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Pista de aterrizaje
Rakel Imaz: “Ser payasa empodera”
La payasa de entonces le da las gracias a la payasa de ahora. Rakel Imaz (Donostia, 1974) lleva 26 años en el mundo del clown, el cuento y la formación. Asegura debérselo todo a su hermana, Virginia Imaz, pionera en este campo. “Ella es mi mentora, mi madrina”, explica. De tal palo, tal payasa. La pandemia del covid-19 ha azotado de tal modo a esta artista que sale de casa ‘de civil’, sin su nariz roja. La incertidumbre es enorme.
Empiezas a muy temprana edad en el mundo del clown.
Y no solamente a formarme, también a formar a otros aspirantes. Apenas había profesores entonces. Había que transmitir las ideas. El conocimiento de este mundo no era accesible y yo lo facilitaba. Sobre todo, a mujeres. Ser payasa es un arma muy potente que empodera.
¿En qué momento decides tomártelo como oficio?
Amé y amo ser payasa, ser cuentacuentos y educar. Pero a los 14 años pensaba más en las discotecas. Ya entonces empecé a sacrificar mis fines de semana por cursos de formación en clown. ¿Sabes lo importante que es para una vasca su cuadrilla? Si no sales, te ponen falta de asistencia (risas).
Eras realmente joven para ser clown.
Desarrollaba la técnica de cómo construir un personaje cuando ni siquiera mi persona estaba construida. Sufrí, no estaba emocionalmente a la altura de ese aprendizaje.
¿Se respeta vuestro trabajo?
La palabra payasa tiene una connotación peyorativa. Me peleo cada día para hacer un poco de pedagogía. Si alguien llama payaso a alguien le digo: “Perdona, será idiota o imbécil, para ser payaso hay que estudiar”. Somos lo que hablamos.
Hay un tiempo para la risa y otro para el dolor
Ser payasa es algo muy serio, ¿no?
No deja de ser lo que me da de comer. Nos tomamos el humor muy en serio. Además, no todo el mundo se puede reír de cualquier cosa en cualquier momento. No me valen los “eres clown, ¿por qué no te ríes?”. Pues porque he roto con mi pareja y estoy sufriendo. El duelo importa. Hay un tiempo para la risa y otro para el dolor.
¿Cómo se concilian la vida personal y la actuación?
Hay varios momentos de mi vida donde esa conciliación ha sido imposible: cuando fallece mi padre, cuando secuestran a Miguel Ángel Blanco y la noticia nos pilla en mitad de un festival en Zarautz. También lo pasé mal con una ruptura de pareja. El peor de ellos fue la muerte de mi padre. Estaba en un congreso y las compañeras, más rápidas, no me dejaron salir a actuar. Se lo agradeceré siempre. Yo iba de cabeza, pero realmente no podía.
The show must go on.
Los artistas tenemos esa máxima. Y con mi cabeza puesta en la muerte de mi padre, yo, muy digna, quería salir a actuar.
Lleváis al extremo la máxima.
Teníamos un espectáculo donde entrábamos en las casas y nos subíamos a los balcones, que no siempre estaban en las mejores condiciones. Una compañera, la payasa Maite Larrea, ante los balcones más endebles siempre avisaba: “Si me caigo y me mato, vosotras continuáis” (risas).
¿Qué valor tiene la narración de historias?
Cuando le preguntan por qué contar cuentos a Nicolás Buenaventura, compañero narrador, responde que, como las mejores cosas de la vida, por y para nada. Hay que dejar a los cuentos ser. ¿Qué problema hay en que solo transmitan placer?
¿Cuándo fue la última vez que te pusiste la nariz roja?
En unas jornadas online. Cuando haces este tipo de shows a través de una videollamada no obtienes ninguna retroalimentación por parte de los que están al otro lado. Es muy difícil. Pero estoy muy agradecida por que sigan contando con nosotras.
¿Te imaginas un futuro sin esa nariz?
No me gusta imaginarlo. A veces pienso en convertirme en una funcionaria, cotizar en la Seguridad Social durante quince años y luego irme con una autocaravana por el mundo. Pero luego se me pasa (risas).