistema torturante que requiere impunidad”, con estructuras que autorizan, diseñan, encubren y amnistían.

De las once condenas de Estrasburgo a España no sancionan solo la tortura en sí, sino la ausencia de investigaciones efectivas. En al menos seis, Fernando Grande Marlaska era el juez instructor

Las once condenas de Estrasburgo no sancionan solo la tortura en sí, sino la ausencia de investigaciones efectivas. En al menos seis, el juez instructor que archivó las denuncias sin practicar pruebas básicas era Fernando Grande-Marlaska, hoy ministro del Interior. El patrón se repite: denuncias archivadas sin forenses, testimonios desestimados frente a la versión policial, peritos médicos que no se llaman a declarar.

Esto revela que el problema no son algunos agentes que se “extralimitan”, sino un sistema judicial que blinda corporativamente a las fuerzas de seguridad. La impunidad se convierte en política de Estado.

Memoria e impunidad

España mantiene vigente una Ley de Amnistía de 1977 que impide investigar crímenes del franquismo, una anomalía que la ONU ha señalado repetidamente por contravenir obligaciones internacionales de justicia transicional. 

No es que América Latina haya resuelto su relación con el pasado dictatorial, pero ha logrado construir marcos que reconocen el derecho a la verdad, memoria y reparación. España niega sistemáticamente estos derechos a las víctimas no solo de la dictadura sino de las violaciones cometidas desde entonces. Un país que no ajustó cuentas con la tortura franquista difícilmente puede enfrentar la tortura democrática.

La ausencia de consecuencias no solo protege abusos; cuando las autoridades comprueban que violar derechos no tiene coste, la transgresión se normaliza y escala.

15 de diciembre de 1992, L’Hospitalet de Llobregat. Pedro Álvarez, de 20 años, muere de tres disparos tras una discusión de tráfico. Su novia identifica al agresor: un policía nacional. Dos días después lo detienen. El arma es reglamentaria, el vehículo coincide, hay testigos. La misma juez que ordenó su detención lo puso en libertad en seis días “por falta de pruebas”.

Han pasado más de treinta años. En 2022, el Supremo declaró prescrito el crimen. El presunto asesino nunca fue juzgado. Durante décadas, la familia sufrió seguimientos, amenazas y llamadas intimidatorias. El mensaje fue claro: el Estado no solo protege la impunidad con inacción judicial; también intimida a quienes se niegan a aceptarla.

17 de diciembre de 2025, Badalona. Más de 400 personas migrantes son desalojadas del antiguo instituto B9 en pleno invierno. La juez autoriza el desalojo, pero ordena al Ayuntamiento prestar atención social. Xavier García Albiol, alcalde del PP, se niega abiertamente: afirma que no invertirá “ni un solo euro” en dar vivienda a personas a las que llama “salvajes”. Las personas desalojadas terminan bajo un puente; se les prohíbe encender hogueras para calentarse; se suceden nuevos desalojos.

Dos días después, relatores de la ONU alertan: desalojar en invierno sin alternativa habitacional es una grave violación del derecho a vivienda y puede equivaler a trato cruel, inhumano o degradante. La Fiscalía exige que se cumpla la orden judicial. Consecuencias para Albiol: ninguna. No hay investigación por desacato, no hay sanción administrativa, no hay coste político. Al contrario: exhibe el desalojo como logro electoral, convierte el sufrimiento ajeno en capital político. La impunidad no es un vacío; es una estructura activa que permite el abuso.

22 de diciembre de 2025. Cuatro querellas contra policías infiltrados en movimientos sociales de Cataluña son archivadas. Los agentes operaron sin autorización judicial bajo una figura legal inexistente, infiltrándose durante años, accediendo a comunicaciones privadas y utilizando relaciones sentimentales como método de vigilancia. Los tribunales archivan argumentando que las víctimas “consintieron” ser infiltradas. La lógica es perversa: el Estado viola derechos mediante el engaño y el engaño se convierte en consentimiento.

El debate pendiente

El sistema interamericano, con todas sus limitaciones, ofrece una lección que Europa se niega a aprender: la rendición de cuentas requiere voluntad política de transformación; requiere verdad, justicia, reparación integral y garantías de no repetición.

La pregunta ya no es si España es una democracia. La pregunta es qué tipo de democracia es cuando el Estado – la policía, los alcaldes –, viola derechos humanos sin consecuencias reales.

Por eso la pregunta ya no es si España es una democracia. La pregunta es qué tipo de democracia es cuando el Estado –la policía, los alcaldes–, viola derechos humanos sin consecuencias reales. Cuando la ciudadanía deja de ser universal y se convierte en jerarquía: protegidos arriba, cuerpos prescindibles abajo.

Europa ha optado por un modelo que preserva el prestigio institucional a costa de las víctimas. Un modelo que permite al juez que archivó al menos seis casos de tortura condenados por Estrasburgo ser ministro del Interior. Un modelo que convierte los derechos humanos en una cuestión de multas pagadas con dinero público, no de transformación.

Europa y España tienen pendiente un debate honesto sobre su violencia institucional. Un debate que no puede seguir aplazándose con el argumento de la excepcionalidad democrática europea, cuando los hechos demuestran que esa excepcionalidad es, en gran medida, un espejismo que protege la impunidad.

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