Represión
La violencia institucional (por activa y por pasiva)

En edificios y procedimientos institucionales se ejerce una violencia explícita y se imponen condiciones que violentan. Identificar lo específico de esta violencia implícita es el primer paso para denunciarla, arropar a las víctimas y prevenirla.
Cárceles francesas
La violencia queda oculta tras los muros de las instituciones.
15 feb 2021 06:00

EEUU, siempre de moda y a la vanguardia del maridaje entre las nuevas tendencias y las grandes inversiones (una representación que se ha puesto de relieve todavía más con el boom en el siglo XXI de las series de TV), tampoco deja nunca de reclamar nuestra atención sobre la inmensidad de sus cloacas judiciales, policiales y carcelarias (a lo que también han contribuido algunas series de TV, todo hay que decirlo).

De hecho, y a pesar de su opacidad, es tan extensa la dimensión de la violencia institucional penitenciaria, que, a poco que busquemos bibliografía de denuncia o de investigación, podremos saber bastante sobre el mal estado de los derechos humanos dentro de las prisiones norteamericanas (de paso, tal vez queramos analizar lo que hay de verdad, sin grandes exageraciones ni graves distorsiones en series como Orange Is the New Black sobre las penitenciarías femeninas).

Son recurrentes las reacciones oficiales que pretenden ocultar la imagen más macabra y cruel de la violencia institucional

Una realidad tan cruda no afecta mucho al malestar ciudadano. Sin embargo, tras la muerte por asfixia de George Floyd en Minneapolis, comprobamos que la indignación social sobreviene cuando fortuitamente las noticias ponen en evidencia el salvajismo (y en este caso el racismo) de la represión policial. Este tipo de violencia institucional es tan grave y alarmante en EEUU que, a propósito de la agitación del movimiento Black Lives Matter, asimismo han tomado fuerza las propuestas abolicionistas del sistema policial, bajo el eslogan “defund the police”. Peculiaridades de Trump aparte, el sistema de control y sus muchos beneficiarios se cierran en banda.

Son recurrentes las reacciones oficiales que pretenden ocultar la imagen más macabra y cruel de la violencia institucional (y no sólo la de tipo político, o la que está ostensiblemente racializada, sexuada, etcétera). Hablo de una violencia híbrida, criminal y de Estado, dentro de cuyo cesto categorial caben, en primer lugar,la tortura y los malos tratos que se infringen en los centros de detención y encierro (en España hay denuncias por torturas y malos tratos en furgones y comisarías de la Policía Nacional y de las policías autonómicas, y en los cuarteles de la Guardia Civil, pero también en las prisiones, los centros de menores y los CIEs).

A la tentación de la tortura cabe añadir otros actos de extrema violencia institucional, como la brutalidad de algunas cargas de destacamentos de antidisturbios (que pretenden justificarse a base de “represión sucia”, con “agentes provocadores”, infiltrados y “listas negras” de por medio), y el uso de la sanción administrativa como represalia política (la burorrepresión). Represión caliente, violencia institucional activa que no pocas veces queda impune (más aún después del blindaje que la Ley Mordaza ha aportado a la función policial). Ante tan amplio abanico de malas prácticas y prácticas abusivas de la violencia estatal, la respuesta gubernativa suele ser la negación y el escamoteo de la verdad. Pero ni siquiera esto es lo peor.

¿Cuáles son los rasgos de la violencia institucional? Donde más se ha debatido con provecho ha sido en Argentina. En 2013 se adoptaron iniciativas legislativas contra la violencia estructural definiéndola como “prácticas estructurales de violación de derechos por parte de funcionarios pertenecientes a fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios y efectores de salud en contextos de restricción de autonomía y/o libertad (detención, encierro, custodia, guarda, internación, etc.)”.

Para el legislador argentino queda claro que, aunque las denuncias de violencia institucional normalmente apuntan hacia las instituciones de control y castigo, también pueden darse en otros ámbitos, como los sanitarios. Así se explica que en enero de 2021 se hayan denunciado actos de violencia institucional en Formosa (Argentina), tras haberse creado “centros de aislamiento” para personas que estuvieron en contacto con otras que habían dado positivo en las pruebas de detección del coronavirus, privándolas de derechos fundamentales.

La violencia institucional se manifiesta en actos de violencia y en condiciones regimentales que violentan

Soy consciente de que, en esencia, estamos hablando de lo que también podríamos denominar “violencia estatal”, pero pronto comprobarán que tanto énfasis en lo “institucional” no es baladí, que si se pone es para llamar la atención al menos sobre algunas modalidades de la violencia del Estado que podríamos pasar por alto si obviáramos que se ejecuta dentro de edificios institucionales y en el curso de determinados procedimientos institucionales. No hay demasiado misterio en ello. Se trata de defender que, si, por un lado, hay una violencia institucional que se expresa de manera palmaria, explícita, por otro, hay una violencia institucional que se desarrolla de manera implícita.

Formas de la violencia institucional

Para explicarlo mejor he elaborado una conceptualización de la violencia institucional que creo útil para la investigación histórica y las ciencias sociales, en dictaduras y en democracias (siempre que, por supuesto, se expliquen las circunstancias y los contextos históricos), lo que, para resumir, me ha llevado a identificarla en ese doble plano de actuación que he señalado antes:

1º) Se identifica claramente una violencia institucional explícita, “activa”, cuando las autoridades y los funcionarios perpetran de manera ilegal y extrajudicial actos violentos (puntuales, recurrentes o sistemáticos) contra personas sujetas a su control y vigilancia o custodia e internamiento (es ahí donde destaca sobremanera la práctica de la tortura y los tratos inhumanos, crueles y degradantes).

2º) Se debe identificar también la vertiente “pasiva” de la violencia institucional, que discurre implícita con los procedimientos legales (aunque también puede operar dentro del infraderecho de las imposiciones reglamentaristas que anteponen la seguridad y la vigilancia frente a los derechos humanos de las personas encarceladas), cuando en los espacios en los que se desarrolla la detención o el internamiento se aplican unas condiciones de vida y unos regímenes de tratamiento que maltratan de facto y a propósito (celdas de aislamiento, regímenes extraordinarios y especiales, como los FIES, y situaciones que inciden de facto en la privación de derechos).

En definitiva, la violencia institucional se manifiesta en actos de violencia y en condiciones regimentales que violentan. Normalmente la atención pública suele fijarse en los primeros. Sobre ellos no es necesario insistir mucho: los rechazamos sin titubeos. Nos alarman. Así lo siente quien ve La Cifra Negra (de Alex Payá, 2017). Y así lo podrá percibir quien lea el libro que he coordinado recientemente: La tortura en la España contemporánea (La Catarata, 2020).

La tortura es monstruosa y racional a la vez. Razón de Estado y crueldad punitiva

La tortura gubernativa es, por lo demás, una expresión clarísima de la violencia política (aunque hay quien obvia la violencia del Estado y reduce la noción de violencia política a los conflictos sociales violentos y a los grupos armados y terroristas). Así se ha mostrado desde la abolición de la tortura judicial a principios del siglo XIX, y en ese sentido se emparenta con otras violencias estatales atroces de triste recuerdo, como algunas acciones letales de la Guardia Civil y las distintas policías (o los ejércitos que cumplieron o se autoasignaron funciones policiales), y con el extremismo de las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales (a veces con la tenebrosa ayuda de ciertas fuerzas paramilitares o paraestatales).

La tortura es monstruosa y racional a la vez. Razón de Estado y crueldad punitiva. Además, las manifestaciones más brutales de violencia institucional de tipo político —las que siempre nos parecerán desproporcionadas, pues nunca deja de haber alternativas relativamente humanizadas—, cuando se ejercen en contextos de conflictividad social y violencia política, pueden pasar de latentes a premeditadas, de puntuales a permanentes, de ordinarias a extraordinarias, de frías a calientes, de normalizadas a abultadas y, por supuesto, de intensas y agresivas a extremas y sangrientas.

El poder político que suministra dolor y violencia por encima de sus capacidades legales, siempre se oculta

Con razón, la violencia institucional más agresiva subleva nuestras emociones y conciencias. En cambio, la otra, la “pasiva” (y no por ello menos dañina), las adormece. ¿Es una trampa? Quizás. Pero lo que nos está indicando es que, como toda venganza, la carcelaria también se sirve fría.

El poder político que suministra dolor y violencia por encima de sus capacidades legales, siempre se oculta. A lo sumo, intenta invisibilizar su responsabilidad descomponiendo relatos y pruebas, para atomizar los resultados y llevarlos a la mínima expresión (la de un hecho sin precedentes, un agente descontrolado, un caso aislado…). Pero el mensaje implícito que manda a los gobernados es que la verdadera estrategia de ocultación pasa por el enfriamiento y acaba triunfando. Es la desensibilización. Que se apague la alarma. Quizás niegue hasta la violencia más ostensible y nos escandalicemos por ello. Pero luego, nuestra indignación se irá enfriando en el curso de los procedimientos judiciales.

Visibilizar la violencia institucional más oculta

El riesgo para el Estado es que la percepción social de la violencia institucional se agrande, que la abarque por entero y empatice con sus víctimas. ¿Le importa que gritemos las palabras más resonantes —tortura, brutalidad, salvajismo—, mientras se nos queda vacío el léxico destinado a las denuncias cotidianas, o muy confuso, o confundido, precisamente con esos conceptos de la violencia institucional más caliente? Ya sabemos que suele despreciarlos, por exagerados, por forzados e incendiarios. Esas no son las palabras precisas que resaltan la crueldad de los procedimientos implícitos en la legalidad.

Apenas hay voces que piden una sensibilización que casi nunca llega. Sólo una minoría informada parece percibir la verdadera naturaleza de la otra violencia institucional, la fría, oscurecida, persistente e ininterrumpida violencia de los regímenes carcelarios (pasiva, sí, en sus formas penales y tiempos institucionales, pero muy activa y dolorosa para quienes sufren la penalidad de esas experiencias de encarcelamiento). ¿Cómo explicarla?

¿Cómo encaramos esa violencia institucional aparentemente normalizada, procedimental y funcional que, sin embargo, y a veces por mucho tiempo, somete a las personas encarceladas a vivencias traumatizantes? Nos lo recuerdan de cuando en cuando, si estamos atentos (y, todo hay que decirlo, con el corazón abierto y la mente muy limpia de prejuicios criminalizadores), las convocatorias de solidaridad con las huelgas de hambre y otras acciones colectivas que se realizan dentro de las prisiones, por colectivos de presos organizados y apoyados por familiares y un puñado de colectivos solidarios.

No mucha gente sabe de la “huelga de hambre rotatoria” en las cárceles para reivindicar los derechos de los presos y sus familias, lo que se traduce en reclamaciones tan de sentido común como la excarcelación de personas con enfermedades mentales, el fin de la dispersión o el fin de los cacheos y los rayos X (que incluyen a las familias de los presos, etcétera).

En estos tiempos, sin ir más lejos, organizaciones como Salhaketa no paran de denunciar que la gestión de la pandemia en las prisiones ha vulnerado, todavía más si cabe, el derecho a la salud de las personas encarceladas, y, de paso, ha implementado la limitación de otros derechos (como la supresión de las comunicaciones vis a vis).

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Más de 2.400 presos están en cuarentena en sus celdas y casi todos los centros están cerrando sus puertas a entradas y salidas. Los sindicatos hablan de caos y de servicios médicos desbordados. Las organización de derechos humanos piden una excarcelación masiva.

Exponiendo toda esta complejidad, insistiendo en esa dualidad de la violencia institucional, también pretendo explicar que, a mi juicio, frente a esta problemática en una democracia como la española, se están adoptando tres actitudes distintas:

1ª) la negación: quienes la niegan argumentan que la violencia institucional no cabe dentro del ordenamiento jurídico de un Estado democrático de derecho y que, cuando ocurre de manera puntual, el propio sistema la corrige y sanciona

2ª) la presuposición: quienes la dan por hecho afirman que o bien todo Estado es una relación de dominación que conlleva violencia institucional, por razones de clase (como se defiende desde el pensamiento de la izquierda radical y el anarquismo), o bien por el hecho de que un Estado concreto (en este caso, el español), reprime con violencia institucional de tipo político el derecho a la autodeterminación de una parte de su territorio (tal y como se proclama desde el soberanismo y el independentismo).

3ª) la prevención: dándola o no por hecho, incluso desde planteamientos alternativos abolicionistas, quienes quieren prevenirla aceptan que desde el punto de vista de los derechos humanos existe el riesgo de que en el ordenamiento jurídico de un Estado haya un déficit garantista y que el poder político establecido use la violencia institucional en sus sistemas de control y castigo, por lo que proponen la adopción de iniciativas legislativas que pudieran prevenirla, junto a recursos que posibiliten el control jurisdiccional de las prácticas de detención e interrogatorio.

No queda otra. Denunciar al victimario y arropar a las víctimas. Y proponer. Tal vez prevenir.

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Metropolice pretende ser un pequeño medio de difusión de problemáticas asociadas a los dispositivos de control policial, el securitarismo y las instituciones punitivas.
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