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Ana de Miguel, a la hora de hablar de feminismo, entiende este como un conjunto de prácticas: Una práctica teórica, un activismo social y un cambio individual que nos convierte en mejores personas. Pero, ¿Se puede hablar de feminismo como una noción singular, dando lugar a un concepto compacto y único? Los feminismos decoloniales y las teorías Norte-Sur nos hablan de algo más, de ir más allá de una conceptualización unitaria que esconde y niega una diversidad de realidades y fenómenos sociales, que niega las interseccionalidades que al final nos muestran diferentes formas de comprender nuestro entorno y nuestra relación con él.
La historia del feminismo nos muestra una diversidad teórica, que conlleva a unos cambios sociales determinados y, por lo tanto, a una forma de entender las realidades transformadoras: El feminismo radical, las teorías transfeministas, feminismo liberal, feminismos de la diferencia y la igualdad. Y podría seguir. La diversidad dentro del feminismo es una realidad que nos tendría que enorgullecer, pues muestra una variedad de planteamientos a los que han llegado las mujeres en función de sus realidades y del entendimiento que hacen de estas. Y cada uno de estos entendimientos viene aparejado con una noción diferente del propio concepto de mujer.
Todas estas formas teóricas cumplen la función de hacernos más accesible una realidad. Pero también se plantean desde un mismo prisma: La occidentalidad. No entendida esta como un centro geográfico, sino como una epistemología, nos coloca unas determinadas opresiones como problemáticas centrales y universales. Estas opresiones, además, tienden a responder a las sufridas por las mujeres blancas, con privilegios de clase, que viven dentro de un determinado territorio (occidente) y que nos dejan fuera una diversidad de realidades que nunca serán el eje central de la lucha feminista, a pesar de la importancia que estas puedan tener para la supervivencia de un conjunto de mujeres, como podría ser la raza, la clase o la zona geográfica.
En este sentido, las mujeres andaluzas nos hemos visto invisibilizadas históricamente precisamente por este tipo de negaciones: por entender la lucha feminista dentro del sistema capitalista e institucional, y por no centrar nuestras necesidades en la propia realidad que nuestra posición en el mundo nos obliga a vivir.
Ahora bien, para poder centrar nuestro objetivo en aquellas problemáticas que, como mujeres andaluzas sufrimos, tenemos que entender qué es Andalucía y en qué posición del sistema mundo se mueve ¿Cuál es esta realidad? ¿Cuáles son las características, más o menos generales, con las que podríamos definir Andalucía? Primeramente, una posición geográfica, donde actúa como frontera entre África y Europa. El Estrecho de Gibraltar nos convierte en un paso fronterizo donde la diversidad de raza, etnia, lenguas, clase, religiosa… crea una determinada realidad. También en una zona importante a controlar para poder tener paso al Mediterráneo, y, por lo tanto, a Oriente Próximo, de ahí que tengamos una colonia dentro y dos bases militares extrajeras.
Segundo, Andalucía cuenta con una extensión de tierra cultivable de casi 4 millones de hectáreas, donde el olivar, la hortaliza y los frutales son su principal cultivo, que dan al año una inversión millonaria y nos hacen ser una zona que bien se podría definir como “La huerta de Europa”. A parte de eso, el recorrido histórico, la riqueza cultural y paisajística convierten nuestra tierra en un clave turístico y cultural envidiable, aunque, actualmente, el mismo sea de todo menos sostenible y rentable para las andaluzas.
Llegadas aquí, hay dos nociones básicas que podríamos extraer solo con los datos objetivos geográficos y económicos: La posición estratégica que Andalucía tiene en la política internacional y la importancia de la tierra para la vida aquí. Ambas nociones robadas: la primera por la amenaza constante de unas bases militares estadounidenses y un estado español cómplice, y la otra por un sistema de producción latifundista y monocultivista, que deshereda al campesino y nutre las castas aristócratas y burguesas, creando una tipología clasista que son los terratenientes. Y ambas nociones responden a una lucha histórica donde la mujer andaluza, como sujeto político capaz de transformar la realidad, ha tenido un papel fundamental por la soberanía política andaluza y, sobre todo, en la soberanía alimentaria y la lucha por la tierra.
Si la situación del trabajador del campo, del jornalero sin tierra, en la realidad andaluza ha sido complicada históricamente, asumida por el hambre, el cansancio y el dolor, la historia de la mujer jornalera hay que contarla a parte. Además de sufrir la misma precariedad y escasez que el hombre, ella ha tenido que mitigar con la falta de igualdad que siempre ha reinado dentro del campo andaluz. Si el hombre cobraba poco, ellas cobraban menos. Si había poco trabajo para el hombre, menos había para ellas. Y además de eso, tenían que vivir con la dificultad añadida del machismo que las quería encerradas en su casa, mientras ellas tomaban las calles, los tajos y los sindicatos.
Pero nada mejor que sus propias historias para ejemplificar la realidad que ellas vivían.
Las Cabras Montesas de Gilena son un total de seis mujeres que se enfrentaron al manijero para poder tener acceso al Empleo Comunitario allá por 1979. Ellas eran Mari Carmen, Margarita, Concepción, Dolores, Manuela y Agustina. El Empleo Comunitario solo podía ser recibido por una sola persona de cada familia y además, esa persona necesitaba contar su cartilla agraria en regla. En las casas, eran los hombres los que iban al Empleo, dado que, por lo general, eran ellos los que contaban con una cartilla agraria en regla.
Menos en Gilena. Allí, una mujer, llamada Mari Carmen, la Chiquita, un día quiso ir al Empleo. Su marido estaba enfermo y ella contaba con su cartilla. Se plantó frente al manijero en la sierra, pues estaban plantando pinos. Y este le dijo que no, que se fuese a su casa a limpiar, que el campo era cosa de hombres. Pero Mari Carmen tenía muchas bocas que alimentar, una cartilla y ganas de trabajar. Y a ello se puso, aunque el manijero no le apuntó la peona.
Tampoco al día siguiente lo hizo. Y Mari Carmen se fue a la Cámara Agraria. Allí le dijeron que le pagarían la peona, pero que se tenía que ir a su casa y no volver a trabajar.
Pero ella no quería eso, solo quería trabajar, en igualdad con los hombres. Porque ella también tenía dos manos y dos piernas para hacerlo. Y así, con el transcurso de los días y de subir a trabajar a los pinos, más mujeres se le fueron arrimando. Y juntas subían. Y juntas trabajaban y se defendían. Pero seguían negándoles su derecho a un sueldo. La injusticia que se estaba cometiendo en este pueblo de la Sierra Sur de Sevilla se propagó por otros pueblos de la zona en pleno auge de un movimiento jornalero. Y esos otros pueblos empezaron a organizar sus huelgas y ocupaciones para que a estas mujeres se les reconociera su derecho a un sueldo digno.
Y, por fin, lo consiguieron. Después de 15 días, las seis mujeres cobrarían su salario. Era la primera vez en Andalucía que una mujer lo hacía.
Ese mismo año del 79, en Marinaleda, la CUT ganaba la alcaldía. Juan Manuel Sánchez Gordillo comenzaba su vida como alcalde de un ayuntamiento con más de cinco millones de pesetas de deudas. En una asamblea multitudinaria, se decidió que el pueblo asumiría parte de los trabajos que se solían contratar: limpieza, jardinería, fontanería… Y ahí estaban las marinaleñas para asumir la ardua tarea de mantener el pueblo limpio: Las calles, el ayuntamiento, la escuela, la consulta del médico. Ellas se organizaban para cumplir con esa tarea.
Pero no era tan fácil. La mujer de Marinaleda se levantaba antes de que saliera el sol para preparar desayunos y ropas antes de irse al tajo. Allí echaban el jornal de 7 u 8 horas tirando de los fardos y apaleando ramas, también de rodillas recogiendo la aceituna del suelo. Después volvían a su casa: A limpiar, a hacer los mandados, a preparar comidas y a cuidar niños. Y entre medias, a limpiar el pueblo. Cansa solo escribirlo. Cuando había una huelga de hambre, la mujer de Marinaleda, mantenida solo a base a agua con limón, se iba cada noche a su casa para hacerle la cena a su hijo o hija. Si había una marcha o una ocupación, ella iba también, andaba lo que hubiera que andar y resistía lo que hubiera que resistir. Pero siempre asumiendo la doble jornada que luego seguía en la casa. O en el pueblo. Y la otra tarea, la de los cuidados. A los hijos e hijas, a las personas dependientes.
Estos dos casos son solo dos ejemplos de las luchas en las que las mujeres andaluzas han participado por la soberanía alimentaria y el derecho al trabajo y a la tierra. Las mujeres de Marinaleda estuvieron presentes en todas las ocupaciones y marchas que se hicieron para defender el Humoso como tierra colectiva. Por ello fueron golpeadas, encerradas en calabozos e insultadas. Su salud física se resintió. Pero lo que también les pasó fue la invisibilización absoluta: Ellas jamás salían en las fotos y rara vez hablaban para una cámara. Aunque ellas asumiera más trabajo que nadie, fue dentro de un contexto en el que no eran para nada reconocidas.
Y de las mujeres de Marinaleda o las de Gilena, algo sabemos. Pero no tenemos nada de información sobre las cientos de mujeres que ocuparon los ayuntamientos de Bornos, Espera y Puerto Serrano en el 1983 debido a la falta de igualdad que se olía en la Ley de Reforma Agraria de 1984. Tampoco sobre el papel que tuvieron en la lucha contra la mecanización del campo en los ochenta, que las relegaba otra vez a los espacios privados. Y poco sabemos la posición que tuvieron en los movimientos jornaleros andaluces.
Las mujeres jornaleras andaluzas son un claro ejemplo de este tipo de feminismo que no aparece en las revistas internacionales ni son mencionadas en los libros de la historia, ni la historia del feminismo ni mucho menos la historia hegemónica. A parte de esto, son mujeres que reflejan el fracaso de ese feminismo burgués y liberal que se complace con el acceso de algunas a pequeñas cotas de poder. Un tipo de feminismo que nos dice que entrando en los centros ejecutivos empresariales o copando ministerios, habremos vencido. El feminismo del Ibex33 o lo que es lo mismo: un feminismo que deja fuera a quienes trabajan con las manos y no pueden tener acceso a los privilegios de clase o raza que otras sí que tienen.
Las mujeres de Marinaleda o las Cabras Montesas son ejemplo de un feminismo de clase. Un feminismo que deja en evidencia ese objetivo, que es muy común en ciertos espacios feministas, donde se asegura que ocupando cotas de poder, la igualdad será una realidad para todas. Las jornaleras andaluzas son una muestra más de que, en el feminismo, o avanzamos todas, o solo unas pocas se verán beneficiadas, excluyendo el principio básico de igualdad total.
Es por esto que necesitamos feminismos que nos observen en toda la complejidad que, como mujeres, portamos. Un feminismo que rompa con las desigualdades que las mujeres sufren. Esas desigualdades que no nos permiten poder confabular en una igualdad completa, incluso entre nosotras. Ser mujer de clase obrera y andaluza, como las que aquí nombramos, no puede convertirse en una condición vacua, porque puede ser la razón principal de la invisibilización que sufrimos.
Por otra parte, si hablamos de invisibilización en la mujer andaluza, habría que preguntarse porqué estas mujeres no aparecen en la historia del feminismo o porqué sus reivindicaciones jamás formaron parte de las que pedía en movimiento feminista. A finales de los 70, principios de los 80, en el estado español se producía una explosión de cambios sociales que también el feminismo protagonizaba. Aportaciones tan importantes como el divorcio, el aborto, la libertad de la mujer se debatían en asambleas multitudinarias, y se transformaban en unos mínimos exigidos a las élites políticas del momento.
La soberanía alimentaria o de la tierra, que las mujeres andaluzas exigían y por la que luchaban, debería haber formado parte de los mínimos necesarios para la emancipación y empoderamiento de la mujer. En cambio, jamás fue un principio básico.
El feminismo hegemónico, tan importante, ciertamente, para estos mínimos derechos que hoy tenemos, se olvidaba de mirar hacia abajo. Se olvida del sur y de aquellas mujeres de la periferia, de los pueblos de Andalucía que estaban ocupando fincas y parando maquinas. Y, claro, queramos o no, de aquellos barros, estos lodos.
Audre Lorde (Rodríguez, 2011) aseguraba que los feminismos periféricos no solamente buscaban subvertir el orden social impuesto a causa del género. También otras divisiones sociales que, para las mujeres de la periferia, eran prioritarias. En las luchas de las Cabras Montesas, de las mujeres de Marinaleda, del Coronil, de la Sierra de Cádiz, su principal lucha no era contra un sistema patriarcal que las relegaba al ámbito doméstico. Su lucha era por la supervivencia, era contra el hambre, contra la precariedad y el exilio. Porque ahí era donde ellas sufrían y donde tenían puestos sus dolores de cabeza. A pesar ello, la interseccionalidad de la que nos hablan los feminismos periféricos, ayudó a que también se combatiera el machismo y el patriarcado que reinaba en las mentalidades de la época. Porque la mujer no se puede contemplar solo desde una sola categoría social. Son muchas las identidades que nos nutren y, por consiguiente, que se influencian mutuamente.
No seamos como ese feminismo hegemónico. Seamos más como un feminismo andaluz, donde todas encontremos cobijo. Un feminismo abierto, de clase, comunitario, ecofeminista. De todas y para todas.
Bibliografía:
Adlbi Sibai, S. (2016). La cárcel del feminismo. México: Akal/inter pares.
De Miguel, Ana (2015). Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección. Ediciones Cátedra.
Falcón, S. (2015). Lo dieron todo: Las luchas de Marinaleda. Atrapasueños.
Pérez Diaz, D. (2017). Feminismo decolonial y hegemonía occidental: una deconstrucción epistemológica. Dossiers Feministes, Nº 22, pp. 157-177.
Rodríguez Martínez, P. (2011) Feminismos Periféricos. Sociedad & Equidad, Nº2, pp. 23-45.
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Y no sólo eso sino todas las que trabajan para conseguir peonas y las que consiguen las peonas sin trabajar. Y otra cosa, sabéis cuantas mujeres de aquí viven con niños escondidas en huertas? Para reflexionar, a ver si con la huelga feminista las trabajadoras sociales no se les caiga la cara de vergüenza
Seamos ese feminismo que da lecciones de cómo ser buenas feministas mientras (por lo bajini) dinamitamos espacios feministas para beneficio personal.. acaparando puestecillos de responsabilidad para seguidamente promocionarnos, vaya.. vaya..
Enga Ya!