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La semana política
Vidas de las élites
Encuentro dos placeres muy diferentes en la contemplación de las vidas de los ricos. El primero ha dado lugar a un género tan viejo como la propia costumbre de relatar las vidas ajenas. El aprecio de las mantelerías, el menaje, las manufacturas, y por supuesto la gastronomía que se gastan, es un pequeño vicio para quienes tenemos un gusto educado por la clase media, cada vez más estandarizado en cuanto a lo adquisitivo (adiós Duralex, hola compañía sueca de mobiliario y decoración) pero gusto, al fin y al cabo, constituido para la apreciación de lo bueno y el descarte de lo mal hecho, lo cutre y también de lo más ostentoso.
Un éxito importante de la política de la clase media es haber penetrado como moda moral también en la puesta en escena de las élites. Al mismo tiempo que las subculturas “de barrio” fueron llenando sus videoclips de joyas, bugas y sillones de cuero, una porción de la aristocracia ha tendido a presentarse a sí misma, si no como austera, sí como más y más minimalista.
La idea de la clase media como una especie de casa común sin conflictos (de clase) ha inspirado la escenografía habitual de los discursos navideños de los dos últimos jefes de Estado, en España máximos exponentes de la élite desde más o menos el siglo XVI. Sus jefes de gabinete optaron por presentar a Juan Carlos I y a Felipe VI en una especie de salita de estar, con mobiliario sencillo pero de calidad, flores de pascua y fotografías familiares. Esa imagen del rey “como uno más” es un producto reciente de la historia y habla también de la crisis de la realeza, subgrupo social que opta por confundirse con el paisaje para sobrevivir en este siglo.
Hay élites que se resisten a dejar de parecerlo, incluso aunque el primero de los suyos haya adoptado esa posición, un tanto sumisa pero efectiva, de camuflarse como un ciudadano más
En 2015, entre dos oleadas de impugnación a la institución, la Casa del Rey optó por marcar de nuevo los límites, recordar la desigualdad de base que fundamenta la monarquía. Para aquel discurso de Nochebuena, Felipe VI se trasladó al Palacio Real y 20 Minutos —el medio más leído, insípido y aparentemente incoloro— remarcó que lo hizo allí “como un símbolo de la grandeza de España”. La noticia de EFE señalaba, en contra de toda evidencia, que la escena estaba “despojada de cualquier otro objeto” aparte de la preceptiva flor navideña, pero aquella noche la mirada, atenta o no, se topaba con lámparas de araña, candelabros, tapices, espejos del tamaño de mesas de ping pong, estatuas y (¿qué es eso a la derecha de nuestras pantallas?) el mismo trono. Una vez lanzado ese mensaje de distinción estética a modo de aviso, en el decorado navideño del borbón han vuelto las evocaciones a lo doméstico y se ha recluido en el saloncito que se asemeja a las sitcom que se desarrollan en adosados.
Pero hay facciones de esas élites, sin embargo, que se resisten a dejar de parecerlo, incluso aunque el primero de los suyos haya adoptado habitualmente esa posición, un tanto sumisa pero efectiva, de camuflarse como un ciudadano más. La apoteosis cayetana de 2020 fue sobre todo estética. La derecha malota se ha reivindicado con un claro “estamos por encima del resto”. En esa guerra de clases, más explícita desde la emergencia de un partido ultra, un sector de los poderosos deja claro que nunca pretendieron eliminar la escalera de servicio de sus edificios, y al mismo tiempo se reclama como víctima de una reacción buenista, woke, presente en todos los discursos acerca de la igualdad.
Caza
Datos que es lo que les duele España es un gran coto de caza
La noticia publicada por El Confidencial sobre la reyerta de pijos que tuvo lugar el 27 de septiembre en la calle de Goya —en el distrito de Salamanca de Madrid, el principal patio de recreo de las élites—, pelea en la que estuvo implicado un sobrino del actual jefe de Estado, Felipe Juan Froilán de Marichalar y Borbón, y el inventario de algunas de las aventuras de éste en el territorio mítico de “la noche”, tienen la virtud de recordar que la aristocracia sigue existiendo en contraposición a la vida de los miserables, y que, en esa pugna sigue gozando de la irresponsabilidad penal que siempre tuvo.
“Yo, si soy algo, soy una víctima. Y ni eso. Soy un testigo de lo que ha pasado”, ha declarado el joven hijo de una infanta, en una frase que refleja la vida muelle de quienes cuentan con todos los medios para explicar que su pelea de bar no es como las otras peleas de bar, que estampar un coche contra unos coches es distinto si se trata de su coche. O víctima o testigo, o consejero delegado o consejero delegado canallita: lo fundamental es que todas las oportunidades que da la vida están siempre abiertas cuando se es excelentísimo señor.
El otro goce
Encuentro dos placeres muy diferentes en la contemplación de las vidas de los ricos. El segundo es el desahogo del rencor de clase que está permitiendo la ficción actual. El subgénero “no envidias la vida de los ricos, solo los detestas a ellos” ha generado obras divertidas, audaces y recientes. Las dos películas de Puñales por la espalda (Rian Johnson 2019, 2022) y las series de televisión Succession (Jesse Armstrong) y The White Lotus (Mike White) —o, si se prefiere en clave de cine de época, la ya antigua Gosford Park (Robert Altman, 2002)— son excelentes ejemplos de cómo la creación estadounidense ha comprendido que no basta con los estímulos que proporciona el cine de tacitas de té —la ostentación de las sábanas de lino o los servicios de café que hacen de culebrones como Downton Abbey (Julian Fellowes) un producto pasable— sino que hay una audiencia que quiere exclamar “putos ricos” cada cierto tiempo y no sentir ningún tipo de empatía ni conmiseración ante sus miserias y lloros.
Desde luego que no es un mensaje de concordia, no es polite y no nos mete a todos en el mismo barco en la búsqueda del progreso como sociedad. Es un mensaje que no apelan a la búsqueda de la serenidad, la paz, la tranquilidad, incluso aunque esta sea hoy la hoja de ruta del ala izquierda de la clase media occidental. Son productos que provocan rabia y burlas, eso explica que funcionen. No se trata del escándalo moral, se trata de que la sátira coloca al espectador en una posición menos indefensa.
Y sí, es irónico que este sentimiento se exprese gracias a producciones costosísimas, solo al alcance de los grandes estudios audiovisuales estadounidenses, y también lo es que sean disfrutados por minorías cultivadas en el gusto cultural de la burguesía. Pero entre toda la paja que rodea a los alegatos contra la corrección política y lo woke, que tienden a favorecer los privilegios de las élites porque perpetúan las desigualdades de partida, es un alivio pensar que hay guionistas y creadores que no dejan pasar el potencial liberador que sigue teniendo la lucha de clases. Es una gran noticia saber que ese esfuerzo de las élites para disimular las diferencias radicales que los separan de sus súbditos o su personal asalariado no les está sirviendo de nada, que se les tiene calados.