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Infancia migrante
El teatro político: qué hacer con las fronteras y la infancia que migra sola
Antes del verano, Partido Popular y Junts per Catalunya tumbaron la propuesta sobre el reparto obligatorio de menores migrantes entre diferentes Comunidades Autónomas. Al contrario de lo que suele suceder con la clásica deriva mediática, esta vez el verano no ha agotado el debate y la visita del presidente Pedro Sánchez a Mauritania ha confirmado que el gobierno es consistente en su desdén hacia las vidas de las personas que migran —ya sea como adultas o en edad temprana y adolescente—. En cualquier caso, retomamos la migración de la infancia y la adolescencia migrante como punto de partida.
Las coordenadas políticas de la conversación que se nos presenta oscilan entre los argumentos sobre la falta de solidaridad interautonómica —lo que en realidad se traduce en la falta de recursos de Ceuta, Melilla y Canarias para la gestión de la sobrecarga de sus sistemas de protección de la infancia— y el racismo de la derecha, que usa la clásica retórica de la migración ordenada o directamente la postura anti-inmigración. Ninguno de estos marcos interpretativos busca una solución real ni tampoco es respetuosa con la vida de las personas de las que trata.
Comenzar por hacerse las preguntas correctas
La pregunta que deberíamos hacernos en primer lugar sobre los acontecimientos que impulsaron esta Propuesta de ley de modificación de la Ley de Extranjería es: ¿Por qué hay infancia y adolescencia migrante bloqueada en Ceuta, Melilla y Canarias? Esta pregunta, a su vez, se puede desdoblar en otros dos interrogantes: ¿Por qué hay infancia que migra sola, sin adultos a cargo de ella? y ¿por qué las fronteras —externas e interiores— del Estado español operan más o menos con la misma lógica para menores de edad y para personas adultas si existe todo un amplio conjunto de marcos jurídicos y de normativas para la “protección” de las personas menores de edad?
Si quisiéramos tener una comprensión más global sobre cómo se produce la migración infantil en el siglo XXI, lo justo sería no obviar que las relaciones históricas de dependencia y dominación económica —que se actualizan hasta hoy— entre los países de procedencia de esta chavalería y los países de destino; los planes de ajuste estructural a los que han sido sometidos muchos de estos países para el mantenimiento de los niveles de consumo del norte global; así como los acuerdos de “tú cooperas y yo me desarrollo” siguen siendo variables importantes para abordar esta cuestión. Es decir, se hace obligatorio insistir —si se pretende mantener un mínimo de rigor— en los fundamentos (neo)coloniales de la migración adulta y joven contemporánea y presentarla como una migración poscolonial resultado de las profundas desigualdades estructurales que se han intensificado en los últimos años y que golpean de manera más intensa a las poblaciones superexplotadas y racializadas del mundo.
Las interpretaciones maniqueas del “interés superior menor” por parte de las administraciones siempre acaban supeditadas al interés superior del racismo institucionalizado
Por otro lado, en relación a las fronteras exteriores e interiores, cuya gestión no está tan alejada del alcance de las decisiones políticas de la administración central del Estado y las comunidades autónomas, nos encontramos ante una práctica histórica que, a pesar de estar sujeta a una ley que reza que “primará el interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir” —por ejemplo “el interés legítimo del Estado” a la “gestión de los flujos migratorios”—, en realidad hace primar siempre este último por encima del primero.
Las interpretaciones maniqueas del “interés superior menor” por parte de las administraciones tutelares y el Estado central siempre acaban supeditadas al interés superior del racismo institucionalizado. Esto es obvio cuando observamos cómo de laxos son los criterios para devolver niños a “origen” y la cantidad de obstáculos que se imponen en los procesos de reagrupación familiar. Esta realidad se concreta todavía más si prestamos atención a las prácticas institucionales que se han articulado en este territorio desde que comenzó a ser la frontera sur europea. De hecho, que se haya pretendido abordar este problema a través de la modificación de la Ley de extranjería y no de la Ley de protección de la infancia desvela que el Estado siempre verá a estas personas como inmigrantes intrusos y no como menores de edad, sujetos del derecho a la protección.
Una historia de racismo de Estado
Hace más de veinticinco años que el Estado español busca mil y una maneras de evitar la llegada de la infancia y la adolescencia que trata de migrar a la península. Para hacer un breve recorrido por algunas de ellas, nos tenemos que remontar al año 2003. En ese año se firma el Memorándum de entendimiento sobre la repatriación asistida de menores no acompañados entre Marruecos y España, que sin duda marcará el espíritu racista que subyace al modo en que el Estado español se relaciona con el convenio internacional de la protección de los derechos de la infancia. En las fronteras de Ceuta y Melilla se devolvía a chicos “en caliente” mucho antes de que la Ley Mordaza legalizara esta práctica.
El Memorándum, así como los acuerdos sobre cooperación en el ámbito de la prevención de la emigración ilegal de menores no acompañados, su protección y su retorno —con el Reino de Marruecos (2007) y la República de Senegal (2006) respectivamente, con el PSOE de Zapatero en el gobierno—, desvelan que el humanismo y la solidaridad a los que apela la falsa izquierda en estos días con tanto ímpetu se erige sobre unos fundamentos mitológicos en lo que a la política real se refiere.
Análisis
Análisis Los niños en Ceuta
Estas prácticas de racismo institucional no solo suceden en el ámbito de la política estatal, sino que también encuentran un terreno fértil en el ámbito de la política de las comunidades autónomas. En el año 2006 se puso en marcha entre la Unión Europea, la Agencia Catalana de Cooperación y Desarrollo, la Secretaria de Inmigración de la Generalitat y el Departamento de Bienestar Social de la Generalitat de Cataluña el Programa Cataluña-Magrib de retorno voluntario de niños migrantes, de gestión privada, con un presupuesto de tres millones y medio de euros. Se repatrió a Marruecos a menores de edad, de madrugada y contra su propia voluntad. A algunos se los dejó en orfanatos hasta que la familia se enteró. Era Esquerra Republicana quien estaba en el gobierno. En el año 2019, el año de los ataques a los centros de menores, se volvió a hacer un tímido amago de reactivación de un programa similar que al final no se concretó.
En el 2006, durante la mal llamada “crisis de los cayucos“, empezaron a llegar chavales del oeste africano a los sistemas de protección de las Comunidades Autónomas y aproximadamente un año después se comenzó a cuestionar la veracidad de sus pasaportes —a pesar de haber sido emitidos por las embajadas de Ghana, Senegal o Guinea en territorio peninsular—, utilizando de manera sistemática pruebas oseométricas como herramienta de cribado para su expulsión del sistema. Cientos de chicos negro-africanos se quedaron en un limbo jurídico: no se les permitía acceder a recursos para mayores de edad porque sus pasaportes decían que eran menores, pero los sistemas de protección los rechazaban.
Años más tarde, en el 2015, en Melilla, enclave colonial de España en territorio norafricano desde 1497 y lugar donde se bloquea el paso de niños a la península a pesar de ser oficialmente España, se añade una reja lateral al puerto que dificulta aún más el acceso a la zona en la que los chicos se meten en los bajos de los camiones para tratar de cruzar. Osama, un niño de 17 años, se precipita por un barranco al tratar de sortear las nuevas barreras al puerto y muere.
Un conflicto racial con profundas raíces (neo)coloniales
El racismo al que ha sido y es sometida la juventud migrante la despoja de su propia infancia y juventud a partir de tres tendencias destacadas: la criminalización descarada, el paternalismo exacerbado y el abandono institucional organizado. La infancia migrante no es considerada infancia. Sería tratada de otra forma si lo fuera. En este proceso, tanto la izquierda como la derecha han contribuido a la creación de la categoría del “MENA”. La derecha nunca quiso a estos niños y la falsa izquierda solo se acuerda de ellos cuando su oponente electoral los usa para sacar rédito político. Las apelaciones a la retórica humanitaria son una falacia y despolitizan tanto las raíces de este problema como la búsqueda de soluciones reales.
¿Cómo sería una política alineada con el respeto a las vidas de la chavalería migrante?
Comencemos por retirar las redes de la industria pesquera en el Atlántico o por romper relaciones con entidades económicas que operan de manera imperialista, como pueden ser las empresas mineras en el Magreb. Y entonces, mientras nos pongamos a arreglar el (des)orden generado durante años, preguntémonos: ¿Cómo sería una política alineada con el respeto a las vidas de la chavalería migrante? Alejémonos de la versión liberal pseudo izquierdosa sobre la migración que tiende a poner atención en “las ventajas de la sociedad multicultural y diversa” y en la “inclusión” como fin último, y situémonos en las coordenadas que autoras que beben de la tradición política abolicionista radical negra llevan algunos años señalando. Por ejemplo Harsha Walia, autora de Frontera y Ley, explica cómo actualmente la migración representa un modelo de gobernanza que en este ciclo de crisis del capitalismo neoliberal y financiero “requiere la (in)movilidad de la mano de obra como hecho consustancial a la movilidad de flujos del capital”. Atendiendo a esta realidad, Vanessa Thompson, en el libro Border Abolition Now, explica que la frontera funciona como dispositivo que juega un papel crucial en la creación y fabricación de relaciones capitalistas raciales y en el control y gestión de la movilidad de la fuerza de trabajo. Así, desde esta aproximación más estructural, vemos cómo la infancia que migra sola es tratada como futura mano de obra que no podrá ser incorporada a un mercado laboral en profunda crisis, y que además ahora el Estado está obligado a “mantenerla” por ser —a priori— sujeto de derecho. No, no les interesa que lleguen.
Una vez reconocido esto, quizás será posible organizarnos y presionar por una aproximación al hecho migratorio que asuma que al actual desplazamiento —demasiadas veces forzoso— de las poblaciones jóvenes y adultas le precede una larga historia de desposesión y que, por lo tanto, el asunto no se puede abordar como una cuestión de generosidad filantrópica ni de humanismo, sino como una cuestión ética y política en la que la abolición de las fronteras es la única y verdadera solución justa y responsable que nos queda para parar este ciclo de violencia.