Análisis
Políticas de erradicación del chabolismo en Huelva: cinco años escondiendo la desigualdad

Los planes para erradicar los asentamientos chabolistas en la provincia de Huelva no están solucionado la vulneración de derechos humanos continua que hay en la zona desde hace más de veinte años.
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Sofía Urwitz Para casi cualquier compra hay que desplazarse a los pueblos más cercanos, a veces a kilómetros

Como en muchos otros contextos, la pandemia del covid-19 y sus efectos sociales y políticos supusieron un antes y un después en la actitud de las instituciones frente a los asentamientos chabolistas de Huelva. Durante más de 20 años los principales ayuntamientos de la Huelva fresera habían asistido impasibles a la proliferación de los asentamientos, con condiciones de vida indignas, en su territorio —con la notable excepción de Cartaya, que desde el comienzo impidió, por los medios que fuera necesario, la construcción de chabolas. La pandemia, no obstante, visibilizó a una mano de obra agrícola designada como esencial, desencadenó protestas de los jornaleros residentes en chabolas del municipio de Lepe y, de esa manera, tocó lo intocable: la imagen pública de las empresas de la fresa.

La reacción no se hizo esperar. En el corto plazo, contención de daños: los ayuntamientos se sentaron con los temporeros y entidades sociales, movilizaron fondos del gobierno central y concedieron medidas paliativas de cierto impacto durante algunos meses. La verdadera respuesta, no obstante, vino algo después: si las chabolas se ven más y hacen más ruido que otros modelos residenciales (como las viviendas modulares dentro de las fincas), se las erradica.

Prohibir (re)construir significa que ahora el fuego no sólo se lleva tus pertenencias, tus papeles (con todo lo que esto implica) y pone en riesgo tu vida: también te deja en la calle.

El consistorio de Lepe, el más afectado por las protestas y crisis reputacional de 2020, tomó la iniciativa con su Plan Integral de Erradicación del Chabolismo de 2021, y lo cierto es que el número de chabolas en pie en el municipio es hoy una mínima fracción de lo que había sido cinco años atrás. Otros municipios del entorno (Moguer, Palos de la Frontera y Lucena del Puerto) y los gobiernos autonómico y central se han ido sumando después con sus propios planes, programas y marcos, proyectando una imagen de cooperación institucional inaudita y éxito de política social: ¡por fin estamos acabando con los asentamientos! Pero, ¿Qué hay de cierto en todo esto? ¿Qué están suponiendo realmente estas políticas para las personas residentes chabolistas?

Asentamientos chabolistas en Huelva: casi tres décadas de condiciones de vida indignas

Ubiquémonos primero en qué es esto de los asentamientos de Huelva. Desde finales de los 90, una parte de los temporeros de la provincia han construido sus (infra)viviendas en el campo, con materiales baratos como pallets, cartones y plástico de invernadero. Para algunos es la única salida frente a la pobreza, la inestabilidad y el racismo inmobiliario —otros, pudiendo dormir en alojamientos en las fincas, prefieren irse a las chabolas, donde la vida es dura pero, terminada la jornada laboral, son más dueños de su tiempo, su ocio y su espacio.

A menudo estas chabolas se juntan por decenas o cientos, formando los llamados asentamientos. Las personas que uno encuentra allí son, muy mayoritariamente, hombres del Sahel y magrebíes, que migraron solos jugándose la vida en el Mediterráneo y el Atlántico, grandes fosos (cuando no fosas) de la Europa fortaleza, para acabar cayendo en estas pequeñas villas miseria del rural andaluz. Es frecuente oírles decir, con tristeza en los ojos y rabia en las palabras, que jamás en Malí, en Senegal, en Marruecos, habían visto —menos aún experimentado— condiciones de vida tan inhumanas. “¡Merecemos respeto!“, me dijo en Lepe Ousman (nombre ficticio), temporero senegalés que había pasado las dos últimas primaveras durmiendo entre las chabolas y el duro asfalto del polígono industrial del pueblo. Y lo mismo le vi gritar desesperado, en el macro-asentamiento de Las Madres, en Moguer, a otro chico joven, también africano, con las marcas de la pobreza bien visibles en la cara, la ropa y el cuerpo.

En las chabolas, el frío, el calor y la lluvia entran sin clemencia por el techo y las paredes —pregúntate qué han supuesto las lluvias torrenciales del último año en estos lugares—, igual que los roedores y las plagas de mosquitos. Los incendios son frecuentes, a veces llevándose vidas, y para casi cualquier compra hay que desplazarse a los pueblos más cercanos, a veces a kilómetros. Graves enfermedades infecciosas, como la hepatitis, están presentes. La basura se acumula, indefinidamente y a montones, ante la negativa de los ayuntamientos a proporcionar ningún tipo de servicio de recogida.

Aunque aún son clara minoría, cada vez va habiendo también más mujeres: sobre todo temporeras marroquíes que, al decidir abandonar el programa estatal de migración estacional, se convierten en migrantes irregularizadas, y distintos mecanismos de exclusión acaban empujándolas hasta las chabolas. En total en toda la provincia, unas 4.000 personas llegan a habitar estos espacios durante la campaña fresera de primavera, y en torno a un tercio de esa cantidad durante el resto del año.

Esta desigualdad tan cruda, tan incompatible con cualquier autopercepción como sociedad democrática e inclusiva, explica el sorprendente consenso político en un momento de tensión irreconciliable entre bloques. Todos los implicados (ayuntamientos del PP y del PSOE, la Junta de Juanma Moreno, el Ministerio de Derechos Sociales de la etapa de Unidas Podemos), en algún momento del último lustro han querido sacar pecho de estar “acabando con el problema de los asentamientos”, terminando por fin con décadas de exclusión económica, social y de salud.

Políticas de Erradicación del Chabolismo

¿Qué es, entonces, lo que se está haciendo? ¿Cómo se erradica el chabolismo? Con variaciones según municipio, a grandes rasgos lo que todos intentan hacer es, primero, medir “el problema”: identificar y ubicar cada asentamiento, cada chabola y cada residente. Después, prohibir que se construyan chabolas nuevas, o que cambien de dueño. Cuando identifican que el morador originario abandona una o se la pasa a otra persona, el ayuntamiento mete la excavadora en el asentamiento y la derriba. La máxima, en teoría, es no obligar a nadie a dejar su chabola, pero ir demoliendo los asentamientos poco a poco según sus residentes las dejan por su propio pie. Además, en algunos pueblos (Lepe y Moguer) se instalan albergues públicos para temporeros que, si bien ni de lejos tienen plazas suficientes, permiten que al menos una pequeña parte dejen su chabola pasando a una alternativa mejor.

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El macro-asentamiento de Las Madres, en Moguer, visto desde fuera. Sofía Urwitz

Esta estrategia la diseña Lepe ya en su Plan de 2021, implementándola desde entonces con constancia y determinación, y lo cierto es que los resultados acompañan. Grandes asentamientos históricos han desaparecido casi por completo, y una imagen mítica de la Huelva agroindustrial, entrar a Lepe por autopista y ver a tu izquierda el macro-asentamiento del Cementerio con sus cientos de chabolas, simplemente ya no existe. Otros municipios le han seguido a la zaga, con distintos (siempre menores) niveles de éxito. Y sobre el papel parece, en realidad, un modus operandi comedido, o a celebrar, incluso. Pero escuchando a los jornaleros y a las organizaciones sociales se desvelan unas letras pequeñas y unos efectos perversos que componen una imagen bien distinta. 

La misma prohibición de nuevas construcciones no es tan inofensiva como parece. Para empezar, al menos en Moguer, el ayuntamiento tampoco permite reparar las chabolas. Cuando el plástico de las paredes o el techo se pudre y agujerea, la lluvia y otros elementos sirven al ayuntamiento como agentes involuntarios de mobbing inmobiliario silencioso. Además, en un contexto con incendios recurrentes y viviendas de pallet y plástico, relativamente a menudo los jornaleros pierden y de inmediato reconstruyen sus chabolas. Prohibir (re)construir significa que ahora el fuego no sólo se lleva tus pertenencias, tus papeles (con todo lo que esto implica) y pone en riesgo tu vida: también te deja en la calle.

Se detectan, además, irregularidades en los derribos de chabolas en teoría abandonadas. Muchas veces se ha demostrado a posteriori que una vivienda demolida sólo estaba temporalmente vacía, mientras su residente trabajaba en otra provincia —o incluso mientras recogía fruta en alguna finca cercana, sólo para volver del tajo por la tarde y ver su vivienda destruida a los pies de una excavadora. La actividad militante de la Asociación Multicultural de Mazagón frente a estos atropellos es especialmente imprescindible e infatigable. Entre los casos más destacados, su demanda al ayuntamiento de Lucena del Puerto por 7 derribos improcedentes, actualmente en manos de la Audiencia Provincial; o su denuncia ante el Defensor del Pueblo Andaluz de 14 demoliciones de este tipo en Las Madres —al que el Defensor respondió, por otra parte, reproduciendo el argumentario falaz del consistorio de Moguer: que habían comprobado previamente que estuvieran abandonadas. ¡Qué inoportuno por parte de los 14 residentes estar allí para decir lo contrario!

¿Erradicar las chabolas o cambiarlas de sitio?

En cualquier caso, ¿Dónde están las personas que sacan de las chabolas, o que llegan ahora nuevas en igual situación de exclusión social y racial? ¿Están, en efecto, accediendo a vivienda con unos estándares mínimos de habitabilidad? A veces vemos situaciones de ultra-saturación y hacinamiento en las chabolas que quedan. Me lo contaba en Lepe Rashid (nombre ficticio), temporero marroquí de unos 60 años: tras décadas en Huelva, a menudo en su propia chabola, al hablar conmigo compartía una con seis chicos mucho más jóvenes, hablantes de otro idioma, a los que no conocía demasiado. “Son buenos chavales, pero esto no es forma de vivir.”

El principal límite de los albergues es su alcance: con 226 plazas en total, abarcan a una parte mínima de la población objetivo. 

Otros caen en el sinhogarismo. Esto se dio en 2024 en Palos de la Frontera y, sobre todo, ha sido una parte fundamental del experimento anti-chabolista en Lepe. Cualquiera que haya puesto un pie en el polígono del pueblo en las primaveras de 2022, 2024 y 2025 ha podido ver a (muchas) decenas de jornaleros durmiendo en la calle, normalmente en tiendas de campaña. La ecuación es sencilla: si la cadena de montaje a cielo abierto sigue funcionando a todo gas, el ayuntamiento reduce el número de chabolas y las alternativas disponibles no dan para todos, la parte más precaria de la mano de obra acaba durmiendo en la calle.

Durmiendo en la calle, que no viviendo. Todos las mañanas, temprano, sobre las 7, llegaba la policía a echar a cualquiera que no se hubiera ido aún al tajo —o a sentarse en los puntos de recogida habituales, a ver si ese día le toca trabajar a él. ¿Alguien puede con honestidad no ver que dormir en una tienda Quechua tendida sobre el asfalto, y montarla y desmontarla cada día cuando la policía te diga, es exponencialmente más duro para el cuerpo y degradante para la persona que vivir en una chabola? ¿Esto no se trataba de acabar por fin (aplausos, flashes, palmaditas en la espalda) con condiciones de vida indignas? El 4 de marzo de este año el ayuntamiento anunció que ya tampoco iba a permitir las tiendas, pero en la práctica, cuentan los jornaleros: “si dormimos en grupos pequeños en lugares ocultos la mayoría de las noches no nos molestan.”

Algunos sí han accedido a camas en nuevos albergues municipales en Moguer y Lepe, lo cual puede ser lo más parecido a una consecuencia netamente positiva de estas políticas. El principal límite es su alcance: con 226 plazas en total en el máximo absoluto alcanzado esta última primavera (152 en Lepe, 74 en Moguer), abarcan a una parte mínima de la población objetivo. Otros problemas incluyen un hacinamiento igual (si no superior) al de las chabolas, con hasta 4 personas por habitación, o incomodidades con el control sobre los movimientos, los horarios de entrada y salida, etc.

Cualquiera de esas trayectorias, en cualquier caso, es minoritaria. Muchos jornaleros simplemente acaban trasladándose a aquellos municipios donde la presión sobre los asentamientos es menor. El gran receptor en todo momento ha sido Lucena. Siendo un pueblo pequeño (3.388 habitantes empadronados, un solo policía municipal, una trabajadora social contratada intermitentemente), tiene su término municipal lleno de asentamientos, varios de ellos históricos y enormes, y su ayuntamiento se ve, sencillamente, desbordado. Recibe dinero público autonómico para erradicación del chabolismo y formalmente participa, pero es incapaz de controlar su territorio e impedir que se construyan chabolas nuevas, con lo cual todo lo demás se cae.

Palos de la Frontera, por su parte, aplicó las recetas anti-chabolistas (y de forma especialmente agresiva) hasta otoño de 2024, pero desde entonces ha dejado de hacerlo y su macro-asentamiento ha vuelto a ser uno de los mayores de la provincia. La forma rápida de decir todo esto es que Lepe y Moguer pueden apuntarse el triunfo de estar erradicando su chabolismo gracias a que Lucena y Palos están ahí, de brazos caídos, recibiendo a los jornaleros que ellos expulsan. De nuevo todo un éxito para las pretensiones autonómicas y centrales de acabar con las chabolas de Huelva: más bien las están cambiando de sitio.

Atendiendo no sólo a los efectos, también a las estrategias que se priorizan o al nivel de violencia hacia la población supuestamente beneficiaria, se desvanece esa imagen de un esfuerzo coordinado reformista contra la indignidad residencial. Queda ante nuestros ojos, más bien, una campaña sistemática de derribos, con la esperanza de que los trabajadores expulsados se muden a alojamientos en fincas o a las pocas plazas en albergues. Es decir, a buen recaudo, bajo llave y fuera de la luz pública: tras las cancelas cerradas de las que habla siempre Ana Pinto de Jornaleras de Huelva en Lucha. O en su defecto, que al menos se cambien de pueblo, y en la próxima movilización, el próximo periodista que venga…, que el problema reputacional sea de otro.

Mientras tanto, hay quien sí pone su cuerpo, su energía y su tiempo para que las personas afectadas —por la crudeza de la vida en las chabolas y por la violencia adicional que suponen las políticas de erradicación— mejoren su vida. Un ejemplo destacado es la actividad incansable de denuncia pública y judicial de la Asociación Multicultural de Mazagón. En otra línea, la Asociación de Malienses de Mazagón (AMAMA) fortalece a la comunidad proporcionando recursos fundamentales para el empoderamiento de los jornaleros migrantes, como clases de español en su sede (en Mazagón, pedanía de Moguer) y asesoría jurídica en las chabolas. O la Asociación de Mujeres Inmigrantes en Acción (AMIA) que, junto a su constante pelea por los derechos laborales en las fincas, acude a los asentamientos en los momentos de máxima emergencia (tras incendios, destrozos por lluvias torrenciales, etc.) y distribuye bienes de primera necesidad. Quien sostiene, en última instancia y con sus limitados recursos, es el apoyo mutuo organizado de las entidades sociales de base.

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