Si el Gobierno no necesitaba la abstención de EH Bildu para prorrogar el estado de alarma, ¿cómo podemos interpretar el acuerdo con la formación vasca para derogar de manera integral e inminente la reforma laboral? ¿Qué necesidad había de incluir en una negociación de coyuntura un tema de tanta trascendencia sin el más mínimo diálogo social y dejando al margen al resto de socios parlamentarios? ¿Era preciso exponerse al ridículo de la rectificación apenas tres horas después de la firma del acuerdo? Todo este asunto de la prórroga del estado de alarma (era eso y no otra cosa lo que estaba en juego), por confuso que parezca, arroja luz sobre la situación política que vivimos.
Aunque la prórroga salió adelante por una cómoda mayoría, la coalición de gobierno no podía fiarse del comportamiento de Ciudadanos, por lo que se buscó, hasta el último momento y a cualquier precio, tener controlada la situación por medio de abstenciones selectivas. EH Bildu puso la derogación integral y temprana de la reforma laboral por delante, pero bien podría haber puesto una capa y un estoque. No había miedo o, mejor dicho, había mucho.
Los de Arrimadas cumplieron la palabra dada y la abstención de EH Bildu se tornó innecesaria, y el acuerdo de derogación integral e inminente de la reforma laboral, un marrón inasumible
Finalmente, los de Inés Arrimadas, que no tenían mucha más opción para mostrar personalidad propia que distanciarse de la deriva ultra de Partido Popular y Vox, cumplieron la palabra dada, por lo que la abstención de EH Bildu se tornó innecesaria, y el acuerdo de derogación integral e inminente de la reforma laboral, un marrón inasumible. Lo que hemos visto a partir de ese momento (rectificaciones, matices e interpretaciones varias del acuerdo firmado, guerra de posiciones dentro del Gobierno de coalición, reacciones airadas por doquier, etc.) puede parecer la consecuencia de un error de bulto en el cálculo estratégico en una votación concreta, pero creemos que puede resultar más sugerente analizarlo como una muestra (una más) de la quiebra y precaria recomposición del sistema de partidos en España.
Así pues, es necesario reiterar que la fragmentación parlamentaria no es el problema (aunque qué duda cabe de que dificulta la gobernabilidad), sino la expresión de una realidad política no acabada de asumir. Mientras tanto, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) pretende gobernar como lo habría hecho en un ejecutivo monocolor en minoría, es decir, sirviéndose de la “geometría variable” a izquierda y derecha, sin otro objetivo que garantizar la continuidad del Gobierno en el corto plazo. No en vano el estado de alarma ha reducido a dos semanas los lapsos en los que se decide el futuro político del país. Mañana, dios dirá. De ahí que el acuerdo con Ciudadanos no impida negociaciones paralelas con EH Bildu, Esquerra Republicana de Catalunya o Compromís, para lo cual Unidas Podemos (UP) cumple la fundamental función de facilitador, papel que ha desempeñado con éxito desde la moción de censura contra Rajoy y que avala su entrada en el Gobierno de coalición.
El PSOE pretende gobernar como lo habría hecho en un ejecutivo monocolor en minoría, sirviéndose de la “geometría variable” a izquierda y derecha
Pero no olvidemos que esa entrada se produjo tras dos fracasos electorales de la formación morada, lo que redujo considerablemente su fuerza parlamentaria y, por ende, su capacidad de influencia en la elaboración del programa de gobierno de la coalición. En cierta forma, UP es desde entonces un rehén en manos del PSOE que empieza a notar los efectos secundarios de un incipiente síndrome de Estocolmo. De ahí las reacciones “cristalinas” en los medios de comunicación, como la otra cara sobreactuada (“pacta sunt servanda”) de la debilidad en los despachos donde se toman las decisiones que vinculan.
Por este camino, es previsible que en las próximas semanas asistamos a una escalada en las tensiones en el seno del Gobierno de coalición. Para evitarlo, sería preciso concebir la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica tras la crisis sanitaria como una oportunidad para construir un consenso amplio con las fuerzas que posibilitaron la investidura de Sánchez. Ese consenso tendría que ser trabajado como un acuerdo que dotara de estabilidad al resto de la legislatura, no como un simple parche para la gestión controlada de la desescalada, y debería incluir compromisos explícitos para avanzar en una agenda reformista que aborde, entre otras medidas de urgencia, la enorme brecha de la desigualdad, el refortalecimiento de lo público tras los drásticos recortes de la última década y la dignificación del empleo en aquellos sectores que la crisis sanitaria ha mostrado como esenciales, muchos de ellos especialmente precarios. Este habría de ser el programa de mínimos para un auténtico “gobierno del Parlamento” en una legislatura que nació para ser progresista o no ser, algo que neutralizaría, de paso, la improvisación, el equilibrismo cortoplacista y el cálculo electoral propios de un escenario político hiperfragmentado.
Puede que esta vía no sea la más ambiciosa en términos de una transformación progresista del país, pero sí nos parece que ofrecería una agenda política clara que contribuiría a aliviar la incertidumbre existencial de los sectores sociales más expuestos a la crisis económica en ciernes. Retomar la iniciativa a partir de esa agenda clara y con un respaldo amplio sería, por cierto, la mejor manera de combatir el ruido ensordecedor del que se alimenta la extrema derecha.
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