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Literatura
Dolores Reyes: “Decir que una novela es feminista me parece forzado”
Dolores Reyes es la autora de Cometierra, una novela sobre feminicidios y otras violencias. Las proletarias de la periferia también escriben.
Dolores Reyes (Buenos Aires, 1978) se dice “proletaria urbana”. Trabaja en la enseñanza y escribe. Cometierra, el título y el único nombre conocido de la protagonista de la novela que publica con Sigilo, se le apareció en el taller de escritura que imparte. Tras esa aparición, Reyes la fue persiguiendo hasta conseguir darle forma para una novela que denuncia los feminicidios —como se dice en todas las reseñas sobre su libro— y también la violencia de extrema derecha.
Lleva un pañuelo verde en la muñeca y, en la mano, un pedazo de la pulsera que se le acaba de romper. Posando para los fotos parece un poco tensa. Hablando también. “Me parece que hay gente que está entrando a la escritura desde otro lado”, dice como para justificar ese estar en las afueras de lo que considera la imagen tópica de un escritor: alguien de clase media y con una “vida ordenada”. Porque resulta que las proletarias de la periferia también escriben.
Dedicas tu novela “a la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes”. ¿Quiénes son y por qué les dedicas tu libro?
Melina y Araceli son dos chicas que vivían en Pablo Podestá [localidad al noroeste del Gran Buenos Aires], que es el lugar donde transcurre la novela. Ellas fueron víctimas de feminicidio y están enterradas a 150 metros de donde yo trabajo, que es la escuela 41 en Pablo Podestá. Para mí fueron dos feminicidios que me marcaron un montón por la proximidad de las chicas, porque son prácticamente el mismos tipo de chicas que nosotros recibimos en la escuela y egresan en secundaria a los 17 o 18 años.
Uno de los feminicidios, el de Melina, fue en manada, implicó una violación y que su cuerpo fuera descartado en un arroyo por cinco o seis tipos que están todos libres. En el caso de Araceli, ella iba a buscar un trabajo a Caseros, que es donde yo vivo. Le dice a su mamá que se va a presentar a un trabajo y no vuelve nunca.
En el caso de Melina Romero se dijeron en los medios barbaridades como que era fanática de los boliches o que había dejado la escuela, cuando estamos hablando de una chica que fue violentada, asesinada y metida en un bolso, descartada en un bolso como si fuera basura por cinco o seis hombres adultos. De alguna forma quería que su historia no se diluyera, no quedara en la nada. Registrar sus nombres, quiénes eran o dónde vivían me parecía una forma de romper el automatismo, la indiferencia, la misoginia de los medios. Eran dos chicas que tenían toda la vida por delante y les faltan a las familias hasta el día de hoy.
La dedicatoria dice además “a las víctimas del feminicidio y a sus sobrevivientes”, pensando que las sobrevivientes somos todas. Termina siendo azaroso por qué una chica sí y la otra no. Porque la agresión femicida que hay en Buenos Aires, en Argentina, la violencia machista que hay en toda Latinoamérica nos está matando a todas.
Se ha dicho que tu libro es un libro sobre feminicidios, pero también hay víctimas que no son mujeres y víctimas de otras violencias…
Tiene distintos materiales que provienen de la sociedad y que yo los utilizo para ficcionar, para contar historias desde ahí. Me parece que es más fuerte y potente una ficción que busca empatizar y marcar una problemática que el dato duro de un observatorio de violencia. Yo uso esos materiales que son problemas abiertos para crear ficciones, personajes, para contar historias. Y de eso trata Cometierra, una nena muy chiquita que resistiéndose a perder a su mamá del todo intenta que la entierren en su casa, pero no le hacen caso y la llevan al cementerio, y a ella la obligan a despedirse. Cuando la entierran, ella apoya las manos y empieza a comer tierra como una forma de incorporar esa mamá que le están robando en su propio cuerpo a través de la tierra. Y descubre que en realidad esto es así, que va a cerrar los ojos y va a ver el momento previo a la muerte, o el momento exacto en el que la están golpeando y ella empieza a ser la víctima del feminicidio del padre. Ella tiene un don, pero es un don que le muestra algo tremendo.
La mayor fortaleza de tu libro es su protagonista. ¿De dónde salió Cometierra? ¿Te vio ella a ti primero o al revés?
En principio yo la encuentro. La empiezo a ver muy claramente en un ejercicio de un taller literario en el que a un compañero en una suerte de experimentación, porque leíamos los textos, los compartíamos, nos escuchábamos, nos corregíamos, un compañero leyó un texto superpoético que terminaba en “tierra de cementerio”. Y yo en ese momento vi a Cometierra chica, como está al comienzo, con cabello largo y la piel oscura casi del color de la tierra, sentada sobre la tierra del cementerio y haciendo esto, comer tierra. Fue algo muy impactante y empecé a ponerlo por escrito para que el resto de los compañeros pudieran ver lo mismo, de la misma intensidad, que había visto yo. Después empecé a articular un poco más, tenía el origen de la historia, y se me ocurrió que comiendo tierra ella podía ver lo que a través de esa tierra que estaba en contacto con cuerpos, como si las vivencias de esos cuerpos quedasen depositadas en esa tierra. Después se va complejizando la trama.
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Ella se te aparece en un taller.
Sí, se aparece y yo he ido detrás de ella tratando de escribir.
Cometierra no tiene nombre, y hasta muy al final no expresa el deseo de nombrarse. ¿Qué significa para ti nombrar y cómo has utilizado esta idea en la novela?
Para mí el nombre, todos los nombres, son centrales. El personaje principal, Cometierra, se define por la voz de los otros en torno a su don, que es un don y un estigma. Es la voz de los otros la que la llama Cometierra. El nombre refiere su don, pero lo acompaña un estigma que pesa sobre la casa y sobre todos.
En tu argumento es una adolescente quien resuelve casos que no está investigando la Policía. ¿Hay un señalamiento al Estado?
Sí, la historia misma es algo por lo que en Argentina y en Latinoamérica nadie se sorprendería, dado que el 30% de los feminicidios son con armas de Estado, dado que siempre la Policía y demás fuerzas de seguridad están implicadas en las redes de trata, dado que se maltrata a las familias cuando se les dicen “vuelva en una semanas, seguro que se fue con el novio”, cuando todos sabemos que cuando falta una chica esas horas y esos primeros días son de una importancia fundamental para recuperarla. Cuando el Estado obra de esta forma, despreciando la vida de las mujeres o estando implicado directamente en sus muertes o desaparición, los caminos para investigar empiezan a ser otros. Pasa un montón, hay madres buscadoras, como están las madres de la plaza de mayo o las de Soacha en Colombia. Hay rastreadoras en el norte de México que son mujeres que buscan. Se organizan de forma paralela a las fuerzas de seguridad, y a Cometierra recurren una vez que agotaron esas instancias.
A todas en algún momento de nuestra vida nos impactó saber siendo bastante chicas el saber que te podían matar solo por ser mujer
¿En qué contexto escribes este libro y cuánto tiene que ver con tu escritura Ni Una Menos, Me Too o las últimas movilizaciones feministas?
Creo que hay una coincidencia de miradas y de preocupaciones, sobre todo con el Ni Una Menos, con cómo fuimos conscientes de cómo operan las redes de trata, qué pasa en Ciudad Juárez… qué es la violencia. A todas en algún momento de nuestra vida nos impactó saber siendo bastante chicas el saber que te podían matar solo por ser mujer. O que a los 14 años caminar por una vereda con veinte hombres es peligroso para vos.
Creo que eso una mujer lo descubre en algún momento de su vida y supone un impacto. A mí me llegó muy chica con el caso de María Soledad Morales, una chica de unos 14 años que fue víctima de un feminicidio en manada de los hijos del poder de la provincia. Toda la provincia movilizada pidiendo justicia por el caso de María Soledad, hacían unas marchas enormes en silencio para presionar al poder judicial y que no quedaran impunes. Hoy sus asesinos están libres y viven en la misma cuadra donde viven los padres que perdieron a su hija para siempre.
El tema de los feminicidios y las violencias machistas está muy ligado al tema de la impunidad. Es raro que los estados actúen y tenemos una trayectoria enorme de desapariciones, robo de cuerpos… En Chile se ha visto clarísimo: se ha denunciado una violación a la misma fuerza que te secuestra y te roba por motivos políticos, es una contradicción. ¿A las mujeres no nos cuida? A las mujeres claramente no, porque es parte del engranaje feminicida.
¿Y te llevas eso a la escritura?
Sí, es un montón, pero sí. Crear personajes con voces particulares, con un tono particular, y decir cómo transitan esos chicos diez años de su vida, de los 7 a las 17, en este entorno. Está eso afuera, tan amenazante, y se cuela por esas botellas que están trayendo, cada botella es la historia de una desaparición. A la vez esos chicos empiezan cerrarse sobre si mismos y a relacionarse entre ellos de otra manera. El lazo de hermandad de Cometierra y el Walter, el lazo posterior con miseria, esa presencia constante de los amigos que traen una cerveza, una pizza, un juego o música para escuchar en la play y pasar el tiempo ahí todos juntos compartiendo y construyendo desde otro lugar.
Hace poco leía en una entrevista a una escritora que “una situación atroz no se puede contar con palabras hermosas”. Pero tú lo haces. ¿Se puede hablar de violencia de una forma lírica?
Sí, porque me parece que lo que estoy narrando no es exactamente el espectáculo de la violencia sobre un cuerpo, eso está supernarrado y no me interesaba hacer eso. Me interesaba generar una poética que tiene que ver más con las consecuencias de la violencia machista. Lo que está narrado con una lírica enorme es la tristeza, la desaparición, la pérdida de la maestra, la pérdida de la madre, la pérdida que transporta cada persona que busca a uno de sus seres queridos. Esto sí se puede construir con un montón de sensaciones.
Hemos hablado de lo visual, de cómo aparece Cometierra y cómo yo la veo, pero yo me preocupé mucho también de todo lo sensorial de que estuviere presente la vegetación como algo exhuberante ligado a la vida de la tierra y a la vida en Latinoamérica y la proliferación de esas naturalezas y esas personas cuyas vidas son cortadas antes de tiempo de una forma brutal. Y me parece que eso sí se puede construir con una lírica, desde un lugar rico, potente y contundente.
En la solapa de Cometierra se dicen cuatro cosas de ti: que eres docente, activista de izquierdas, feminista y madre de siete hijos. ¿Qué más hay que saber de ti para saber desde dónde escribes?
Me parece importante desde dónde escribo y esto también lo construyo. Yo empecé a militar por el aborto legal y ahora tengo 41 y sigo, porque no se termina de entender que es un tema de derechos, de salud y que define la idea de las mujeres a muerte. Hay tanto miedo a acudir a un centro de salud por temor a ir presa que las chicas van en el último momento, cuando ya no se puede hacer nada. Eso continúa. También trabajo con niños y adolescentes y vivo con niños y adolescentes. Los miro, los escucho, los veo compartir, todos los personajes tienen un montón de mis hijos y de mis alumnos, y también del lenguaje. Los chicos están muy enojados, muy reticentes, porque la vida los castigó de esta forma tan brutal y no quieren hablar, y todo lo dicen corto y utilizan las palabras justas porque están dolidos y enojados y el mundo de afuera les representa eso, la violencia, la quita de oportunidades, en relación sobre todo con la enorme posibilidad de la adolescencia y las ganas de hacer cosas, pero afuera está eso. La precarización de esas vidas, de esas relaciones familiares.
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Te defines como feminista y de izquierdas, ¿es tu novela también así?
Me parece que más que feminista… yo panfletos escribí 250.000, pero esto no es un panfleto, es una novela. Hay elementos que habilitan para reflexionar sobre temas que están en la agenda feminista, por supuesto, pero decir que es una novela feminista me parece forzado. Es una novela y punto, hay una ficción, una trama, personajes muy fuertes, y lo que hace es decir aquí está pasando algo y tiene que ver con la vida de las mujeres, de los jóvenes de los barrios... yo no voy a decir marginados, porque donde transcurre la novela el 55% de los niños están por debajo de la línea de pobreza, eso no es un margen: es correr el foco de la zona privilegiada y poner el foco en el lugar donde transitan y viven los adolescentes y la juventud reales.
¿De izquierdas?
Tuve una militancia en distintas organizaciones de izquierda, ahora no estoy militando orgánicamente, pero mi mirada tiene que ver con la vida de los trabajadores. Yo soy maestra, mis hijos estudian, la más grande trabaja en el sistema educativo como yo, y me parece que están mirando a las condiciones reales de los barrios trabajadores. Los otros están mirando a los bancos, la especulación, la relación con el FMI…
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Me llama la atención que se hable mucho de tu novela como una novela sobre feminicidios pero no tanto sobre que va también de una violencia política, porque hay también violencia de extrema derecha...
Además en Latinoamérica hay un resurgimiento muy peligroso, lo vemos en Chile, lo vemos terriblemente en Brasil, y cuando surgen estos movimientos de extrema derecha viene la disciplina y la administración de los cuerpos, que es lo que trato de desmantelar con las conversaciones de los chicos. La derecha está en resurgimiento en varios lugares de Latinoamérica y esa derecha condena a los trabajadores a vivir estas vidas precarias, cortas y al filo de la violencia.
¿Cómo se escribe con siete hijos?
Postergué mi escritura muchísimos años. Cuando mis hijos fueron un poco más grandes y cuando yo pude cinturear un poco, ahí dije, bueno, no me importa si me tengo que levantar a las cuatro de la mañana o irme de vez en cuando a un café, necesito hacer una actividad que es lo que me conecta con aquello que soy yo más profundo. Recurrí a cualquier cosa, un montón de veces me levanté a la cuatro de la mañana, un montón de veces me quedé a la noche aunque en realidad soy una persona muy diurna. Ahora también hay que pelear los tiempos de escritura porque el trabajo remunerado, el trabajo doméstico en una casa con tanto crío te demanda un montón. También hay una visión que para ellos cambió, porque allá el libro estalló y ya lo ven como un trabajo mío.
Se espera del escritor que tenga una vida ordenada, de clase media, pero me parece que hay gente que está entrando a la escritura desde otro lado
Te preguntan mucho por el tener siete hijos. ¿Es una pregunta clasista?
Se espera del escritor que tenga una vida ordenada, de clase media, nos muestran a las escritoras de clase alta argentina que se casaban pero no tenían hijos como forma de tener una libertad absoluta para viajar… Me parece que hay gente que está entrando a la escritura desde otro lado. Pertenezco a un proletariado periférico, conurbano, y ahí la gente tiene un montón de hijos, vas a la plaza con un montón de hijos y es común, no digo que esté bien ni mal, digo que también esa gente puede dedicarse un par de horas a escribir. Cuando doy talleres, vienen un montón de mujeres en ese plan: el jueves es el único día que tienen un par de horas, van y es su espacio, su ambiente, mi actividad propia, buscan algo más allá de ese universo de ser madre, que es enorme.
Te has definido como proletaria. ¿El barrio de Cometierra es tu barrio, sus vecinos son los tuyos?
Totalmente. A veces voy caminando y veo la casa de herrero, el tren... Hay un montón de cosas que son experiencia pura y uno toma como elementos para construir ficción, no es una trasposición, uno selecciona.
¿Ahora qué?
Todos los meses pienso que al mes siguiente voy a tener tiempo para escribir… Estoy necesitando el tiempo de escritura, cada tiempo me encierro aunque sea cuarenta minutos. Es algo que yo retomé, agarré, me conecta con algo propio y que no quiero soltar nunca más.
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