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Genocidio
No lo soportamos más: un alarido por Gaza

Hace más de 20 años inicié un viaje por tierra de El Cairo a Rafah, mi objetivo era atravesar Gaza para llegar a Haifa donde me esperaba un voluntariado de unos meses en una ONG que trabajaba con mujeres árabes y judías. Mi amiga C. me esperaba allí, ella había viajado unos meses antes desde Madrid, también como voluntaria, y me había contado que había quedado una vacante, ayudándome también con los trámites. En unas horas podría reunirme con ella, íbamos a estar juntas en Palestina, vivir en la herida colonial que apenas habíamos empezado a comprender en nuestros años universitarios, aún tan recientes por aquel entonces.
Solo pasé unas horas en Rafah, pero fue una lección de vida. Aprendí la humillación supremacista en el desprecio con el que las jóvenes israelíes, vestidas en vaqueros, malpronunciaban los nombres de los palestinos que llevaban horas esperando poder volver a sus casas. Aprendí la altanera impunidad sionista en la arrogancia del soldado israelí que se llevó mi documento para devolvérmelo con un sello de entrada denegada. Yo tenía un apellido árabe y un pasaporte europeo, no iba a permitirme entrar para manifestarme junto a esos “perros palestinos”. “Yo puedo viajar a la Costa del Sol cuando quiera”, me dijo mientras chupaba una piruleta, “pero nosotros tenemos derecho de admisión, como en las discotecas”.
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Pasé horas sentada fuera de la frontera de Gaza, esperando un bus que me llevara de regreso a El Cairo. Lloraba de impotencia. La rabia me mantuvo maldiciendo durante las interminables horas del viaje de vuelta. Han pasado más de dos décadas de aquello, ayer cientos de personas esperaban angustiadas en el aeropuerto de El Cairo empezar la primera etapa de la Marcha Mundial a Gaza. Mientras decenas de activistas eran deportadas, el vértigo de la impotencia se abría paso en las entrañas de las personas que aún volaban al país para sumarse a este acción masiva. Una de ellas es mi amiga C., la misma que hace más de 20 años esperaba noticias mías mientras un israelí me denegaba la entrada a la Franja. Ahora soy yo quien espera noticias suyas mientras sigo en las redes sociales la suerte de quienes, como ella, como otros compañeros de El Salto, intentan llegar hasta Rafah. Intentan llegar hasta Rafah porque Israel quiere borrar Gaza de la faz de la tierra y ahora su “derecho de admisión” parece llegar hasta el mismo aeropuerto de El Cairo. Y ya no podemos soportarlo.
Ya no podemos soportarlo. Lo hablamos con los compañeros y entre las amigas. Lo hablamos con nuestras hijas, lo murmuramos en las manifestaciones. Se lo gritamos al periódico, a los post en las redes sociales, al televisor. El fuego en los hospitales y las tiendas de campaña, el sadismo de la hambruna programada, la perversidad de organizar la caza de quienes acuden desesperados a buscar comida a las trampas del enemigo, el asesinato programado de periodistas. Niños que se quedan huérfanos, son acogidos por otras familias, y vuelven a quedarse huérfanos tras un nuevo bombardeo. Madres y padres que deambulan en medio de los escombros abrazando los cadáveres de sus hijos. Los drones como diablos apocalípticos sobrevolando lo que una vez fueron hogares. La basura, los cuerpos en descomposición, las ruinas del futuro. Los planes de crear la Riviera del Mediterráneo escupiendo a la dignidad del mundo. ¡Un resort sobre la masacre de Gaza mientras el abominable ejército terrorista israelí habla de la Flotilla de la Libertad como el yate de los selfies!
Ya no podemos soportarlo. Mientras los países europeos hacen aspavientos, no han abandonado ni un minuto su indignidad colaboracionista. Mientras los países árabes quedan y vuelven a quedar en sus malditas cumbres en hoteles de lujo para jugar a ser grandes estatistas, Al Sisi se presta a retener la marcha a Rafah y detiene y deporta a los valientes internacionalistas. Y mientras la complicidad con Israel es abierta, obscena y militante, levantarse contra el genocidio es un gesto que a tantas les está costando el futuro y la libertad en cada vez más sitios. Ya no sabemos ni qué escribir al respecto.
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“Otro día en el que escribir sobre Gaza no sirve para nada”, así se titulaba un artículo que se publicó la semana pasada en El País. Entre un grupo de escritoras circuló una pregunta: “Si pudieras hacer algo, realmente, algo que no sea por completo inútil, ni siquiera real, si eso digamos que pudiera cambiar algo, por mínimo que sea, por extremadamente pequeño en su gesto, pero que nos humanizara en estos días de masacre, ¿qué harías?”. ¿Qué hacer? La pregunta nos interpela desde hace ya demasiado tiempo, cuando todo lo que hacemos parece ser insuficiente ante el poder absolutista de este fascismo descarado. “Un grito en todos los lugares del mundo a la misma hora que perfore los oídos de los indiferentes y que retuerza la nuca de los genocidas”, propone en el artículo la escritora peruana R. “Un tsunami de lágrimas de niñas y niños que inunde los bunkers donde se esconden los que ordenan matar”, apunta la autora mexicana D.
En la primavera de 2024, las acampadas en solidaridad con Gaza florecieron en los campus de innumerables ciudades, mapeábamos los brotes con entusiasmo, después de que la causa de Sudáfrica empezara a languidecer en los impotentes tribunales de una justicia internacional herida de muerte. Un año después, mientras los primeros estudiantes que alzaron la voz se enfrentan a la cárcel y la deportación en Estados Unidos, nuestra villana local intenta emular al fascista mayor, con una ley que multaría gravemente cualquier acción como aquella. El año pasado pasé por la acampada, cerca de la universidad donde mi amiga C. y yo estudiamos. En un cartel se hablaba sobre grupos de afinidad. Las chicas que ahí estaban me explicaron que así se organizaban, células de cercanía y amistad, articuladas desde los afectos. Organizadas de una forma radicalmente política.
Hace algo más de 20 años Israel había comenzado su “desconexión’ de Gaza, se fueron los colonos para poder bombardearla mejor, como ha sucedido tantas veces desde entonces, mucho antes del 7 de octubre. Ayer la Franja se quedó incomunicada, como en las primeras semanas de esta última masacre. La desconexión se convierte en total, avanza el plan sionista: se acelera la aniquilación. Hace días que yo solo pienso en gritar, como imaginaba la escritora R. Ayer leía cómo la pediatra palestina cuyos nueve hijos y marido asesinó hace unos días Israel, intentaba reconstruir su vida en Italia junto al único otro superviviente de su familia, un niño de 11 años mutilado de por vida, y quise unirme a un tsunami de lágrimas que anegara toda excusa, como el que pensó la escritora D. Y hoy, mientras me escribo con mi amiga C. pienso en afinidades y afectos como materia política, pienso en llamar a mis amigas, a ver qué hacemos con nuestros alaridos y nuestros llantos. Porque no lo soportamos más.