Literatura
Dani Zelko: “El sionismo es un proyecto muy corto en la vida de un mundo muy largo y un pueblo muy antiguo”

En junio de 2023 Dani Zelko (Buenos Aires, 1990) comenzó un proceso de investigación sobre su propia identidad y linaje judíos, tras una década registrando experiencias, reflexiones y creencias muy diversas, a través de su proyecto de escucha y escritura colectiva llamado Reunión. Esta inmersión en la historia de su familia y de su pueblo se vio atravesada, sacudida, por el ataque de Hamás y otras milicias contra Israel, pocos meses después de que Zelko empezara a plasmar su viaje en el libro Oreja Madre. Mi cuestión judía (Caja Negra, 2025).
La obra de este artista, editor, poeta y músico argentino palpita de preguntas y contradicciones, contiene una polifonía de voces que nutren la suya, de otras miradas ancestrales que acuden a acompañar este recorrido por el pasado. Y así, desde el descubrimiento de hasta qué punto la historia de su familia está intrincada con la ocupación de Palestina, revelación con la que comienza Oreja Madre, hasta su decisión de escribir una carta terrible a esta misma familia, tan doliente, solo días después de que el ataque del 7 de octubre acabara con la vida de varios de sus miembros, el libro agita desde la primera persona los relatos heredados, los consensos identitarios que urge cuestionar.
Acaba julio y Zelko llega a la redacción de El Salto agotado y entusiasta. El día anterior, una lectura colectiva de Oreja Madre en el Ateneo la Maliciosa de Madrid, le ha juntado con muchas de las activistas, de las voces, que ha ido encontrando en los últimos años en la ciudad. De hecho, cuenta sorprendido, el espacio estaba a rebosar, y tantas voces se sumaron espontáneamente a la lectura del libro, las palabras resonaban. Y es que no es difícil sentirse interpelado, acompañada, por un texto que al mismo tiempo es tremendamente personal y está lleno de conflictos que se revelan colectivos. Le comparto mi impresión de que tiene que haber sido muy fuerte para él remover todo aquello, “sí”, contesta, “removerlo y después sentir y pensar a partir de eso que ha sido removido”.
En el libro además, no solo remueves consensos familiares, sino que también reflejas las conversaciones con tu madre, desde posturas diferentes. Creo que esas conversaciones son claves para mostrar cómo se relacionan familia y conflicto, pero también cómo se pueden transformar las ideas mediante la conversación.
Es un libro que trata de no comunicar conclusiones, sino de abrir espacios de escucha. Entonces, estas conversaciones eran súper importantes, la tensión en la conversación, la intensidad de la conversación... Hubiera sido una pena poner las conclusiones después de una conversación con mi madre, lo mejor era que mi madre y yo hablemos, que hagamos sonar nuestras tensiones, diferencias, intenciones, ideas. Esas conversaciones estructuran bastante el libro.
De hecho, en este título: Oreja Madre, estás ya reflejando una apuesta por la escucha en estos tiempos tan de enunciación. Entiendo que se trata de una apuesta política.
Profundamente. Por eso el libro se llama así. Acá en España se dice lengua materna. En Argentina sin embargo se dice lengua madre. Oreja Madre era invertir ese sintagma de lengua madre a oreja madre porque venimos de una tradición política y artística donde parece que siempre la cuestión es la de alzar la voz: de si puede hablar el subalterno, de darle voz a los que no tienen voz. En mi práctica, hace diez años que la apuesta política es decir: “¿qué pasa si cambiamos el foco del habla a la escucha? ¿qué pasa si cambiamos el foco de la acción y de la creación misma, del habla o del grito a la escucha?” Hacer espacio en el cuerpo y en el aire y en el tiempo para que entren les otres.
Entiendo que con tu práctica de estos últimos diez años te refieres al marco de Reunión, por la que propones el encuentro de los diferentes, en un momento en el que la tendencia es más bien arrimarse a los muy iguales y no admitir espacios de disenso cerca. ¿Qué potencial tiene esto de romper el sistema de cámaras de eco, donde estamos en espacios donde todo nos da la razón?
Es terrible eso. En Reunión, la gran apuesta siempre fue crear espacios donde se pueda crear una forma de encuentro y de habla y escucha entre personas muy diferentes, con trayectorias de vida muy distintas, con realidades muy distintas. Yo creo que uno de los grandes desafíos de la época es inventar aglutinantes entre personas, pueblos, grupos distintos. Por supuesto que no intentando homogeneizar, mucho menos universalizar, sino creando espacios y formas donde todas esas experiencias y trayectorias diferentes construyan un nuevo común. Y suena reutópico y raro, pero yo en Reunión comprobé que es reposible.
De hecho, este libro que sale en busca de mi linaje judío, empieza en territorio mapuche y se va guiando desde territorio mapuche y territorio wichí. Y las dos personas —Soraya Maicoño y Caístulo—que me van guiando, que hoy son mis hermanos, son personas que yo conocí haciendo Reunión y que parecía que éramos las personas más lejanas y distantes del mundo. Tenemos una relación cotidiana, íntima, de apoyo mutuo, de amor, hace muchos, muchos años. Ahí hay otra disputa también fuerte que aparece en el libro con respecto a la identidad fija. Podríamos hablar de identidad de grupo también o de identidad personal, desde lo más micro hasta lo más macro: para bien y para mal —tanto desde la disputa necesaria como desde la instrumentalización— venimos de unos años de cristalización de ciertas identidades y de partir de la sospecha de la unión entre diferentes.
Para mí la identidad como algo fijo es una construcción del poder. La identidad como búsqueda, como pregunta, como relaciones, como memoria, es la jugosa
En efecto, en el libro no rehuyes de la identidad, pero cuestionas los consensos que se supone que van en el pack identitario.
A mí me interesa la identidad en cuanto a una pregunta, una búsqueda. No en cuanto a una categoría, o una enunciación, o una cosa fija. Para mí la identidad como algo fijo es una construcción del poder. La identidad como búsqueda, como pregunta, como relaciones, como memoria, es la jugosa. Y el libro es un trayecto justamente de esa búsqueda, una especie de destilado de un experimento político y espiritual.
Ahí hay otra de las apuestas del libro, esa pregunta por lo espiritual. Yo venía de una tradición súper atea, escéptica, muchas veces cínica. Argentina también es un país super blanquizado, afrancesado, donde siempre se despreciaron las formas de vida y de conocimiento no coloniales, o toda creencia o fe no estructurada por religiones. A partir de todo mi trabajo en comunidades indígenas, se empezó a despertar un ser espiritual dentro mío, un yo espiritual que siempre fue y sigue siendo una duda, pero creo que parte del libro también tiene que ver con buscar ese yo espiritual, esas relaciones entre política, espiritualidad, violencia, lengua. Está todo mezclado, está todo unido.
Muchas hemos compartido ese escepticismo como posicionamiento político. Esta premisa de que lo racional es no ser espiritual y que la espiritualidad es siempre una especie de opio del pueblo.
Completamente, y yo creo que gran parte de la crisis en la que está lo que reconocemos como izquierdas, tiene que ver con ese desprecio. Por un lado nos deja en una anemia espiritual cuando gran parte de las luchas del presente tienen que ver con lidiar con esta incertidumbre total y ver cómo se protegen los territorios, y ahí ir sin la dimensión espiritual te hace anémico políticamente. Y por otro lado, evidentemente, este desprecio nos separa de la crítica de la raza. Hablamos todos de lo decolonial, qué lindo, acá se lee un montón de cosas indígenas, pero hay una formación política súper moderna, que no se quiere dejar atrás y que se sostiene bastante sobre ese desprecio a otras formas de conocimiento y de hacer política, en las cuales y para las cuales y desde las cuales, la espiritualidad tiene un rol troncal. Las prácticas espirituales, como forma de relacionarse con lo vivo, como forma de relacionarse con los ancestros, como forma de relacionarse con los muertos, con otros conocimientos, como forma de tomar decisiones, de entender los sueños... Hay toda una serie de relaciones a las cuales la práctica espiritual va a buscar conocimiento, que nosotros las vedamos. Entonces, ¿dónde buscamos conocimiento solamente? ¿En la historia, en los libros y en las asambleas?

Y al mismo tiempo, ese desprecio a la espiritualidad más conectada con otros pueblos, convive con un cierto consumismo de las experiencias espirituales, del rollo new age, etc.
Hay una parte que a mí me importa mucho del libro, que es una charla con mi compañero wichi Caístulo dónde él dice: “El blanco piensa que el ritual espiritual es contento, es tranquilito, es con linda música, es con rico olor. Si el ritual es tan lindo, estás traicionando el ritual. Estás traicionando el trabajo. Espiritual es muerte también. Espiritual es conexión con los muertos. Espiritual es defensa del territorio”.
Ese extractivismo new age deviene en otra forma de subestimación. Por eso para mí es tan importante ese sintagma de espiritualidad política. Qué retroalimentación se puede dar entre la práctica espiritual y la práctica política, qué tienen para enseñarnos a nosotros, qué conocimiento tienen para aportarnos en este momento de gran crisis de lo humano como lo conocemos. Porque en lo humano está el problema.
Yo estoy un poco cansado de la muletilla del humanismo, de la humanidad, usado como reflejo de un lado bondadoso de algo, o por lo menos como no tan cruel. Lo humano, como idea, es el problema también para mí. Una idea de la humanidad, una idea de lo humano es la que está cayendo y destruyendo en su propio derrumbe. Y hay algo de decir, ¿qué pasa que no queremos dejar atrás eso? En las experiencias espirituales de las comunidades con las que trabajo en Sudamérica, la idea de lo humano, de la humanidad queda reblanca, reuniversalizante, qué mierda sería “lo humano”, si está todo unido, si vos estás en un territorio con la historia y la memoria de ese territorio, en relaciones con la fuerza del territorio... lo humano, ¿qué es?
Pero también en este momento, lo humano funciona un poco como un ancla de sentido. Hablamos de la deshumanización del otro o de la otra, para explicarnos por qué se convierte en alguien desechable, eliminable.
Muchas veces, en momentos de derrumbe como estos, hablamos de abolición. Hay en la crítica un intento de desarme que a veces va antes de que aparezca una propuesta previa. Hay fuerzas que hay que desarmar y hay fuerzas que hay que reapropiarse. Y también, una vez que uno desarma hasta la última pieza de un artefacto, después puede ver cómo combina esas piezas de forma diferente. En el libro hay varias partes que apuntan a eso de la humanidad y de lo humano, que para mí es muy heredera de una visión europea universalizante.
Hay un texto muy lindo de César Aira que se llama “La utilidad del arte” y cuenta que cuando era chico su tío desarmaba el lavarropas hasta la última tuerca y lo volvía a armar. Narraba esa imagen y decía que el arte es una de las prácticas contemporáneas no totalmente financiadas por el poder que puede desarmar el lenguaje hasta la última tuerca y volverlo a armar según otras premisas. Decía, “mi tío desarmaba el lavarropas y cuando lo volvía a armar volvía a tener el mismo lavarropas. Nosotros podemos desarmar el lenguaje hasta la última tuerca y volverlo a armar diferente”. En mi libro lo que experimenté fue el derrumbe de una ética, el derrumbe de una época, el derrumbe de un relato, y me ocupé, por un lado de reconocer ese desarme, de separar esas partes, desmenuzarlas para poder reconocerlas y entenderlas, y después, de empezar a armar ese rompecabezas.
En algún momento del libro afirmas que para ti escribir desde el yo es chocante, porque de hecho tu ejercicio es más de escritura colectiva. Me recordó a algo que me dijo el escritor marroquí Abdela Taia en una entrevista reciente: él se basa mucho en su biografía para su literatura pero también explica que su escritura está hecha de voces, que el 'yo' está compuesto de muchas voces otras y él reivindica esta polifonía.
Completamente de acuerdo. Sí, el yo es una mezcla inesperada de voces ajenas y propias. El yo no es una sola voz: Esa idea judeocristiana del alma única, yo no la suscribo ni en pedo. De hecho hasta decir el “yo” en singular ya sería medio tarado. Sabemos que somos una mezcla de un montón de intensidades y tensiones, historias y memorias prestadas, construidas, ajenas, propias... ¿El yo qué es?
Reunión fue un ejercicio de disolución del yo feroz, que creo que hasta casi se me va para el otro lado. Después de esos diez años, acá irrumpe ese yo muy fuerte, una primera persona muy fuerte. Me parece que es más lógico en este caso hablar de primera persona que de yo. Primeras personas hechas de un montón de primeras personas y primeras personas del plural y primeras personas del singular. Pero ese yo irrumpe por una necesidad física, política, espiritual. No fue la propuesta de un ejercicio: “Bueno, voy a escribir desde el yo”. Pasó algo tan fuerte en mi vida, tan intenso, que no entendía qué estaba pasando. No entendía qué estaba sintiendo, no entendía qué estaba pensando. Entonces escribí para conocer, para reconocer, no para comunicar. Escribí para ver qué estaba sintiendo, qué estaba pensando, qué me estaba pasando, qué le estaba pasando a la época, qué le estaba pasando al mundo.
Ahí hay una escritura en forma de escucha, hay una escritura en forma de pregunta. Y la primera persona que aparece en el libro, es eso, es una primera persona búsqueda, es una primera persona pregunta. Es una primera persona contradicción. No es un yo como algo acabado, sino que es un yo como una pluralidad de voces y escuchas o una pluralidad de conversaciones que sale a buscar algo. Porque no lo busca desde su casa, no lo busca en su escritorio, sale a buscar algo con lo que no conoce, sale a lo desconocido, obviamente, pero también con lo desconocido como herramienta.
Yo de hecho nunca había escrito una página en prosa. Nunca escribí un cuento, nunca escribí una novela, nunca escribí un trabajo práctico, nunca escribí una reseña. Nunca escribí nada en prosa. Yo era todo verso. No fui a la facultad, en la secundaria había escrito, tipo exámenes, qué sé yo, nada que a mí me haya importado. Y eso fue súper emocionante, es como buscar lo incierto con herramientas y con memorias y con historias que te incomodan, un proceso muy de y hacia la incomodidad también. De vuelta la incomodidad como afluente de politicidad.
Hay algo de la escritura como invención y como búsqueda que da espacio para poder inventar relatos de nosotres mismes más afines a lo que estamos viviendo en el presente y no tan pegados al pasado
Me parece interesante cómo prescindes de esta idea del proyecto lineal —decidir investigar algo, y a partir de ahí empiezas a tirar del hilo y lo desarrollas— porque así se dejan muchas cosas fuera. Tú sin embargo das un espacio retrospectivo a muchas cosas que venían de antes, hay algo muy ancho, de apertura a lo inesperado, en esa escritura.
Para mí esa idea del proyecto lineal explicable de antemano es una asesina serial de misterios artísticos y políticos. Realmente hace mucho daño. Obviamente a veces necesitamos hacerlo, a veces necesitamos pedir recursos, eso sería estúpido negarlo. Pero también creo que está bueno reconocer cómo eso también nos va fijando sensibilidades, fijando sensorialidades, fijando estructuras temporales que no le sirven a nuestros proyectos y tampoco le sirve a nuestras formas de vida.
Pensar el tiempo linealmente es estúpido. Necesitamos otras formas de tiempo. Necesitamos otras formas de relato. Necesitamos otras formas narrativas. Necesitamos otras formas de escucha, otras formas de encuentro. ¿Y cómo las vamos a hacer? Ahí es donde necesitamos que aprendizajes y conocimientos supuestamente lejanos se enseñen mutuamente: pienso en el arte, en la política, en la espiritualidad. Si conseguimos formas, procesos, relaciones, donde esos campos de saberes y de conocimientos se nutran mutuamente, creo que vamos a poder inventar formas más afines a lo que nos está pasando y menos repetidoras de lo que pasó antes.
Porque así como pensamos en escribir un proyecto, también nos pasa mucho que vamos hacia una época con las herramientas de la época anterior. A todes nos pasa personalmente que empezamos una relación nueva y llevamos el relato de nosotres mismes que traíamos de la relación anterior, o sea, nos la pasamos un poco desfasados en términos de estrategias, de herramientas, y también de relatos de nuestra propia vida. Hay algo de la escritura como invención y la escritura como búsqueda y no como comunicación lineal que da el espacio para poder inventar relatos de nosotres mismes más afines a lo que estamos viviendo en el presente y no tan pegados al pasado.
Y eso en las familias es tremendo también, yo de repente discutía con mi mamá de Israel, por ejemplo, yo le veía los ojos y ella estaba de acuerdo conmigo, pero de repente estar de acuerdo conmigo era romper un pacto con su padre. Esos relatos también van generando pactos a través de los años, de las décadas, de las generaciones. Y hay un ejercicio fuerte también de desarme y de reinvención de las éticas transtemporales. Porque hay relatos de nosotres mismes que construimos y hay relatos que heredamos, hay relatos que se nos pegan más allá de nuestra voluntad y ¿con esos cómo hacemos?
En relación a esto, hay una propuesta en tu libro que expresas más o menos así: “Las generaciones podemos hacer autocrítica de lo que hicieron nuestros antepasados”
Es un pensamiento que jamás se me había pasado por la cabeza. Lo conocí escribiéndolo, y me parece clave, pasó a ser uno de mis leit motiv de este año. Sí, una generación puede hacer autocrítica colectiva por otra.
Me parece interesante en el sentido de cómo se pone a veces énfasis en la culpa, y entonces sale el discurso a la defensiva, la autovictimización, mientras que la idea de la responsabilidad, mucho más transformadora, queda desplazada.
Esta idea de que una generación pueda hacer autocrítica colectiva por otra, viene de la mano con darme cuenta de que yo crecí políticamente celebrando luchas por las que tampoco he movido un dedo. Luchas que sucedieron antes de que yo nazca. Si a mí me moldearon la vida y me cambiaron la vida y me hicieron crecer políticamente movimientos en los que yo no trabajé, ¿quién va a asumir las responsabilidades de las sistematizaciones del horror, por ejemplo, de los que ya no quede ningún perpetrador vivo? Eso sería que estos horrores prescriban cuando la gente muere, que prescriban todos los crímenes de lesa humanidad. No tendría sentido en nuestra propia práctica de justicia. Transitar de la culpa a la responsabilidad, implica que ya no nos vale esta idea de que siempre el malo es el otro. Traer la responsabilidad a lo propio suele ser un trabajo que no queremos hacer porque es mejor tomar cañas y comer aceitunas y cagarse de risa, que estar pensando en qué responsabilidad tenemos nosotros en el franquismo, por ejemplo.
Y la responsabilidad implica reparación también.
Eso te iba a decir. Estamos en un momento de gran confusión y de gran interferencia para pensar. Y creo que culpa y responsabilidad son dos de esas confusiones que se arman. Culpa es algo que te aplasta, que viene de arriba, que te marca, que te estigmatiza y que te despotencia. Y la responsabilidad, como bien decís, viene con reparación. La responsabilidad viene con justicia y puede ser emancipadora. La responsabilidad es mucho menos binaria que la culpa, suena mucho menos totalizante. Nadie es víctima todo el tiempo, nadie es victimario todo el tiempo. Tenemos un montón de responsabilidades sobre un montón de violencias, sobre un montón de privilegios.
Para hacer el camino de la búsqueda de la propia responsabilidad hay que atravesar lugares muy incómodos y hay que romper muchos pacto de silencio. Y eso es algo que generacionalmente, creo que tenemos que estar dispuestos a hacer, tanto de forma personal como de forma colectiva. Creo que ahí también hay algo de la aparición de la primera persona, muchas comunidades indígenas donde todos estuvieron muchos años hablando del pueblo y de la comunidad, después de la pandemia, en estos últimos años, me fueron diciendo: “Sí, la comunidad, sí la generación, sí el pueblo, pero también hay algo que cada quien tiene que auto revisar, que cada quien debe revisar de sí mismo, de su propia mesa, de su propia casa, de su propio barrio”.
Y creo que ahí hay una clave que tiene que ver con ese péndulo en el que estamos siempre las personas que hacemos arte o que hacemos política. Es ese péndulo de lo íntimo a lo público, de lo íntimo a lo público, de lo público a lo íntimo. Creo que esa oscilación es una parte constitutiva de toda práctica artística y política. Y a veces siento que nos quedamos o muy de un lado, o muy del otro. Muy de la asamblea horizontal, el nosotres plural. O muy en el yo yo yo yo. Para mí ahí hay un swing, un cintureo que aceitar entre lo íntimo y lo público. Me parece que parte de la estrategia de las redes sociales viene a atrofiar un poco ese swing de lo íntimo al público. Esa pregunta por qué es mejor mostrar y que no. Hay ahí también todos unos discernimientos que nos vendría bien ejercitar personal y colectivamente.

Me viene en mente que parte de la responsabilidad hacia lo común, respecto a tu pertenencia a un pueblo, implica también superar la incomodidad del hacerse cargo, no solo cuando se trata de estar del lado del oprimido, sino también respecto a la opresión que se ha ejercido o se ejerce en nombre de ese colectivo.
Es una época donde sí es más fácil la victimización que la de ponerse en el lugar del victimario. Insisto en que nadie es víctima todo el tiempo y nadie es victimario todo el tiempo. Hay grados de responsabilidad. No quiere decir que todos somos igual de responsables, pero sí que todos podemos ir hacia una responsabilidad. Estamos en un momento de tanta incertidumbre y tanto sufrimiento y a veces parece que ir hacia los puntos incómodos de nuestras propias vidas, de nuestras historias, implica reproducir el malestar o hacer crecer el malestar. Y creo que si pensamos política y colectivamente el camino hacia la pregunta incómoda puede significar todo lo contrario. Puede darnos un montón de aire y un montón de espacio y un montón de satisfacciones emancipatorias y de justicia y de conversaciones nuevas, puede permitirnos humectar y dignificar la conversación que se estanca.
Yo creo que es un momento para animarnos a esas preguntas que incomoden a lo propio. Y respecto a lo que decías de hacerse cargo, también. El hacerse cargo parece que es tipo “uh, que garrón, me quiero matar, me tengo que hacer cargo” como algo no deseable. Me hace pensar en una palabra que se volvió muy importante para mí, desde mi trabajo con comunidades mapuche y con la Pillan Kushe Soraya Maicoño, que es la palabra rol. En cada comunidad cada persona tiene un rol. En cada ceremonia cada persona tiene un rol. Hay roles que vienen de nacimiento, hay roles que se aprenden, hay roles que se pasan de mano en mano. Y a mí la figura del rol me re ayudó a desbinarizar esta cosa entre el yo y lo horizontal, si querés. Porque no somos todos iguales, y no todos tenemos la misma sensibilidad y no todos tenemos las mismas herramientas, no todos tenemos la misma historia, no todos tenemos que hacer lo mismo.
Parece una obviedad, pero a veces en esa exacerbación de la horizontalidad como si fuera el lugar de la justicia política perdemos muchas potencias personales también. Para mí la figura del rol, de la responsabilidad y también el reconocimiento de las propias herramientas, puede ser muy constructivo y hasta excitante. Reconocer las propias herramientas y los propios roles también colabora a esos espacios de encuentro y aglutinante entre diferentes, porque muchas veces queremos encontrarnos entre diferentes, pero caemos con ideas universalizantes y al final terminamos replicando la homogeneización y la normalización que son la estrategia de la hegemonía, que es insoportable, y que cada vez está peor.
“Las identidades personales son mezclas infinitas. Por eso creo que la identidad como búsqueda de conocimiento es tan nutritiva y la identidad como etiqueta es tan homogeneizante”
Volviendo al tema de la identidad, en relación con tu libro, podemos ver cómo la identidad puede avalar miopías terribles y sorderas absolutas, pero que también profundizar en la propia identidad desde una mirada crítica, es una forma de alfabetización para entender al otro y para que haya un encuentro.
Completamente de acuerdo. Hay un gran desafío en cómo evitar que las identidades se vuelvan cristalizadas o que las políticas de la identidad las cristalicen dejándolas listas para su instrumentalización. Pues en el momento en el que se cristaliza, se fija algo, está listo para ser instrumentalizado por el poder. Por un lado, es necesario criticar eso y reconocer eso y por el otro, seguir reconociendo y arengando toda la potencia política que se puede desprender de la identidad como pregunta, o mejor dicho, de las identidades, como preguntas. De las identidades como mezcla, de las identidades como camino, de las identidades como disputa, como acto de justicia, como fuerza antihomogeneizadora. La homogeneización es muy clara, de las ciudades, de la gentrificación de la mente, de la gentrificación del espíritu... La misma palabra o la misma búsqueda de la identidad puede tender a una homogeneización o puede tender a una especie de desentierro de singularidades políticas y espirituales inimaginables.
Pondría casi un ejemplo práctico de desentierro que abordas en tu libro: Cuando hablas del Bund, la resistencia armada judía en el gueto de Varsovia, también estás de algún modo acercándote al entendimiento de la resistencia armada palestina.
Total, si pensamos en la identidad del yo del libro, para no decir de la mía, esa identidad ¿cuál es? ¿identidad judía? Bueno, pero ¿qué es judaísmo? El judaísmo es una mezcla historiquísima de tribus, de lenguas, de territorios. Entonces, ¿qué es?, ¿la identidad de un judío argentino? ¿qué amigos tiene? ¿por dónde viaja? ¿qué lee? ¿qué es la identidad? Es una mezcla infinita. Tanto las identidades personales como las colectivas son mezclas infinitas. Por eso creo que la identidad como búsqueda de conocimiento es tan nutritiva y la identidad como etiqueta es tan homogeneizante.
Aunque no te guste el término “humano”, ¿no crees que ocultar la resistencia —la del Bund en el pasado, o la de Hamás ahora— es una forma de “deshumanización”? Dejar a los pueblos la única opción de ser víctimas, ese estrecho marco de legitimidad, ¿no es también deshumanizador?
Y una forma de subestimación muy fuerte. Una cosa es cuando uno se victimiza y otra cuando te victimizan los demás. La victimización que viene de arriba siempre es una forma de subestimación. Y ahí hay una gran subestimación de la especificidad de las luchas de resistencia. Y eso pasa con el Bund y pasa con Hamás también. Gente que condena inmediatamente sin tener realmente ningún tipo de información de qué es ese grupo, qué es ese lugar, con una idea profundamente lejana que es solo un estigma: “terrorista”.
Yo el 90% de las cosas que aparecen en el libro no las sabía antes, literal, no es una pose. El libro es una búsqueda, es el destilado por escrito de una búsqueda. Eso es muy así. Y cuando yo me encuentro con la historia política del Bund, me siento tan identificado y me siento tan acompañado. Con la misma intensidad que me siento responsable de que mi tío abuelo del Mossad asesine a Ghassan Kanafani. Ambas cuestiones vienen juntas, y juntas tienen más fuerza. No tendría más fuerza para mí sí el orgullo por lo que hizo el Bund fuera muy fuerte y yo negara la responsabilidad que puede tener parte de mi familia en el proyecto del sionismo. Para mí, como búsqueda política, son más fuertes si van juntas. Se retroalimentan entre ellas, no se anulan. Si no nos ponemos binarios de vuelta: A mí había amigos que me decían “Uy, borrá las partes de tu tío abuelo, no hace falta, mejor si las sacás”. No, justamente mejor si las ponemos. Pongamos todo eso, animémonos a vérnosla con lo que no nos gusta de las luchas propias y de las luchas ajenas.
Lo del Bund también me toca porque por un lado había una victimización de los judíos durante el Holocausto, pero también hubo una sionistización de la resistencia judía, yo la mayoría de los relatos que había escuchado sobre el levantamiento del gueto de Varsovia, eran relatos sionistas. De repente leer el relato anti sionista bundista, ver su forma de organización, profundamente socialista, anticapitalista, anti sionista, colectiva, comunitaria, saber que eran tan mayoría antes de la aparición de Hitler… Todo eso automáticamente te hace decir, “ah pará, el sionismo es un proyecto muy corto en la vida de un mundo muy largo y un pueblo muy antiguo”. Son tan omnipotentes y nos quieren hacer sentir tan impotentes, que nos hacen sentir siempre que el poder es inevitable. El sionismo es evitable.
Me llama también la atención la resistencia a aceptar que hay algo de errado, de limitante, en el relato heredado. Lo pienso en relación a quienes abrazaron el sionismo desde premisas progresistas, o quienes realmente creyeron que Israel era la tierra de refugio que necesitaban tras el genocidio, pero también podríamos aplicarlo a otros relatos que se emancipatorios y a los que les cuesta tanto revisarse. ¿Por qué es tan difícil aceptar el error, cuestionar lo que dimos por sentado?
No sé, che, es una pregunta interesante. Lo relaciono con la dificultad que estamos teniendo para duelar ciertas épocas y ciertos movimientos políticos que nos enorgullecieron. No sé si la dificultad es tan de reconocer el error o de dejar ir la visión anterior. Creo que hay una incapacidad para duelar eso en lo que creímos tanto. Como si duelar eso nos dejaría profundamente desprotegidos entonces preferimos quedarnos agarrados al sueño que teníamos antes de decir, che, este sueño se rompió, este sueño se cayó, podemos inventar otro. Y duelar eso, asumir ese error, implica el proceso de responsabilización del que hablábamos antes, que evidentemente también es un proceso que está siendo muy difícil y que está siendo muy obturado por los poderes hegemónicos.
Esa palabra, accountability, que es tan importante en inglés —siempre es difícil traducirla— una rendición de cuentas que parta de ciertos procesos de justicia y de reparación, está obturadísima, y creo que eso sucede en términos macro y en términos micro. Estamos ante una dificultad muy fuerte de duelar ciertos mundos en los que creímos. Y creo que eso le pasa a la gente que creyó en Israel, y nos pasa a nosotros también con otras cosas. Creo que hay una dificultad de lidiar con la muerte. Ahí también hay algo de lo que la práctica espiritual tiene mucho que enseñarnos.
Hablábamos de incomodidad, y una cosa que venía pensando y es algo que veníamos hablando con amigos, es que estando en una época hiperviolenta a la vez nos cuesta mucho abordar el conflicto. El conflicto en tu familia, con tus vecinos, con alguien que no piensa como tú.
Sin duda. Creo que en las relaciones es muy importante hacer espacio para que resuenen las incomodidades compartidas, son situaciones en donde el propio vínculo puede aprender de qué está hecho, de qué se compone, de qué acuerdos y desacuerdos. Es uno de los primeros pasos para pensar la justicia. Una organización que quiero mucho, muy amiga, que se llama Yo no fui, que es una organización transfeminista anticarcelaria en Buenos Aires, tiene un cartel colgado que dice: “El castigo no educa, el conflicto enseña”. Necesitamos aprender, necesitamos dejarnos enseñar por mundos y por situaciones a las que tememos. Hay una crisis de los espacios de formación, hay una crisis epistémica, no estamos obteniendo los nutrientes políticos que necesitamos de los lugares donde pensábamos que iban a estar. Pensamos que el conocimiento y la formación política iban a venir de un lugar y resulta que no. Que ese lugar ya dio lo que tenía para dar. Necesitamos dejarnos enseñar y aprender de lugares que no esperábamos.
Más allá de salir a buscar nuevas referencias, ¿cómo vamos a reinventar y a reformular nuestra capacidad de aprender, nuestra forma de aprender, nuestra forma de relacionarnos con el conocimiento?, ahí hay un desafío también importante. Yo en la escritura encontré un espacio riquísimo. Y siempre me gustó escribir y siempre escribí, pero esta vez encontré un espacio común, mucho más potente de lo que imaginaba, y en parte era porque no tenía la más mínima idea de en lo que me estaba metiendo y porque el mundo y la vida me estalló tan en la cara que no había manera de flashear que había un plan previo. Esa incertidumbre a través de la escritura y escucha se volvió potente, me ayudó a ir hacia zonas de mi vida y de mis relaciones que ni imaginé que estaban ahí.
Eso también es reloco. Hablamos del yo y pensamos que nos conocemos a nosotros mismos, que conocemos a nuestras parejas, que conocemos a nuestras familias, y conocemos muy poco. Conocemos muy poco de cómo somos, de quiénes somos, de cómo nos relacionamos. Por eso creo —y es también pensar esto que me decía Soraya, que me decía Caístulo— que hay búsquedas y construcciones que son colectivas y antiindividuales que son fundamentales. Pero también hay caminos y recorridos que cada quien tiene que hacer por sí misme.
“Argentina e Israel son de los pocos países que construyeron su narrativa nacional diciendo que ese lugar antes era un desierto”
Permíteme un giro en las preguntas. Cuando hablamos de Milei en Argentina, o de Netanyahu en Israel, al final hay esta pulsión de pensarles como super villanos, como un mal escandaloso y caricaturizado que impide que veamos la estructura pre-existente sobre la que se sustentan. Hace pocas semanas Argentina dio vía libre a la privatización de Aysa (la empresa pública del agua en Buenos Aires), y una de las principales candidatas a llevarse ese contrato es la empresa israelí Mekarot, la misma que usurpa el derecho al agua de los palestinos, y que ya ha sido acusada por sus prácticas colonizadoras y extractivistas en otras provincias argentinas. Ahora, son los mismos habitantes de Buenos Aires quienes podrían verse sujetos a esta deriva de la colonización. Sujetos que quizás no se sentían colonizables.
O que no se sentían colonizadores. En España esas tensiones y oscilaciones entre colonizado y colonizador para mí son re claves y hablo mucho con amigues de eso. Creo que es clave ir rastreando ambos lados. A mí lo que me sorprendió entender escribiendo este libro fue que Argentina e Israel son de los pocos países —de los que yo conozco, los dos únicos países— que construyeron su narrativa nacional diciendo que ese lugar antes era un desierto. Eso ya implica una internalización de la narrativa colonial a la narración nacional tremenda. Y en el caso de Argentina, muy exitosa. En Argentina la mayoría de las personas —ni en pedo solo las de derecha, la mayoría de las personas— piensan que en Argentina no había pueblos indígenas, que los mapuches vinieron de Chile, que los wichí vinieron de Paraguay, que los quechua vinieron de Bolivia. Yo creo que hay un racismo originario invisibilizado muy fuerte en Argentina que, sumado a la fuerte presión y censura sionista, hace que hoy, cultural y políticamente, Argentina esté siendo tan silenciosamente cómplice del genocidio sobre Palestina. En Argentina se habla muy poco de ello, y creo que tiene que ver, en parte, con que tenemos profundamente internalizado, incluso las personas que no somos de derecha, que hay vidas que valen más que otras.
Esto suena tremendo, pero, para gran parte de los movimientos de derechos humanos en Argentina, se toma la última dictadura como terrorismo de Estado, pero no se toma como terrorismo de Estado el genocidio mapuche. Y se piensa en los derechos humanos de personas como los estudiantes que querían un mundo mejor pero no se piensa en los derechos humanos de los pueblos indígenas. Eso debería ser como mínimo contradictorio para las personas como yo, que nos formamos políticamente en medio de ese proceso de memoria y de justicia colectivos. Y creo que hay algo ahí en lo que fallamos, y para mí reconocer eso, ver eso, profundizar eso, es clave para entender cómo se puede hacer procesos políticos que se vayan expandiendo hacia nuevas luchas y no se cierren sobre sí mismos.
También esto que dices: como Milei, como Netanyahu, el malo siempre tiene que ser el otro. Hay una facilidad de demonizar o hitlerizar si querés, y eso también nos hace disimular las violencias estructurales. El problema es Milei, el problema es Netanyahu, el problema es Trump... y todas las violencias estructurales que sostienen esos sistemas, esos proyectos coloniales hace décadas o hace siglos, no se ven. Y todos saltamos a condenar las violencias disruptivas y nunca accedemos a las violencias estructurales. Y yo creo que en parte también estos personajes tienen estas prácticas de aturdimiento total y de mareo total justamente para que nunca se lleguen a ver esas violencias estructurales, para que nos quedemos como dando vueltas en las violencias disruptivas, y no podamos ver la estructura que sostiene todo.
Por último quería preguntarte por qué crees que, mientras en Estados Unidos o en algunos lugares de Europa estamos viendo una reemergencia del movimiento judío antisionista, pareciera que en Argentina ese proceso no está a la par.
La comunidad judía argentina debe ser en proporción una de las más sionistas del mundo, sino la más. Creo que este racismo internalizado del que te hablaba antes es clave. Después tiene que ver con que en Israel hay mucha, mucha, mucha migración argentina. Toda la gente tiene familiares ahí. Eso también cambia. De hecho, en los kibutz del Sur, donde sucedió la operación armada de Hamás, había mucha población de argentines o hijes de argentines. La comunidad judía en Argentina es muy grande, muy poderosa y muy sionista realmente. Y creo que hay muy poca información y hay muy poco interés. El material de judíos antisionistas en inglés es enorme y en castellano es casi nulo. También veo cómo en Estados Unidos todes mis amigues judíos antisionistas tienen amigues de Irak, de Palestina, de Ruanda, negros, turcos, que te dan vuelta la cabeza todo el tiempo y te acercan otras memorias.
Claro, ese cuestionamiento del sionismo también se debe al encuentro.
Se debe al encuentro, a la escucha del otro, a la lectura. Vos te sentás en una mesa en Estados Unidos en lugares donde el antisionismo es muy fuerte, y ves que en las comunidades de judíos antisionistas la mezcla de mundos y aprendizajes es muy fuerte. Argentina está muy aislado en ese sentido. Es verdad que está muy lejos, pero también es verdad que tiene un relato muy autocentrado. Y si vos siempre quisiste ser la Europa de América Latina, bueno, ya está, andá a bancar a Netanyahu. ¿Por qué ta vas a poner del lado del otro, que es un árabe terrorista pobre musulmán, o sea, negro, no blanco? Es bastante triste.
¿Y estás notando cierto cambio?
Sí. Algo está cambiando. Primero que ya van dos años de tortura, de ver lo que está haciendo Israel. Mi mamá me reenvió un mensaje de mi tía que es conservadora y que tiene hijos viviendo ahí y ya dijo: “Ya no hay cómo defender a Israel, esto es un desastre, se va todo a la mierda”. Creo que por un lado lo de Israel ya es indefendible. Para cualquier persona con cierto sentido común, con cierto amor por la vida, con cierto nivel de compasión o con cierta idea de la justicia, es imposible de defender. Y también el cambio tiene que ver con que se está rompiendo un poco cierta censura. Así como salió mi libro están saliendo otros libros. Lentamente, ciertos periodistas se están animando a abrir el tema. Muy lentamente, demasiado lentamente.
El primer año fue un horror, era como Alemania, pero menos represivo. Porque ni hacía falta reprimir, porque el silencio era total. Una represión internalizada. Pero sí, yo creo que algo está cambiando y que va a seguir cambiando y que tiene que cambiar. Creo que es muy importante en Argentina la traducción, por ejemplo. O sea, que aparezcan más libros de judíos antisionistas, que aparezcan más libros de escritores palestines, árabes, porque es verdad que la lejanía territorial es muy grande. Hay una gran población armenia, siria, pero muchos son cristianos, llevan ahí mucho tiempo, muchos son de derecha también... esa experiencia que se dá acá en Europa o en Estados Unidos de la mesa compartida por un montón de amigos y cada uno viene de otra parte del mundo, en Argentina casi no se da. Y, como dice el libro, sin escucha, el otro no existe. Si nunca escuchaste al otro, si nunca leíste al otro, el otro es el estigma.
Sionismo
Disputar al sionismo la memoria del Holocausto
Pensamiento
Asad Haider: “Debemos resistir la superstición identitaria”
América Latina
El ‘soft power’ de Israel en América Latina
Relacionadas
Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.
Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!