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La semana política
Suena tétrico
Fueron unos minutos importantes, han sido diez años de paz. Arnaldo Otegi, líder de la izquierda abertzale, se dirigió a las víctimas de la banda armada ETA, les trasladó su solidaridad y aseguró que compartía su dolor. Unos minutos que no terminarán con el sufrimiento de las víctimas pero que son un paso más en la construcción de un futuro.
Como ha explicado Paul Rios, uno de esos artesanos de la paz que han trabajado desde los 90 por el encuentro, el acuerdo de paz con ETA no tiene ninguna página. No se parece a los acuerdos firmados en Colombia o entre Gran Bretaña y el Ejército Republicano Irlandés. Ha sido un proceso difuso, guiado en demasiadas ocasiones por un silencio, que no era sino una cortina tras la que se tapaba la necesidad de diálogo. Ha sido un proceso, no obstante, llevado a cabo antes en los municipios, en las calles y en las propias familias que en las altas instituciones del Estado.
Los ecos de las mentiras han rebotado durante mucho tiempo. Las mentiras fueron el material con que se mantuvo la actividad de ETA durante los años 80, los 90 y los 2000. La principal fue la mentira de que tras la derrota vendría una etapa luminosa en el que cobrarían sentido los actos del pasado (nunca cobrarán sentido). No fue fácil derrotar las resistencias y sortear las acusaciones de traición. Quienes vivieron desde la trinchera el final de la banda han explicado que lo más difícil fue negociar con los de “casa”, con quienes no estaban dispuestos a abandonar su credo.
En diez años, el Estado ha tomado el camino contrario al de la izquierda abertzale y al de la mayoría social vasca
El eco de las otras mentiras sigue rebotando. Hay quien ha hecho de ello un sistema de creencias. ETA no está muerta “está más presente que nunca”, dice Jaime Mayor Oreja, exdiputado del Partido Popular. “Es inaceptable”, dice el expresidente Felipe González sobre las palabras que el líder de la izquierda abertzale, Arnaldo Otegi, dedicó a las víctimas de ETA el 18 de octubre. Reproducen un esquema que funcionó sin estorbos durante casi cuatro décadas: el Estado no cometió ningún crimen, fueron “elementos aislados”, y en cualquier caso, no hay necesidad de reconocimiento, siguen convencidos de que se hizo lo que se tenía que hacer (ta-ta-ta). Las víctimas de la Guerra Sucia esperan un reconocimiento del Estado de su condición: es imprescindible que se haga ese camino para profundizar la vía abierta hace diez años. Los familiares de los presos aguardan que se termine su propia condena, la de vivir lejos de sus seres queridos por una dispersión discrecional y anómala.
“En países que han vivido conflictos armados, tras el cese de la actividad armada, el Estado establece una ruta de paz para recuperar las armas de la organización terrorista y repensar qué hacer con sus presos. En España, país de escasa memoria histórica ni transición democrática, los presos parecen relegados a materia presupuestaria.”, escribe Gessamí Forner con cierta amargura. La paz así, aparece como un elemento en la negociación, cuando debería ser un horizonte. No está en la naturaleza del Estado reconocer el dolor causado. Lamentablemente, en su naturaleza actual parece estar infligir aun más dolor.
En el centro del dolor
Esta semana, casi al mismo tiempo que el exdelegado de Gobierno en el País Vasco, Ramón Jáuregui decía que al Estado no le correspondía pedir perdón a las víctimas de los GAL, el excomisario José Villarejo asomaba la pata en el Congreso de los Diputados para escandalizar con su circo, subrayar la impunidad de las cloacas y, sobre todo, de quienes las utilizan.
El viernes, el mismo Congreso, a través de su presidenta, Meritxell Batet, tomaba una decisión sin precedentes y le retiraba el acta de diputado a Alberto Rodríguez, en base a una sentencia en la que el juez Manuel Marchena no se atrevió a dejar por escrito su propuesta de castigo ejemplar a Rodríguez. El Consejo General del Poder Judicial aprovechó, eso sí, para escalar el conflicto: a última hora del viernes anunció posibles acciones contra la ministra Ione Belarra por un tuit. Por un tuit (España, 2021).
Análisis
Una débil prueba de cargo para inhabilitar a un diputado
En diez años, el Estado ha tomado el camino contrario tomado al de la izquierda abertzale y al de la mayoría social vasca. El régimen del 78 se ha replegado sobre sí mismo y exacerbado sus tendencias más antidemocráticas. Se ha reforzado el sector de resistencia antidemocrática más feroz. Había y sigue habiendo una oportunidad para la paz y, al contrario, se exploran, especialmente desde la alta magistratura, las tendencias de persecución por motivos políticos. Las instancias del Estado profundo son presas de sus dinámicas: saben que la creación de una legalidad creativa, que ha sido repetidamente cuestionada por los tribunales europeos de Justicia, socava la legitimidad de un sistema que se ha desmoronado comenzando por su cúpula, la jefatura de Estado. Pero no pueden evitar hacerlo, así nacieron. Y nadie, tampoco Batet, se atreven a decirles que paren.
La proposición de los partidos independentistas —“España es irreformable”— sale reforzada, pero tener razón no garantiza nada. La desobediencia civil es una opción cortada por la base. Hay peligro para todos, salvo para un puñado de oportunistas. Suena triste esperar que la justicia nos la hagan en Europa. Suena tétrico, pero el hecho es que el ejercicio de las libertades en España se ha restringido en los últimos tiempos (y ahí está el caso Alsasua para demostrar que también en el País Vasco) pese a que desde hace diez años no existe ETA.
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Son como el escorpión de la fábula. “Las instancias del Estado profundo son presas de sus dinámicas…no pueden evitar hacerlo”. Ya sea con el tema de ETA o del diputado de Podemos, Alberto Rodríguez. Son hijas del franquismo, régimen fascista impuesto por la fuerza.