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Green European Journal
¿Es posible una Inteligencia Artificial verde y justa?
La inteligencia artificial (IA) vuelve a abrir el debate entre tecnología y derechos fundamentales. Su potencial la convierte en un arma de doble filo según en qué manos caiga. Al igual que la televisión o el cine llegaron a ser armas de propaganda masiva o que las redes sociales pueden ser fuentes descomunales de desinformación en el siglo XXI, ¿qué papel puede jugar la IA en un mundo cada vez más convulso y con fuertes tintes autoritarios y reaccionarios?
Inteligencia artificial
Resumen 2024, el año en que nos hartamos de la Inteligencia Artificial
Muchos poderes públicos claman que la IA bien empleada puede servir como un sistema para reforzar la seguridad ciudadana. Sin embargo, si bien puede llegar a ser cierto en algunos casos, el reconocimiento facial y la vigilancia biométrica en espacios públicos y privados abren también las puertas a reducir fuertemente ciertos derechos fundamentales como la libertad de expresión e información, el derecho a manifestarse o el derecho a la privacidad. Y nada de esto es un futurible. En Argentina, dos días antes de una importante manifestación en 2023, el Gobierno motosierra del presidente Milei, con su lema antipiquetero “el que corta no cobra”, amenazó con utilizar el reconocimiento facial para identificar a las personas manifestantes y recortar sus beneficios sociales. La amenaza surtió efectos: la poca gente presente en la calle era inversamente proporcional al mucho derecho a la protesta que se evitó de forma preventiva.
En Rusia, personas que atendieron el funeral del opositor Alexei Navalny, muerto en las cárceles de Putin, fueron arrestadas tras ser identificadas por el reconocimiento facial que analizó las imágenes de las cámaras de seguridad y de las redes sociales. Big Brother strikes again.
Si no se regula o controla correctamente la IA, no todos somos y seremos iguales ante ‘Big BroTech’.
No solo esto. Como si ya estuviéramos inmersos en un capítulo de Black Mirror, la IA puede reforzar de forma muy tangible los llamados social scoring, es decir sistemas de puntuación social o ciudadana. A través de estas herramientas, es posible evaluar los comportamientos de las personas mediante la recopilación masiva de datos personales y luego vincular sus derechos, sus prestaciones sociales o al acceso a los servicios públicos a su puntuación.
Las consecuencias en la vida cotidiana son potencialmente enormes: menos privacidad, discriminación social, control en el ámbito público y privado, impacto en la salud mental, etc. ¿Imposible? Pero si China ya lo está probando con su sistema de crédito social. Así que, desde el punto de vista de los derechos y seguridad, andemos también con cuidado ante la llegada de la IA china DeepSeek. Más allá de la censura más visible en esta IA (pregúntele a ella misma por ejemplo sobre Tiananmen o Taiwán), el Gobierno chino ya ha probado en el pasado que sabe usar su poder tecnológico como arma para la vigilancia, el control y la coerción tanto en su país como fuera. Ojo, no es oro todo lo que reluce.
Pero no seamos hipócritas. En Estados Unidos, el país de la 'broligarquía', si bien los objetivos iniciales de algunos usos de la IA buscan con razón mejorar la eficiencia de lo público y hasta lo pueden conseguir, se ha estudiado que los algoritmos también pueden tener un sesgo discriminatorio en contra de los colectivos pobres y clases trabajadoras.
En Argentina, Rusia o Ámsterdam ya se han puesto en práctica (o se ha amenazado con hacerlo) usos represivos de la inteligencia artificial
En Ámsterdam, las autoridades llegaron a utilizar un algoritmo para clasificar a los jóvenes de barrios desfavorecidos en función de su probabilidad de convertirse en delincuentes. Como critica un centenar de ONG europeas, hoy la IA tal y como es desarrollada hoy amplifica las discriminaciones de clase, sexistas o racistas. Si no se regula o controla correctamente, no todos somos y seremos iguales ante 'Big BroTech'.
Y recordemos: los derechos no son solo civiles sino también sociales y económicos. En este sentido, ¿cómo afecta la IA a un derecho constitucional básico como es el trabajo? Mientras que hoy la IA irrumpe en el mundo laboral, o al menos así se vende, como un coche de Fórmula 1 en una zona 30, la realidad es quizás menos disruptiva. Por ejemplo, en España, un informe no apunta a una gran revolución laboral sino más bien a cambios diferenciados y matizados según qué sector.
Por su parte a nivel mundial, la Organización Internacional del Trabajo augura sobre todo una complementariedad entre los empleos existentes y la IA, indicando un cambio en la intensidad del trabajo y la autonomía, con un mayor riesgo para las mujeres. Asimismo, sin prisa, pero sin pausa, el cuestionamiento en torno a IA y trabajo tendría que ser ante todo cualitativa y finalista. ¿Reforzará la IA a las personas trabajadoras o mermará sus derechos? ¿Aportará más igualdad laboral entre hombres y mujeres o mayor brecha de género? ¿Ayudará a deshacernos de los trabajos de mierda o los hará aún más de mierda? Y más allá, ¿fomentará los sectores verdes o reforzará los sectores insostenibles?
El precio ecológico de la IA
No es un secreto para nadie: la IA consume cantidades astronómicas de recursos naturales. No lo dicen ludistas o ecologistas lunáticos sino Sam Altman, el director general de OpenAI. Reconociendo que la IA podría crear una crisis energética, llegó a decir en el foro de Davos del 2024 que “no hay manera de llegar sin cambios drásticos”. Si bien el mismísimo gurú de la IA reconoce lo evidente, la industria no da ni filtra casi ningún dato. Sin embargo, la IA, ya sea para sus centros de datos, sus procesos de aprendizaje o su uso diario, necesita mucha electricidad, agua, minerales, al mismo tiempo que emite mucho CO₂.
Primero, se estima que la demanda de electricidad relacionada con la IA creada por las grandes tecnológicas se podría duplicar de aquí a 2030. En 2027, ¡la IA generativa podría consumir ni más ni menos que tanta electricidad como España en 2022! El problema es que esta demanda crece más rápido que el desarrollo de las energías renovables y nos enfrenta a dos problemas de gran magnitud. Por un lado, ¿cómo generamos esta electricidad? Mientras Trump 2.0 apuesta por las energías sucias como el carbón, el petróleo o el gas, y por tanto llevarnos a los peores escenarios climáticos, Altman y otras grandes multinacionales de la IA, como Microsoft o AWS, apuestan por la energía nuclear para complementar las renovables. Y no cualquier nuclear, la fusión, que hoy sigue siendo una distopía lejana.
La IA requiere un consumo de recursos astronómicos que puede que el aumento de las renovables no pueda cubrir. La demanda eléctrica de la IA crece de forma que, en 2027, podría alcanzar el equivalente a todo el consumo eléctrico de España en 2022
Así que, si uno apuesta por proteger el clima y sin esperar a la más que dudosa fusión, otro problema surge. Si la oferta de electricidad renovable es insuficiente para la demanda global, ¿quién se quedaría con la electricidad verde producida? En un mundo donde no es posible tenerlo todo al mismo tiempo (energía infinita y clima estabilizado dentro de los límites del Acuerdo de París), habría que decidir entre chatear con una IA, conducir el coche eléctrico o encender la luz en casa. U otra opción: que solo una parte de la población tenga acceso a estos servicios que quizás algún día sean considerados como lujos para otra parte de la población. Sin ninguna sorpresa, de nuevo, ecología y justicia son dos caras del mismo reto.
Segundo, la IA necesita agua, mucha agua. Incluso utilizando modelos conservadores, se proyecta que el consumo de agua dulce de los centros de datos de Estados Unidos en 2028 podría hasta cuadruplicar el nivel de 2023. Para cada diez consultas que usted le hace al ChatGPT-3, se consume 500 mililitros de agua. Multiplique esto por miles de millones de consultas al día y hágase una idea del volumen total requerido.
Con la IA, nadamos en un océano de efecto rebote. Como cualquier otra nueva tecnología reciente, la inteligencia artificial requiere también muchos minerales (cobre, litio, cobalto, etc.). Esto podría reforzar los conflictos de uso entre IA, coches eléctricos y energías renovables, todos muy necesitados de dichas materias primas, y acentuar la presión sobre los conflictos socioecológicos tales como la apertura de nuevas minas en Europa. La tecnología no es inocua; su desarrollo tiene un precio ecológico y democrático.
Por último, la IA no es para nada neutral en carbono. Si realiza usted una conversación corta con el último modelo de ChatGPT, habrá emitido en torno a 0,27 kilogramos equivalentes de CO₂. Y si realiza una media de intercambios de este tipo al día durante un año, hablamos de casi una tonelada de CO₂ al año. Esto equivale a la mitad de lo que una persona debería emitir en 2050 para respetar el Acuerdo de París.
Poca broma sí, pero, a la luz de los acontecimientos provenientes de China, este consumo de energía y emisiones faraónicas no parecen del todo inevitables. Donde parecía que solo el Big (Heavy) Tech estadounidense muy necesitado en recursos podía rendir bien, la china DeepSeek llega a resultados similares usando mucho menos chips. Según los primeros datos, consume entre un 10% y un 40% menos de energía que sus competidores. Si bien hay que cogerlos con cautela hasta tener más transparencia sobre la realidad de la IA asiática, y que incluso así el consumo sigue siendo ingente y no se libra del efecto rebote, esta (relativamente) Little Tech aporta un granito de arena para cuestionar los excesos de la IA de Silicon Valley.
Pero más allá de este pulso energético y geopolítico entre EEUU y China, para ambos se plantea la pregunta del millón: ¿Puede la IA compensar la huella ecológica que ella misma provoca e incluso inclinar la balanza hacia la sostenibilidad? Es lo que piensa Bill Gates. Es cierto que existen usos alentadores para la transición ecológica: redes energéticas más eficientes, modelización climática más potente o investigación científica más rápida. Pero lo mismo se decía de la revolución digital de la High Tech hace 30 años. Hoy, a pesar de sus promesas iniciales en los noventa y de sus usos nada insignificantes a favor de la eficiencia, Internet emite más CO₂ que la aviación y la huella ecológica mundial no ha parado de crecer.
Y recuerden: en el campo de la IA, no solo juega el equipo de la transición ecológica. Al igual que lo hicieron con lo digital, los magnates de las energías fósiles también usan hoy la IA para acelerar la exploración y explotación de hidrocarburos. Y evidentemente, por mucho que, pese al clima, no juegan para perder. ¿In Gates we trust?