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Fiestas populares
Fin de año. La noche de todas las noches
Cuando hablamos de “Navidad” nos referimos al día de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y a todo el período que tiene como eje la conmemoración del hito axial de nuestro calendario. Salvando la matriz histórica y sociocultural del cristianismo, encontramos el solsticio de invierno como hecho cosmológico que jalona el ciclo solar, de importancia para las sociedades agrícolas y que en nuestra sociedad urbana y post-industrial no tiene más incidencia que el ser origen remoto de los días festivos estipulados por ley. Sancionamos y reconocemos un estado de excepcionalidad con su principal reflejo en el ámbito del consumo, aquel que dota de trascendencia en un mundo secularizado. Estas fiestas navideñas resultan tan anodinas que no han sido un objeto de estudio relevante para la ciencia y casi todo son tópicos, situando las tradiciones populares en torno al sistema simbólico familiar, con la “Sagrada familia” como representación ideal. Ignorando la diferencia generacional en la duración del período festivo, en los momentos considerados de mayor relevancia y en los modos de celebración.
Para adolescentes y jóvenes el ritmo de trabajo y estudio es alterado en vísperas de la festividad, abriéndose un laxo período festivo que comprende unas tres semanas. Si son estudiantes, el mismo día que pone término a las clases es inicio de un tiempo de celebración y encuentro, como puede ser constatado en los espacios habituales de sociabilidad que registran notables alteraciones. Pero la clave es que, ya estudien o trabajen, tienen como día capital otro que no es la tradicional Natividad con su temática cristiana y profundas raíces paganas, sino el Año Nuevo carente de sentidos y significaciones profundas, una festividad ligera y débil como pocas.
Se ha desplazado el centro de gravedad. Ya no es la tradicional festividad de temática cristiana y raíces paganas de la Natividad, sino el Año Nuevo carente de significaciones profundas, una festividad ligera y débil como pocas
Este desplazamiento señala un “nosotros” diferenciado y distintas maneras de festejar. El mínimo común de estos días es el estar en familia. Dado que la familia tiene como momento y lugar propio de encuentro la mesa a la hora de comer, en estas fechas simplemente es sublimado el acto tantas veces repetido. No hay mucho más pero -tras la ingestión de alimentos, bebidas y programación televisiva- en las noches de Nochebuena, Navidad y Nochevieja, la trayectoria de unos y otros miembros de la familia diverge. Si con bastante antelación, en casos desde la misma vuelta a la escuela o al trabajo tras las vacaciones de verano, miran en el calendario buscando y recreando anticipadamente estas fechas, no es por el estar en familia sino por el momento posterior. Si y sólo si salen de marcha y celebran como esperan en la Nochebuena y la Nochevieja, tendrán ambos días y las fiestas navideñas en su conjunto relevancia. Es el salir lo que hace significativas estas fechas, no puede faltar y por tanto es el elemento central.
Si en la cena de Nochebuena el acto de estar en familia es sublimado, en la última noche del año lo será el salir fuera de casa
El cambio de año va acompañado de un ritual propiciatorio como es el comer doce uvas y desearse suerte los unos a los otros, subrayando la vivencia de una ocasión que aún arbitraria e intrascendente resulta motivo de regocijo, permitiéndose licencias en el comer y al beber. La juventud, además, reconoce la ocasión como la noche de todas las noches. Si en la cena de Nochebuena es el acto de estar en familia lo que es sublimado, en la última noche del año lo será el salir fuera de casa, siendo contados quienes no lo hacen. El carácter excepcional de la fiesta de fin de año se refleja en su anticipación los días e incluso semanas previas, en una inversión económica superior al de otra noche cualquiera o en los consumos de substancias psicoactivas, siendo la variación en la calidad, cantidad o tipo de substancias la mejor garantía de vivir una noche singular. Con bastante antelación se va definiendo qué se va hacer, dónde, cuánto costará y sobre todo con quiénes se celebrará, discriminando entre los diversos círculos de amistades. Luego seguirá el rendir cuentas por lo hecho esa noche. La rememoración constante y la supervivencia del recuerdo con el paso de los años es prueba de la importancia para los sujetos. Pueden tener dificultades al recomponer una noche cualquiera de fin de semana, pero algunas de las noches de fin de año sí pueden ser evocadas. Máxime cuando sea ocasión en que obtienen permiso paterno para llegar a casa más tarde lo acostumbrado, pasar toda la noche fuera o, incluso, sea la primera vez que salen en lo que constituye un hito vital de primer orden.
Para la etnografía de la fiesta las claves están en “el antes” y “el después”, no tanto en la celebración en sí sino en su anticipación y rememoración. Puede ser comprendida a partir del mismo juego de temporalidades, el antes y después de salir de casa, el estar con y sin la familia. En familia es propio cenar y comer las uvas, lo cual quizás sea sentido como algo que hay que hacer forzadamente en contraste con el segundo momento, aunque éste sea igualmente obligado. Resulta significativo como al rememorar los días posteriores qué se hizo esta noche todo el primer momento es omitido. Cenar y comer las uvas es lo de siempre, por lo tanto no es recordado al estar entre los iguales. Lo único destacable es la ingesta anormal de comida y de bebida, que puede ser lo primero evocado al encontrarse en la calle, rescatando del estar en familia aquello que liga una fase con la otra. La fiesta con propiedad comienza al salir de casa.
La noche de las noches como problema a resolver: el caos anticipado y la salvación precaria
La fiesta es uno de los hitos más relevantes del calendario de la juventud pero, en consonancia con la mixtificación del ejercicio de salir de marcha, ha pasado desapercibida para los científicos sociales y cuando ha sido expuesta en los medios de comunicación, y considerada como ámbito de actuación por la clase política, será en tanto problema a resolver, bajo modelos de representación análogos a “la movida”, “la botellona” o la problemática asociada que esté circulando.
Consolidada en la década de los años ochenta esta celebración juvenil diferenciada de las fiestas navideñas, su “descubrimiento” a comienzos de la década siguiente permitirá perfilar la problematización de la sociabilidad juvenil, contribuyendo a la ritualización de una emergente amenaza hasta el punto que, junto a las estampas líricas habituales por estas fechas, el fin de año queda afianzado como uno de los temas que tratar y por el cual siempre preocupar, fácil, recurrente.
Por el fin de año se condensan y ritualizan las problemáticas de cada fin de semana. También las respuestas
Es notoria la equivalencia estructural entre la fiesta y su problematización. Si para los jóvenes es una fecha singular para salir donde desplegar todas las potencias de la sociabilidad, también serán condensadas en esta noche las problemáticas asociadas. Al igual que la vivencia de la fiesta, cobrarán sentido en el antes y el después, en su anticipación y recreación posterior.
El principal motivo de preocupación en materia de seguridad ciudadana en un comienzo fueron las “fiestas de cotillón”, cuestión que se mantendrá con el paso del tiempo hasta el presente. Siendo históricamente los cotillones uno de los soportes de la celebración, serán también el centro de las producciones discursivas y de las intervenciones políticas destinadas a su regulación. Mientras que tuvieron como clientela a personas de cierta edad y posición social, no eran objeto de atención alguna ni ocupaban en los medios de comunicación más que espacios publicitarios. Hasta que la celebración se populariza. Desde mediados de los años ochenta del pasado siglo los cotillones proliferaron, ajustándose e impulsando la extensión de una celebración distinta por la juventud (destacable fue el cobijo que estas iniciativas empresariales dieron a los menores de edad), manteniendo el referente “fiestas de cotillón” para hacer inteligible realidades extrañas a las fiestas de antaño. También, en el curso de su problematización, fueron llamadas “fiestas ilegales” o “macrofiestas”. El peligro que comportarían es la ausencia de control gubernativo, careciendo de licencia específica y dándose en espacios no acondicionados según las normas de seguridad estipuladas por ley, siendo los mayores riesgos los derivados de su carácter multitudinario. Para la visibilidad del problema fue importante la actitud vigilante de las asociaciones de consumidores (por estas fechas tienen garantizado un cierto protagonismo en los medios de comunicación), pero no fue menor la presión y labor de denuncia de la patronal de la hostelería. Año tras año registramos en los medios de comunicación advertencias y denuncias hechas por asociaciones de consumidores y por asociaciones de empresarios, sumadas a las comparecencias de responsables políticos y policiales quienes ponen en alerta a la sociedad y anuncian adoptar las medidas correspondientes para hacer frente a cualquiera problemática. Se tratan de simples tomas de posición ante la opinión pública.
La autoridad gubernativa los días previos advierte a la ciudadanía y amenaza a los empresarios fuera de la ley, la noche de marras pone en marcha dispositivos especiales por los cuales policía e inspectores medioambientales atienden las denuncias ciudadanas de fiestas ilegales, mientras un dispositivo especial de tráfico se desplegará y finalmente estará el conjunto de medidas para contener “la botellona” o “el gran problema que esté operativo”, medidas todas tan limitadas en su efectividad como profusas fueron las alarmas emitidas.
Si tras cualquier fin de semana suelen ser sobredimensionados pequeños hechos aislados para construir titulares mayúsculos, tras el fin de año la noticia es una “normalidad” plagada de incidencias
El tono característico en la recreación del problema lo tenemos con “el día después”. Tras las oscuras premoniciones vertidas cuando la fiesta se acerca, el estado de excepción festivo transcurre con cierta tranquilidad, lo cual en lugar de falsar los negros augurios sirve de confirmación. Si tras cualquier fin de semana suelen ser sobredimensionados pequeños hechos aislados para construir titulares mayúsculos, tras el fin de año la noticia es la “normalidad”. Son empleadas fórmulas retóricas del tipo “la noche más tranquila desde hace tiempo” o “no se produjeron los altercados de orden público que suelen ocurrir en noches como ésta”. Jamás se han producido los sucesos cuya recurrencia se teme. Pese a que no hay registrados incidentes serios en ninguna ocasión, en una nueva vuelta de tuerca vemos como la normalidad constatada es vestida de lo excepcional, con las alusiones a cuánto pudo ser y no fue gracias a las admoniciones vertidas y las medidas tomadas. Unido, lógicamente, al recuento sistemático de todo aquello que esa noche ocurra, ligado o no a la fiesta y que adquiere relevancia justamente por esta ligazón.
Tendremos el día después un computo detallado de accidentes de tráfico y serán descritas las intervenciones policiales, sanitarias y de servicios de bomberos, vistosamente recreadas las peleas callejeras como anotadas las acciones vandálicas, el número de urgencias sanitaria, las denuncias ciudadanas y ciudadanos identificados y detenidos, incluyendo el relato los más mínimos hechos para sentenciar finalmente como “no pasó nada extraordinario”, “fue una noche normal” u “otra noche más”. Este detalle de los incidentes en una noche sin incidentes debe provocar una lógica preocupación: si esto es la normalidad... qué no podría haber pasado.Todo cuanto sucede esta noche será achacable a la fiesta, al igual que cuanto suceda un fin de semana es producto de “la movida”, “la botellona” o “lo que fuera”. La normalidad registrada será caracterizada desde el compendio de los desordenes de cualquier noche. El caos anticipado y una salvación siempre precaria por los garantes del orden, como otra noche más, como en años pasados y en los tiempos que vendrán.
Arranca el calendario. Siempre igual.