Redes sociales
Twitter o la máquina de tronar según Richard Seymour

Vampira de nuestra atención o ventana interactiva al exterior, picadora de emociones o espejismo participativo, oportunidad laboral o la colección de deberes mentales más grande jamás encargada. Es imposible obviar la influencia en nuestras vidas de lo que Richard Seymour llama en su ensayo la máquina de trinar.

Apenas usada hoy pero sí recogida en el Diccionario de la RAE, la palabra “acedía” es una versión latinizada del griego akedia traducible como “negligencia”. Esta forma de dejadez, de no-cuidado (a-kedos, volviendo a su etimología) fue “una predecesora del concepto moderno de melancolía (que) describía la negligencia respecto de la propia vida: un estado de apatía, de inquieto letargo espiritual. Era un mal que hacía ansiar la distracción y la continua novedad y explotar apetencias y odios mezquinos. Disolvía la capacidad de la persona de prestar atención, de vivir como si la vida importara, en una serie de ansias que pedía satisfacción. Por último, era deshumanizador, corrosivo de todo sentido: era una muerte espiritual”, escribe Richard Seymour en La máquina de trinar (Akal, 2020) valiéndose de ella para hacer una analogía de nuestra relación con la industria de las redes sociales. “Caemos gradualmente en zona muerta, en el trance del teletipo”, describe. En las garras de una máquina cronófaga nunca satisfecha del tiempo que le ofrendamos.

El analista británico dibuja la industria social como una combinación de bolsa de valores las 24 horas y panóptico suavizado con un cierto clima de colmena. Un lugar en el que cada posteo, cada tuit o foto, cada entrega de nuestro trabajo o progreso de nuestros hijos se juega como una apuesta susceptible de recibir validación, reprobación o, también y es importante, indiferencia pública. Pero una adicción no se explica solo por cómo es la droga.

Tienes una descarga de dopamina cuando ves tus notificaciones, es como un titular, una promesa de que vas a obtener muy buenas noticias. Es un proceso que repetido un número suficiente de veces genera una dependencia

“Algunos jefes de la industria social dicen, sobre todo cuando dimiten o se retiran, que esta es adictiva. Creo que puede haber algo de eso, pero también es reducir la adicción a una perspectiva determinista relacionada con la dopamina. Tienes una descarga de dopamina cuando ves tus notificaciones, es como un titular, una promesa de que vas a obtener muy buenas noticias. Es un proceso que repetido un número suficiente de veces genera una dependencia. Entonces empiezas a escribir y compartir cosas de acuerdo a esta lógica que te hace conseguir más notificaciones. Todo lo que alargue el engagement es fantástico para los propósitos de la máquina. Genera más datos y contribuye a una mejor manipulación publicitaria a tiempo real”, explica Seymour a El Salto.

“Pero el problema —puntualiza— es que aunque describas el proceso químico de algo, como tener hambre o estar enamorado, eso no te dice nada sobre el significado de lo que pasa. Hay una lectura social detrás. En las últimas décadas ha habido un declive de la interacción social. La gente ya iba menos a los pubs antes del confinamiento. Ocurre también con el uso de drogas sociales o incluso con las citas y el sexo. Nos hemos aislado. Atomizado, diría que es el término. Estamos más deprimidos y decepcionados con las relaciones sociales, algo que también tiene que ver con la bajada de gasto público y de disponibilidad de infraestructuras tras años de neoliberalismo y recortes. Es un paisaje empobrecido. Las redes empezaron a despegar en periodo de austeridad. Ofrecen una ingente cantidad de material gratuito y animan a que parezca que se puede conseguir casi cualquier cosa. Puedes escribir dirigiéndote a cualquier persona por poderosa que sea. Tienes a tu disposición un engranaje que está ahí cuando tu vida social ya no lo está tanto”.

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Hasta qué punto las redes sociales son un medio (para profesionales de la comunicación, en la construcción de una marca personal visible y monetizable en forma de ofertas de trabajo) o un fin (el del mero placer de sentirse visto y reconocido) no es una cuestión que en el ensayo tenga respuesta, ni Seymour llega a afirmar categóricamente que la intimidad digital sea hoy una forma de privilegio, pero sí desliza que “la abstinencia de las redes sociales no es una aflicción de los pobres sino la distinción cultural de las clases acomodadas”.

“La presión comercial de la máquina y su psicodinámica está sobre todo el mundo, tanto si eres un modesto escritor como yo o si eres una gran celebridad. En algunas de las mayores polémicas están involucradas celebrities que tendrían la opción de pagar a alguien para que manejase su cuenta por ellas. ¿Por qué exponerse a ese desastre? Lo más importante en esta industria es la atención”, matiza.

Todos somos escritores en la máquina de trinar. El ser humano está escribiendo más que en ningún otro periodo histórico. Si los profesionales ya no esperan cobrar por hacerlo; si, para todo el resto, mirar y ser mirados es, en palabras de Seymour, “un irresistible incentivo para trabajar” gratis, si estamos protagonizando un masivo —y desconocido hasta la fecha— movimiento de rebaja del precio de la mano de obra, si el dilema es la autoexplotación de nuestras anécdotas versus la obtención de cierto capital social, ¿cómo repercute eso en nuestra autoestima?

“Es complicado —responde Seymour— porque funciona en dos direcciones. Por un lado, acelera la mercantilización de la escritura, tienes que ser capaz de producir muy rápido. Tienes que estar constantemente pendiente de lo que ocurre y de pensar de qué manera se puede escribir sobre ello potencialmente por dinero. Eso lo encuentro oneroso, no me gusta, lleva a la explotación de las relaciones. Por otro lado, sé que yo no estaría en ningún sitio, como escritor, si no fuera por internet. Procedo de la clase trabajadora, tenía un blog y pude usar las redes sociales para poder seguir construyendo esa audiencia. La industria social ha habilitado que se oigan ciertas voces alternativas. No te puedo dar una respuesta unívoca sobre esta cuestión, creo que ocurre como con otros dispositivos tecnológicos bajo el capitalismo. Tiene un enorme potencial pero a la vez consecuencias que encajan en los peores escenarios del neoliberalismo, como también esa especie de ideología feudal de deferencia hacia las celebridades”.

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“Somos moradores, no ciudadanos, de una máquina que nos mantiene adictos, haciendo pasar interminables y aburridos textos e imágenes por la pantalla, experimentando súbita ira volátil, excitación, fugaz dosis de adrenalina de odio, todo encantadoramente descrito con el eufemismo ‘recompensas variables’. Una máquina que nos hace a todos aspirantes a celebridades, que nos hace disfrutar de venerar a quienes están por encima de nosotros en la ecología del estatus y al mismo tiempo descargar nuestros sadismo y rabia y dirigirlos con la precisión de un rayo láser contra el tonto del día. Una máquina que reduce la información a estímulos sin sentido que nos lanza con pulverizador, más o menos como cuando Trump nos bombardea con signos de exclamación y frases en mayúsculas. Una máquina que nos habitúa a ser los conductos manipulables del poder de la información. En esto hay un potencial fascista”, escribe Seymour en su ensayo. En una velocidad que sabotea cualquier escala de emociones humanas, en las lógicas reacciones epidérmicas que provoca y en la verticalidad aspiracional está el huevo de la serpiente. También seguramente en el algoritmo.

El algoritmo favorece el contenido extremo. Hay algo emocionante, ilícito, en ese tipo de contenidos y posiblemente gente que tiene ideas racistas, homófobas o sexistas puede ser llevada ahí

Pues la máquina no es neutral. Su contribución al endurecimiento y legitimación de posiciones de extrema derecha, pero de igual manera cómo puede articular políticamente pulsiones violentas, supremacistas, misóginas antes dispersas es algo que también preocupa a Seymour. “La industria social está produciendo, desde hace algún tiempo, vectores hacia la radicalización de la extrema derecha”, avanza antes de entrar en detalle: “Lo vemos en YouTube, donde si buscas algo relacionado con el centro-derecha moderada, el algoritmo te llevará progresivamente en búsquedas posteriores hacia material nazi. Hay patrones similares en otras plataformas. No es porque estén adoctrinando deliberadamente en ideas de extrema derecha, obviamente, sino que, para mí, la respuesta está en la idea de que el algoritmo favorece el contenido extremo. Hay algo emocionante, ilícito, en ese tipo de contenidos y posiblemente gente que tiene ideas racistas, homófobas o sexistas puede ser llevada ahí”.

La pregunta es qué hay tan adictivo en el info-entretenimiento fascista. “Creo que particularmente para hombres que están muy deprimidos puede actuar como una píldora roja antidepresiva”, opina el analista británico. “Puede servir para fijar un propósito o tener un reconocimiento, o no pensar en los propios demonios sino en ‘luchar’ contra los que hay en el mundo. Esos espacios pueden generar guerras culturales en los que puede darse la radicalización de derecha. Pero lo más importante es que hay un montón de hombres que son prácticamente sociófobos, que creen que la sociedad es opresiva, que su mayor miedo son aquellos que luchan por una justicia social o el socialismo, que están aterrorizados por las reclamaciones que otras personas puedan hacer sobre su vida, esas personas no quieren deber nada a nadie. Esta reacción que vemos hoy está relacionada con ‘la supervivencia del más apto’”.

Ese conglomerado comprende, de alguna manera, desde la antiidentidad cínica —Seymour recurre en su obra a la imagen del personaje de Jim Carrey en La Máscara para explicar parte del fenómeno del trol fascista que reduce la realidad a una especie de dibujo animado y neutraliza cualquier posible empatía con las víctimas— al llamado terror estocástico o la capacidad de la comunicación online para generar violencia física y real, preparada individualmente y perpetrada a un cierto azar.

¿Ha sido el reciente ataque al Capitolio un toque de atención en estos términos? “Lo que vimos fue una incoherencia organizativa —contesta Seymour—, no era una acción centralizada con un gran partido detrás. Había medios digitales, algunos nazis, milicias, grupos conspiranoicos, supremacistas, jóvenes del Men’s Rights Activists, o de rincones de Reddit o 4chan que nunca han tenido ninguna experiencia con el poder político y habitan un pastiche incoherente de fundamentalismo cristiano, fantasías neonazis o conspiraciones sobre el 11-S y el Nuevo Orden Mundial. Pueden sentirse emocionalmente preparados para un golpe de Estado, pero no lo están intelectual o logísticamente. Si tienes en cuenta sus conversaciones online, querían que Trump declarase una dictadura y empezase una guerra civil yendo a por toda la izquierda para meterla en la cárcel o dispararla. Eso es mucho menos tranquilizador, que esta gente se sienta emocionalmente preparada para eso. El problema es que son inexpertos, pero este ataque ya ha sido una experiencia de las muchas que tendrán. Han estado diciendo de manera naíf que iban a tomar el Capitolio, pero muchos aprenderán una lección organizativa y serán una amenaza aun mayor para la integridad física de las personas de izquierda y las minorías en estos próximos años”.

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Seymour considera que Twitter ha perdido gran parte de su valor al cancelar la cuenta de Donald Trump. “La industria social monetiza la extrema derecha. Se han aprovechado una de otra durante años. Estamos en un momento en el que la industria, para alinearse con la nueva administración y evitar una reacción negativa, actúa. El problema es que durante años las compañías han hablado de libertad de expresión de la comunidad, pero eso es mentira, todo iba sobre sus guías de actuación empresarial. Ahora la premisa está clara, la cosa nunca fue sobre libertad de expresión, sino sobre el monopolio del contenido producido en estas plataformas, en esta industria. Para mí no es algo a celebrar, aunque me alegre ver a Trump humillado de cualquier forma posible”.

Nuestra organización política democrática debe tener lugar más allá de la máquina. Una vez conseguida fuera, nuestra relación con la máquina debería estar mediada por qué queremos de ella

Trump, tuitero en jefe y responsable de la mayor potencia militar mundial casi a partes iguales, es quizá el mejor símbolo de lo que en La máquina de trinar Seymour presenta como una lectura crítica de la década que acabamos de dejar atrás. Esa que esta primavera podremos rememorar en el Estado español con el décimo aniversario del 15M y que para el analista volteó el tecnoutopismo yendo, a grandes rasgos pero a nivel global, del ciberidealismo al cibercinismo. De los intentos de organización colectiva desde la red hacia fuera a la autoconciencia y el perfeccionamiento de la voz digital propia. Un poco del nosotros al yo, si se quiere. “Si pensamos en una organización política seria, no podemos obviar las ventajas de estas plataformas, el problema es cómo lo enfocamos. Muchos activistas de izquierda las usan para desahogarse, para decir cualquier cosa, todo lo que venga a la cabeza, pasando un día entero reaccionando a algo que no les ha gustado, produciendo contenido reactivo que no tiene nada que ver con organizarse o liberarse. Es, de hecho, una forma de subordinación, es una forma aterradora y compulsiva de sumisión. Nuestra organización política democrática debe tener lugar más allá de la máquina. Una vez conseguida fuera, nuestra relación con la máquina debería estar mediada por qué queremos de ella. La usamos demasiado para la expresión individual. Y yo soy tan culpable como cualquiera, por eso entre otras razones escribí el libro”, acepta Seymour, que cree también que “la manera en que la política se mediatiza desde las redes es bastante problemática, pues la reduce a historias, narrativas, shock y trauma”.

Estamos organizados desde arriba por algoritmos que no hemos configurado nosotros, sino un pequeño grupo de hombres ricos, normalmente blancos, en California

Entonces, ¿estamos escribiendo desde un lugar y una perspectiva privada pero en un contexto público que actúa proporcionando una relativa sensación de participación, una suerte de simulacro de proceso político? “Ese es el problema”, contesta el autor. “De alguna manera, estamos socializando, pero no sobre algo que tenga que ver con una autoorganización colectiva y democrática. Estamos organizados desde arriba por algoritmos que no hemos configurado nosotros, sino un pequeño grupo de hombres ricos, normalmente blancos, en California. La máquina está obsesionada con el estatus. La condición de participación en esta industria es que tú eres tú mismo, tú eres una micro-celebridad. Cada uno usa la máquina individualmente y en función de sus objetivos, pero el objetivo es perseguir likes y shares, no tiene mucho sentido estar si no tienes la atención de otras personas. Y ese mercado de la atención es volátil y frágil”.

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Posiblemente, el botón “me gusta” es una de las innovaciones más decisivas de este ya casi cuarto de siglo. Permite cuantificar las emociones, clasificar la aceptación y popularidad, ahorrar esfuerzos expresivos y habilitar una potencial comparación sin final. Pero si la máquina de trinar nos pone cada vez más a trabajar, si conseguir un empleo o quedarnos en paro no puede suceder sin que pensemos cómo lo escribimos en redes, si viendo una película pensamos qué podemos destacar de ella para una rápida reseña online en cuanto acabe, si pasamos horas preparando un hilo que encaje con el tema del día, si cualquier polémica estéril nos incita a buscar bibliografía como locos porque nos están mirando, si en definitiva cada vez dominamos más las olas de sentimientos agregados y sabemos de antemano qué tipo de contenidos, estilos y enfoques van a gustar más, ¿cuánto tiempo puede una máquina exigente y previsible mantener su atractivo?

“Sí, creo que la gente está exhausta, porque la máquina demanda mucho trabajo tan solo para mantenerla, aunque mucha otra gente está sacando beneficio. Twitter siempre lucha por conseguir valor de mercado. Tiene menos usuarios que otras redes, pero la usan muchos actores, escritores o periodistas, si no fuera por eso sería un medio bastante poco aprovechable”, cree Seymour. También que Twitter podría quedarse atrás precisamente por su dependencia de sobrecarga de trabajo mental que arrastramos todo el día. “Tik Tok es mucho más sensorial y demanda mucho menos trabajo a sus usuarios: memes, bailes o en general experiencias más estéticas que se alejan de lo exhausto que es Twitter. Es interesante cómo las plataformas más tóxicas son aquellas en las que la gente se escribe entre sí, las menos son como Instagram, que puede ser muy deprimente pero en otro sentido. La cuestión es qué maneras alternativas de comunicación hay, qué regulaciones queremos, cómo queremos que actúen los gobiernos con estas plataformas, cómo deben pagar impuestos y si es posible nacionalizarlas”.

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