Opinión
            
            
           
           
           
           
Pero ¿qué es el neoliberalismo?
           
        
         
Si  hay algo que une a toda la izquierda y que genera un amplio consenso  progresista es, sin lugar a duda, la crítica hacia el  neoliberalismo. Ya saben: neoliberalismo, ese elemento o “ente”  perjudicial y nocivo que ha arruinado a nuestras sociedades, que ha  desarticulado el tejido social, que ha puesto en crisis (¡o es la  crisis misma!) a nuestro sector público y que nos ha hecho a todos  más egoístas e individualistas. Conocen el relato. Pero,  detengámonos un instante.
Las declaraciones de Felipe González en el congreso del PSOE del pasado año cargando contra el neoliberalismo causaron cierto revuelo y sorna contra el exmandatario. El expresidente afirmó que: “El neoliberalismo ha sido una deformación que ha generado mucha desigualdad. Necesitamos un nuevo pacto social del siglo XXI, pero mirando al futuro y no al pasado”. Aunque, eso sí, González acabó dejando un revelador: “el neoliberalismo ha acabado con la pobreza”.
Puede  parecer contradictorio ser la punta de lanza de la desregularización  y a la vez un defensor de un “capitalismo responsable y  redistributivo” frente a la perversión especulativa y  neoliberal, pero realmente es la naturaleza misma de la  socialdemocracia. Es como cuando el PSOE se presenta como el  principal impulsor del identitarismo más formal y gestual —incapaz  de cuestionar el núcleo de la realidad social— y, al mismo tiempo,  defensor del obrerismo más rancio y paladín del “genuino”  feminismo frente a la “perversión” “posmo-queer” (sic).
Neoliberalismo y socialdemocracia son dos caras del mismo relato; aunque, no nos adelantemos. Para empezar que quede clara una cosa: es difícil hablar de la existencia de algo así como una doctrina “neoliberal”. “Neoliberalismo” es, sobre todo, un término casi ineludible en todo discurso político progresista; una figura que sirve como elemento cuasi-legitimador; un “algo” a lo que oponerse, un lugar común en el que configurarse en su negación. La cuestión es que es un vocablo tan difuso que es usado en ámbitos muy diversos, algunos cercanos a la derecha liberal (que en ningún caso se suelen reconocer dentro del concepto “neoliberal”, como ahora veremos), con lo que tanto su potencialidad crítico-analítica, como su capacidad de articulación política, están en entredicho. A modo de ejemplo: Lasalle, escritor liberal y exdiputado del Partido Popular, decía en una entrevista en El Salto que “libertarismo y el neoliberalismo que se invocan muchas veces en Madrid no es liberalismo. Es tan evidente como diferenciar a Ayn Rand de Hannah Arendt” y “Se trata de recuperar las bases humanistas del liberalismo y resignificarlas críticamente”.
Neoliberalismo y socialdemocracia son dos caras del mismo relato; aunque, no nos adelantemos. Para empezar que quede clara una cosa: es difícil hablar de la existencia de algo así como una doctrina “neoliberal”.
Como  se puede ver diferentes personalidades desde diferentes ambientes  políticos e ideológicos acaban compartiendo su oposición al  neoliberalismo. Pero, claro, ¿qué es el neoliberalismo?
Tres  apuntes iniciales que no entraré a desarrollar:
- Se  usa “neoliberal” como sinónimo de conceptos muy diferentes  (liberal, libertario, laissez  faire,  desregularización, libre mercado, etc.), lo que manifiesta la  imprecisión terminológica detrás de esta expresión.
- Se hablaba de  “neoliberalismo” mucho antes de que brotase lo actualmente  entendido como tal y para referirse a unas coordenadas teóricas y  económicas significativamente diferentes a las presentes. L. von  Mises, por ejemplo, acusaba de “neoliberales” a los economistas  que él consideraba que eran unos “socialistas” haciéndose  pasar por liberales.
- Es un término  suficientemente ambiguo para criticar, por un lado, a la tradición  económica liberal, como un todo, y, por otro, a una deriva concreta  de la misma, como intentando, en este último caso, evidenciar que  el problema es la “degeneración” desreguladora del capitalismo  actual y no la misma génesis liberal capitalista.
Una vez hechas estas  matizaciones, una aclaración (como siempre). No soy economista, con  lo que el enfoque en este artículo será superficial y más cercano  a un punto de vista historiográfico, entre comillas, que a la teoría  económica. A pesar de esto, lo que se pretende es un acercamiento a  su conceptualización y contextualización histórica a modo de  esbozo, que busque la problematización de este término tan usado en  el discurso político actual.
El objetivo, en  definitiva, es proponer una mirada plural al “neoliberalismo”  desde diferentes enfoques con el que poder plantear unas breves notas  sobre las consecuencias, negativas, tanto de su uso conceptual, como  de la consecuente articulación política (en oposición) por parte  de la izquierda. 
Las cuatro (+1) caras del neoliberalismo
1. Neoliberalismo como proceso de desregularización post crisis del petróleo. Ciclo 1973-2008
Neoliberalismo  puede, en primer lugar, entenderse como un proceso socioeconómico.  Como una respuesta a través de la financiarización a la crisis de  acumulación del capital tras las crisis del petróleo de los años  setenta. Bajo este enfoque, podemos subsumir categorialmente al  periodo histórico-económico entre las dos últimas —sin contar la  recesión internacional generada por el Covid-19— grandes  depresiones del capital: la coyuntura entre 1973 y 2008; es decir, el  ciclo internacional iniciado tras el desplome del modelo económico  de posguerra: el modelo keynesiano (o cercano al keynesianismo) de  los acuerdos de Breton Woods (1944). 
Sin entrar en detalles, la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial fue de una gran expansión del capital en las economías occidentales, la llamada Golden Age: las décadas de plata (años cincuenta) y de oro (sesenta) del capitalismo. La Crisis del Petróleo en 1973, y la estanflación generada (concurrencia entre inflación y recesión en una misma coyuntura económica), supusieron la descomposición del modelo post-Breton Woods al romperse sus premisas básicas: el doble superávit americano y el fin de la convertibilidad del dólar en oro —aprobada ya por Nixon en 1971— que era la base con la que se sostenía el sistema internacional de cambio hasta entonces.
La irrupción discursiva y fáctica de la desregularización acabó con el consenso en torno al estado social. Las grandes privatizaciones implicaron el desmantelamiento o degradación masiva de lo entramados asistencialistas de los estados liberales (los llamados “estados del bienestar”)
En  este ciclo posterior al Crash  de 1973, la financiarización irrumpió, masivamente, ante la enésima  crisis de rentabilidad, de esta forma los derivados financieros  especulativos acabaron sustituyendo a los valores de intercambio  tradicional (tangibles o intangibles) en la centralidad del capital  internacional en su proceso de valorización constante. Además,  siguiendo a Ekaitz Cancela en su obra Despertar  del sueño tecnológico  (2019), Estados Unidos acabó desarrollando un amplio proceso de  financiación público-privada dirigida a la industria de las  telecomunicaciones en un contexto de Guerra Fría, en donde el  discurso económico de los hijos de Hayek (en muchos casos bastardos)  acabaría imponiéndose como “sentido común de época”.
La  irrupción discursiva y fáctica de la desregularización acabó con  el consenso en torno al estado social. Las grandes privatizaciones  implicaron el desmantelamiento o degradación masiva de lo entramados  asistencialistas de los estados liberales (los llamados “estados  del bienestar”), pero, frente a la consideración habitual que  entiende al neoliberalismo en oposición al estado, este ciclo  terminó con el refuerzo del aparato represivo estatal en un contexto  tanto de intensificación de la Guerra Fría, como de conflictividad  social en términos de clase.
El capital necesita al estado, siempre lo ha necesitado y siempre lo necesitará, por muchas fantasías anarcoliberales que lo nieguen. Tanto el gasto público en países como Estados Unidos, como el papel activo del estado en la economía, no solo no se redujeron durante este periodo, sino que se vieron, cuantitativamente, incrementados, como se puede, por ejemplo, observar tras la Gran Recesión de este siglo (2008), en donde el rescate del sistema bancario y financiero mundial se saldó con una inyección masiva de crédito por parte de los estados occidentales.
2. Neoliberalismo en clave discursiva, de los austriacos a los Chicago Boys (con matices)
En paralelo, y de forma inmanente a este ciclo —es decir, como parte ideológica del mismo proceso— nos encontramos con el discurso económico que lo posibilita y que es a la vez su correlato legitimador.
Mucho se ha escrito sobre la existencia de algo así como una doctrina o teoría económica “neoliberal”; no obstante, “neoliberal” no corresponde realmente con ninguna escuela económica, ninguna corriente se reconoce bajo esta etiqueta. Tan es así que los herederos de estas tradiciones tampoco se identifican con nuestra sociedad “neoliberal” actual, de hecho, según P. Mirowski, ellos se articulan como oposición intelectual frente a lo que entienden como un mundo en donde el socialismo es hegemónico. Neoliberalismo (económico), por ende, es un “cajón de sastre” que se suele utilizar para hablar de toda una serie de corrientes dispares con rasgos transversales en común (defensa de la desregularización, hegemonía del mercado, etcétera), pero que en ningún caso hay que confundir, tampoco, con una recuperación o continuación, “tal cual”, de los postulados de la economía neoclásica. De nuevo Philip Mirowski señalaba en un brillante artículo en la revista American Affairs unas aclaraciones conceptuales que pueden ser de interés:
“el neoliberalismo y la economía neoclásica son dos escuelas de pensamiento diferentes. Este último data de la década de 1870 y abarca modelos matemáticos de optimización restringida de la utilidad, que todavía existe hoy como el núcleo de la ortodoxia económica. El neoliberalismo, por el contrario, data de la década de 1940, si no antes, y es una filosofía general de la sociedad de mercado, y no un conjunto estrecho de doctrinas restringidas a la economía. Además, los neoliberales son escépticos del “cientificismo”, como la fuerte dependencia de las matemáticas, y tienen una relación conflictiva con la economía neoclásica.”
Mucho se ha escrito sobre la existencia de algo así como una doctrina o teoría económica “neoliberal”; no obstante, “neoliberal” no corresponde realmente con ninguna escuela económica, ninguna corriente se reconoce bajo esta etiqueta
Sin  embargo, lo más cercano a lo que podemos entender bajo la categoría  de “neoliberalismo económico” son aquellos postulados que  buscaron consolidarse en la marginalidad durante la expansión del  modelo de Breton Woods. Configurándose, estos, en clara oposición y  hostilidad tanto hacia la relativa hegemonía keynesiana en los  países occidentales, como a la propagación internacional del  marxismo. Y es aquí donde la Escuela  Austriaca, con economistas como Hayek y von Mises, tuvo un papel  destacado. Los austriacos intentaron canalizar y propagar sus ideas  en un clima internacional aparentemente poco favorable, creando,  junto a otros muchos economistas y teóricos (como el escritor Walter  Lippman o el filósofo Karl Popper), organizaciones como la Sociedad  Mont Pelerin  (SMP), antecedente de los think  tanks  actuales, con el objetivo —ulteriormente exitoso— de generar un  verdadero proceso de construcción contrahegemónica de naturaleza  netamente reaccionaria y antisocialista; hostil a la economía  planificada y a la justicia social hasta en claves socialdemócratas;  y con postulados filosóficos que naturalizaban la sociedad de  mercado, entendiéndola como consustancial a la humanidad, como parte  de su estado de naturaleza.
La consolidación y hegemonía de estos postulados llegaría décadas después, como parte del ciclo económico anteriormente señalado, e irrumpiendo políticamente a través del neoconservadurismo (cuarto punto). Ahora bien, a partir de los setenta es la Escuela Económica de Chicago, con economistas como Friedman o Stigler, la que adquiere un mayor protagonismo. Pese a que estos se consideren continuadores de Hayek, Friedman llevó a cabo una labor de reconciliación con los postulados neoclásicos, así como una simplificación de la tradición austriaca. Le debemos a él la confusión entre libertarismo y liberalismo, así como la dispersión conceptual y la comprensión unitaria de todas estas escuelas como una unidad. (Mirowsky, op. Cit)
Pero si hay algo que tiene en común estas corrientes es, como hemos adelantado más arriba, la comprensión del mercado casi como ente mediador último de la realidad y la verdad metafísica
Aun  así, frente a lo que se puede entender  como libertarismo o anarcocapitalismo, que sí promueven directamente  la desaparición de toda forma de gobierno,  las propuestas políticas de autores como Hayek o Friedman no van  dirigidas hacia la abolición del estado como tal, como muchas veces  se repite. Al contrario, estos economistas manifestaron ideas muy  autoritarias de lo político, dirigidas todas ellas a defender  modelos más restrictivos y menos representativos desde el punto de  vista democrático, como pueda ser la restricción del acceso a la  política en base a la propiedad, mandatos más largos y menos  sometidos a los ciclos electorales, o, incluso, la defensa de ideas  cercanas a lo dictatorial. No hace falta, siquiera, señalar el  conocido papel de Friedman y los Chicago Boys en la dictadura de  Pinochet.
Pero  si hay algo que tiene en común estas corrientes es, como hemos  adelantado más arriba, la comprensión del mercado casi como ente  mediador último de la realidad y la verdad metafísica. Claro,  cuando se habla de neoliberalismo, se suele confundir estas escuelas  económicas del relato hegemónico del que forman parte, lo que nos  lleva al siguiente punto:
3. Neoliberalismo como (re)naturalización de los límites del capital
La mayoría de los artículos que se enfrentan al problema del neoliberalismo remarcan su carácter como “sentido común de época” que atraviesa todas las esferas mediáticas, culturales e intelectuales y cuyas consecuencias implican la comprensión del mercado como mediación última de lo real, como ente que determina lo genuinamente útil y válido, como expresión más nítida de la naturaleza humana y como dotador de verdad ontológica.
Pero, claro, nada de estas características que hemos señalado son nuevas en el pensamiento económico, son estas coordenadas (salvando la distancia histórica) a las que Marx confrontó en su Critica de la Economía Política, entendiendo la Economía Política, como forma en la que la sociedad moderna, como sociedad capitalista, se piensa a sí misma bajo el velo de la ideología (en términos marxianos); es decir, ideología en tanto naturalización de unas relaciones de producción capitalistas que son históricamente constituidas.
Por  ello, la clave de este “sentido común de época” es que tanto el  discurso neoliberal, como el antineoliberal, comparten el olvido de  la Critica a la Economía política y, por ende, la renaturalización  del discurso liberal. Esta es la gran victoria “hegemónica” de  lo que se puede entender como “neoliberalismo”: la construcción  ideológica de la izquierda en torno a la oposición de lo  neoliberal, pero una oposición que se establece dentro de sus  límites. En otras palabras, el antineoliberalismo se configura bajo  las coordenadas mismas de la economía de mercado: fetiche del  estado, la comprensión de “lo político” como esfera autónoma  separada de lo económico, el anhelo por épocas pasadas de expansión  del capital, el énfasis en el problema de la distribución mientras  se naturalizan las lógicas productivas mismas, etcétera. Ahora  volveremos.
4. Neoliberalismo como neoconservadurismo
Con  “neoconservadurismo” pasa algo similar con “neoliberalismo”,  es un término con tanto “uso y desuso” que es difícil  precisarlo conceptualmente. No obstante, podemos entenderlo como la  expresión política del nuevo ciclo económico, sirviendo como punta  de lanza de la desregularización.
El termino neoconservadurismo se originó, inicialmente, como insulto. M. Harrington, socialista estadounidense, llamó “neoconservadores” a un sector intelectual “progresista” (lo que en Estados Unidos se entiende como “liberal”) que, a principios de los setenta, eran críticos tanto con la política exterior del Partido Demócrata, como con el enfoque “cultural” de este en un ambiente posterior al auge de la Nueva Izquierda y los movimientos contraculturales.
Esta es la gran victoria “hegemónica” de lo que se puede entender como “neoliberalismo”: la construcción ideológica de la izquierda en torno a la oposición de lo neoliberal, pero una oposición que se establece dentro de sus límites
Kirston  Irving, uno de los padres intelectuales de este movimiento junto a  Daniel Bell, lejos de sentirse insultado acabó por identificarse con  el término. Claro, esto es más revelador de lo que parece. El  “nuevo conservadurismo”, frente al “viejo”, no procede de los  círculos conservadores clásicos, sino que nace en ambientes  progresistas, como resultado de una reacción a la deriva cultural de  la izquierda y sus políticas de la diversidad. No hace falta,  siquiera, señalar los paralelismos actuales.
El neoconservadurismo es, por tanto, una reacción a la contracultura progresista de los sesenta y, al mismo tiempo, una defensa acérrima del libre mercado en un contexto de desmantelamiento de los estados de bienestar, como hemos estado reiterando. Su manifestación práctica fue la de un amplio proceso de disciplina de clase y de desmantelamiento de los movimientos sociales contraculturales a través de dos enfoques: una dura represión hacia los movimientos más subversivos y anticapitalistas (como las huelgas mineras en Reino Unido, o el movimiento Black Panther es Estados Unidos), y una institucionalización y aceptación normativa de los derechos civiles desde el punto de vista reformista. Circunscribiendo, así, tales problemas sustanciales a cuestiones normativas del derecho positivo, lo que diferencia al neoconservadurismo del conservadurismo tradicional y de la alt-right actual. El abandono, relativo, del conservadurismo moral, surge como respuesta a la necesidad de una sociedad todavía más normativizada, en donde la diversidad fuese canalizada formalmente por el estado y sustancialmente por el mercado. Esto implicó discursivamente una contraposición conceptual entre “igualdad” y “diversidad” en donde “igualdad” y “homogenización” se ven, falazmente, identificadas; unas coordenadas conceptuales que muchos, desde la izquierda, han acabado aceptando inconscientemente.
Esta  política tuvo su eclosión, a modo de ejemplificación, en los  gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en  Reino Unido, y acabarían por ser aceptados, programáticamente, por  parte de los partidos socialdemócratas occidentales. Nada que no se  haya dicho con anterioridad en infinidad de textos y que no vale la  pena profundizar.
Sea  como fuere, el neoconservadurismo presenta una génesis diferente a  la del neoliberalismo económico, juntos conforman una especie de  bloque histórico; aunque, no sin tensión interna. Wendy  Brown, filósofa estadounidense, señaló varias antinomias entre el  neoliberalismo y el neoconservadurismo: la oposición entre un mundo  conservador del deseo versus la explotación del deseo por parte del  neoliberalismo, la conservación de las formas de vida tradicional  versus su disolución neoliberal, una racionalidad moral y  regulatoria versus una racionalidad técnica y “amoral” propia  del capitalismo especulativo. No obstante, la autora señala como  esta incoherencia en el plano de la “racionalidad política” es  superada por una  simbiosis  en la “subjetividad política”:  ambos acaban coincidiendo en su  ataque a la esfera pública y a la democracia, generando, en palabras  de la autora, un nuevo tipo de ciudadano que busca sus soluciones en  las mercancías y no en la política.
El  problema es que Brown acaba reproduciendo parte de los vicios  categoriales reiterados hasta ahora, ya que acaba desligando la  democracia y la política de las propias relaciones de producción  que las posibilitan, como anhelando una repolitización de lo real,  capaz de democratizar la esfera pública y regenerar el tejido  social, lo cual nos lleva a mis notas finales a modo de conclusión.
Notas finales. Neoliberalismo como unión superficial de los cuatro procesos: “Enfermedad degenerativa del capital”
He ido dejando pistas a lo largo del texto. El relato antineoliberal en la izquierda ha derivado en un discurso estéril incapaz de problematizar los límites de nuestra realidad actual. La crítica al “neoliberalismo”, tras las crisis de 2008, es un anhelo hacia épocas expansivas del capital y sus ramificaciones asistencialistas por parte del estado liberal. Se anula, así, la crítica hacia la estructura misma de la sociedad capitalista, entendiéndose el neoliberalismo casi como una “perversión” del capital, como un ente disgregador y “psicópata” que ha sustituido el trabajo productivo por la especulación.
Bajo esta concepción, figuras como Thatcher y Reagan son presentadas como “grandes individuos de la historia”, personalidades que determinan el tiempo historio bajo su voluntad, algo propio de las interpretaciones historicistas del siglo XIX. Resultando esto en un discurso que acaba personificando toda la serie de procesos impersonales y estructurales que hemos ido detallando hasta hora, dependientes de las fases históricas de expansión de capital, y en la que estos individuos se ven, igualmente, envueltos.
El relato antineoliberal supone la reducción de los discursos políticos de izquierda a un enfoque sobre el reparto y la redistribución del crédito en detrimento al cuestionamiento de la naturaleza del propio crédito en relación con las fuerzas productivas
El  relato antineoliberal supone la reducción de los discursos políticos  de izquierda a un enfoque sobre el reparto y la redistribución del  crédito en detrimento al cuestionamiento de la naturaleza del propio  crédito en relación con las fuerzas productivas,  naturalizándolas. Además,  la  defensa del “asistencialismo y de la búsqueda de una normativa  garantista implican el anhelo e identificación hacia formas  socialdemócratas y hacia el estado social y el consenso keynesiano,  las cuales tienen como condición de existencia las relaciones de  producción capitalistas. El asistencialismo de los estados del  bienestar, atacado por la desregularización, y añorado por los  nostálgicos del keynesianismo, no buscaba la asistencia por la  asistencia misma: el objetivo es mantener el crédito y los niveles  de consumo para evitar tendencias recesivas en el capital. Su  finalidad es salvar al capital. El dilema Keynes vs. Hayek está  truncado. 
Asimismo,  las alternativas construidas en torno al antineoliberalismo, son  incapaces de cuestionar los límites de lo dado y de la política  parlamentaria y gubernamental, ya que comprenden tales espacios como  “elementos neutrales” a conquistar, y no como una parte integral  del modo de producción capitalista, circunscribiendo la praxis a la  toma del poder político. Por eso, en palabras de Asad Haider en su  genial y recomendable obra Identidades  mal entendidas,  señalaba:
“No importa qué  promesas hagan los políticos en tiempos de prosperidad —mejor  sanidad, más trabajo, nuevas infraestructuras— una vez estos  políticos entren en el gobierno, estarán obligados a gestionar el  modo capitalista de producción y a asegurar las condiciones para el  crecimiento. En el contexto de la crisis económica, deben  necesariamente proponer soluciones que vayan en interés del capital  y puedan obtener su apoyo. […] mientras no se desafía la  estructura subyacente del capitalismo, deben usar sus conexiones con  los líderes sindicales «no para hacer avanzar, sino para  disciplinar a la clase y a las organizaciones que representan».”
Cuanto antes abandonemos el término y lo que implica (aceptar los límites impuestos por aquello que se crítica, la ideología liberal) mejor para todos. Es un concepto impreciso, reformista, complaciente, con poca altura de miras. Supone, en definitiva, ver al mundo dentro de unas coordenadas socialdemócratas, afirmando aquello que debe ser negado.
Pensamiento
        
            
        
        
Pero, ¿qué es la posmodernidad?
        
      
      Crisis económica
        
            
        
        
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