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Televisión
¿Existen los realities?
Esto es una serie de reflexiones sobre sensaciones, más que sobre certezas. No pretendo iluminar la caverna ni salir de ella, más bien grito a ver si hay eco. Ni siquiera se si estoy del todo de acuerdo con todo lo que digo.
ILos realities surgen en los '90 del agotamiento de otros formatos. Todo está muy visto. La televisión necesita frescura, espontaneidad, novedad. Y qué mejor para conseguirlas que personas reales, sin papel, sin guión. Podemos entrar a cuestionar si esto es lo que realmente ocurría o no en un inicio. Pero ahora, pasados más de 20 años, es evidente que la novedad, la espontaneidad y la frescura son historia. Las personas que aparecen en los realities tienen un papel muy claro: el de personas que aparecen en los realities. Es lo de menos, al menos de momento, si esto es así porque esas personas interpretan conscientemente ese papel o porque quienes diseñan los procesos de selección tienen muy claro qué persona(je) quieren. Y quienes los ven lo saben.
IILo que quizá sigan teniendo de auténtico los realities es la expresión de los sentimientos. Y digo expresión por algo. Todo está preparado para que haya gritos, euforia, llantos, casi como el técnico de sonido tiene a mano el botón de las risas enlatadas. Pensar que todo eso es algo espontáneo, que ocurre sin intervención, supondría ser mucho más ingenuo que el consumidor medio. Si siguen funcionando es en parte porque todo esto no anula lo central: las lágrimas son sus efectos especiales, y son reales.
Tan precaria es nuestra identidad que nos identificamos como nunca antes con los productos que consumimos o rechazamosIII
Espero que esto no sea otra crítica intelectualoide de los realities. Pero desde luego tampoco es una defensa de la libertad individual en los gustos en su peor sentido, ni viene a desvelar el potencial que tiene para no se qué no se qué programa televisivo. Parece que estamos atascados en esa dicotomía. Tan precaria es nuestra identidad que nos identificamos como nunca antes con los productos que consumimos o rechazamos. Cada cual se atrinchera en sus filias y fobias, y los análisis son más justificaciones de posiciones previamente tomadas por otros motivos (si es que hay motivos) que reflexiones sinceras que vayan más allá de la alabanza o el enjuiciamiento (en Homo Velamine llamarían a esto ultrarrazones: explicaciones racionales que (nos) damos para justificar lo que en realidad son nuestras creencias y apetencias, nuestros más bajos instintos). Tengo la sensación de que hemos perdido la capacidad de analizar y criticar los productos culturales. De utilizarlos para ver qué nos dicen sobre nuestro presente y nuestros futuros posibles, de pensarlos más allá de sí mismos, como inspiración, como síntoma, como dispositivo… La única pregunta posible parece ser: ¿a favor o en contra?
IVUmberto Eco decía que al escribir un texto, uno se hace una idea de lector modelo. A ese lector, al mismo tiempo que por un lado se le suponen unas capacidades, características, conocimientos, por otro lado estas se le instituyen: se crean, se producen. Con cualquier otro producto cultural, podemos pensar algo parecido.
VUna de esas cosas que se instituyen son precisamente los gustos. Parece una obviedad, pero seamos conscientes de que a nadie le gusta La Isla de las Tentaciones, Master Chef o las novelas de aventuras antes de saber de su existencia y probarlas. Otra, la estupidez. No es que la gente que vea cierto tipo de realities sea, de entrada, más estúpida o machista que la media. Es que ese tipo de programas, al establecer unos determinados modelos y pautas de conducta, alimentan el machismo, la estupidez, el canibalismo social, infantilizan. Fuerzan nuestra credulidad. Y sobre todo lo hacen al negar lo evidente: su manipulación y su artificialidad.
Hay paternalismo al criticar estos productos: tratamos de estúpidos a quienes los consumenVI
Pensemos esto cada vez que oímos hablar de paternalismo. Paternalismo al criticar estos productos: tratamos de estúpidos a quienes los consumen. Paternalismo al criticar los efectos que puedan tener en quienes los consumen: les suponemos como esponjas sin filtro, o suponemos que el resto de productos son mucho mejores. Paternalismo si se propone como alternativa la “alta cultura” o contenidos que sirvan para concienciar a las “masas ignorantes” sobre X cuestión, dándoselo todo bien mascadito. Paternalismo cuando en realidad simplemente se pretende imponer los gustos propios como estándar (o incluso como imperativo moral). En cualquier caso, lo que hay que pensar es si el foco está de nuevo en el a favor/en contra, y sobre todo, en la elección individual, la preferencia individual, la responsabilidad individual. O si en cambio hay algo en juego que merezca la pena, más allá de gustos y culpas.
Opinión
La España de ‘Masterchef’
El balance que cualquier producto cultural hace entre las características que supone a su consumidor y las que le instituye lo podemos relacionar con los polos de “familiaridad” y “novedad”. Lo absolutamente familiar, por repetitivo, aburre. Lo absolutamente novedoso, por incomprensible, aburre también. Entre medio, las posibilidades son infinitas, pero rara vez lo que nos venden como nuevo supone la más mínima ruptura con lo previo, más allá de añadirle colorines o efectos especiales. El mismo potencial experimental de las vanguardias es lo que las hace incomprensibles, o incluso ofensivas, para muchas personas (y a estas alturas, donde “políticamente incorrecto” es la bio de la mitad de los nazis y fachas en tuiter, no está tan claro que la mera provocación sea algo subversivo). No se alcanza. Una producción cultural populista que diga a la gente lo que quiere oír, lo que sabe que va a gustar, tanto en forma como en contenido, no rompe esquemas, no invita a la reflexión ni cuestiona al espectador. No se avanza. Y claro, no se trata de producir una cultura exquisita para la élite mientras el populacho sigue a lo suyo.
Más allá de Mozart o el pop y la música aleatoria de John Cage tenemos el jazz, el rock, el punk, la electrónica, el hip-hop, la música rave y a CamarónVIII
Entre esos dos ejemplos, o mejor, más allá de ello, está lo que Mark Fisher llama modernismo popular. No es un punto medio entre modernismo y populismo, sino una mezcla de elementos: la experimentación formal, la transgresión de los cánones y la iconoclasia de las vanguardias, pero que se pueda sentir en conexión con tu vida, cantar borrachos en un bar, bailar en una rave. Más allá de las obras más inaccesibles del arte moderno y los bodegones pueden estar Picasso, el graffiti o algunas cuentas de memes con un cultivado descuido en la estética. Más allá de Mozart o el pop y la música aleatoria de John Cage tenemos el jazz, el rock, el punk, la electrónica, el hip-hop, la música rave y a Camarón. Más allá de la poesía fonética y las rimas de Pablo Hasel, está Your Country is Great, algunos poemas encontrados de Goldsmith, el Pornolizer o el Romancero Gitano. Pero pensemos en la tele, ¿qué hay entre el post-porno y La Ruleta de la Suerte?
IXTampoco se trata de contraponer la “telebasura” a la “buena televisión” (?). Pienso en Saber y Ganar. Desde luego programas así no tienen muchos de los aspectos criticables que pueden tener los realities. Pero seguramente sea por una cuestión de intensidades más que de contenido. Su virtud reside precisamente en su debilidad. Realmente cuesta escribir algo apasionado sobre este programa, para bien o para mal. Pero pensemos ese formato y démosle intensidad. Quizá lleguemos a algo parecido a ¿Quién quiere ser millonario? Basta poner mucho dinero de premio para poner nerviosos a los concursantes, luces y efectos de sonido y el programa más tonto se vuelve emocionante. Y sería tramposo tener que elegir entre patriarcado y meritocracia.
XDespués de mencionar esto, se me ocurre otro paralelismo. En Divertirse hasta morir, Neil Postman habla de cómo antes de la era de las telecomunicaciones, buscábamos información porque la necesitábamos utilizar para desenvolvernos. Cuando estas irrumpen, la novedad sustituye a la relevancia y somos bombardeados masivamente con informaciones diversas que no hemos solicitado. No tardan en surgir lo que él llama pseudocontextos: contextos artificiales, preparados para dar un sentido y una función a toda esa información a priori inútil que recibimos. Pasatiempos, juegos como el trivial y por supuesto programas de televisión. Ahora: en un contexto en el que se estrujan nuestras pasiones para movilizarlas a favor del consumo (y aquí me vale tanto los anuncios de coche como los clickbaits) al mismo tiempo que se erosionan las condiciones materiales para establecer vínculos afectivos firmes, ¿pueden ser los realities un “pseudocontexto emocional” en el que proyectamos en otras personas lo que nuestros curros precarios, nuestras ciudades atomizadas, nuestros complejos y nuestra apatía cultivada no nos permiten experimentar plenamente con (nos)otros?
“Que hablen de mí, bien o mal, pero que hablen”. No sé si esa frase la dijo Goebbels, Dalí o algún personaje de los Simpsons, pero se ha trasladado de la política al marketingXI
Hablar de cultura es hablar de cambio, de imaginación. Es dinámica por definición. Nos invita a movernos al mismo tiempo que refleja nuestros movimientos. De nuevo con Mark Fisher, a todos nos suena ingenuo hoy pensar que la cultura pueda cambiar el mundo, y sin embargo, también es innegable que tiene un poderoso efecto en reproducir la sociedad y las subjetividades.
Pensamiento
Mark Fisher “Tenemos que inventar el futuro”
Las distopías nos mostraban lo terriblemente mal que irían las cosas si no espabilábamos, aunque a estas alturas, leídas desde nuestro contexto de impotencia para organización colectiva y la transformación social, más bien sirven para acostumbrarnos a la idea de un futuro peor. En su lugar, dice Layla Martínez, tenemos que volver a las utopías, a la capacidad de imaginar mundos mejores. En general, cualquier ficción nos puede hacer pensar que el mundo puede ser de muchas maneras. Ninguna de ellas trata de convencerte de que vives en su mundo. Y cualquier otro producto que no sea ficción, que hable de este mundo, propone una lectura particular de él. Incluso a la hora de ver el telediario o elegir qué periódico consultar cada cual sabe muy bien en qué medio o canal prefiere hacerlo y por qué. Los realities en cambio se disfrazan de no-ficción sin serlo. Dicen mostrar a personas reales en situaciones reales. Y si fuese así, la pura objetividad, no habría en juego valores, creencias, ideologías. ¿Pero hay algo más artificial que las estructuras panópticas, los procesos de selección, los sistemas de competición, las situaciones cocinadas, el saber que cada cosa que hagas será vista por millones de personas? Los realities son un espejo, sí, pero uno deformante que nos devuelve una imagen modificada, grotesca. Y nos dice: así sois. Habrá quien se lo crea.
XIII“No, yo es que lo veo porque es unas risas criticarlo”. Suena a respuesta ante un tribunal. Es igual de legítimo que quien simplemente decide tomarlo en serio. Que hablen de mí, bien o mal, pero que hablen. No sé si esa frase la dijo Goebbels, Dalí o algún personaje de los Simpsons, pero se ha trasladado de la política al marketing. Ya no hay un afuera. Desde luego dependiendo de qué filtros se utilicen y en qué contextos se consuma, el efecto que puede tener en distintas personas y grupos es muy diverso (aunque seguro que aquí nos topamos también con unas cuantas ultrarrazones de esas). Pero en un nivel más amplio, consumo irónico es consumo también: a Mediaset se la sudan las pelis que te montes.
¿Está esta reflexión fuera del bucle?
Televisión
La Isla de las Tentaciones y el capitalismo emocional
“La Isla de las Tentaciones” no es un reality sobre el amor romántico. Lo pornográfico ocurre a la luz de los focos, cuando los concursantes adoptan la retórica de la realización personal para explicar todas sus acciones.
¿Qué hago hablando sobre la tele si no la veo? ¿Qué hago hablando sobre la tele en 2021? La sensaciones que aquí he dejado salir a la luz, o otras similares, son las que me puede producir también la “espontaneidad” de las redes sociales, con sus códigos, burbujas, arquetipos y personajes mitológicos. De hecho no tendría mucho sentido separar ambos mundos. Este tipo de programas me atrevo a decir que son consumidos casi más para ser comentados que por cualquier otro motivo. Y quizá eso sea lo más interesante del fenómeno. Para bien y para mal.
XVEsta falta de novedad no la podemos pensar en la cabecita de los espectadores. La televisión, o cualquier otro medio, no se limita a emitir “lo que le gusta a la gente”. Como decíamos, contribuye a generar unos determinados gustos, genera su propia demanda. Aunque para lo que nos interesa ahora, no son tanto las características concretas que supone e instituye un producto concreto en sus espectadores concretos, sino los contextos más amplios en los que se producen y consumen los productos culturales. Y ese contexto es el de grandes monopolios y producciones de tipo corporativo (cada uno se ciñe a su marca), pérdida de hegemonía de la televisión, que debe competir con (y al mismo tiempo servirse de) otros medios, por el lado de la producción. Desregulación laboral, tanto en los sueldos como en los horarios, saturación informativa, atomización y, según el caso, tiempo libre como un bien escaso, o tiempo vacío como una losa sobre la espalda, por el lado del consumo. Este tipo de productos realmente triunfan porque triunfan. La gente los ve porque hay que verlos, porque “no se habla de otra cosa”. Receta para el éxito en un contexto difícil para unos, consumo poco exigente y una (pseudo)comunidad accesible para otros.
XVITermino con una cita de este artículo de Homo Velamine:
Como soñaba Mark Dery en el manifiesto jammer, cada persona tiene hoy no uno sino varios nódulos desde los que publicar. Son, efectivamente, las redes sociales. Estos “nódulos” representan el sueño de los movimientos que hemos estudiado. Los situacionistas aspiraban a romper el binomio espectáculo-activo / público-pasivo, de manera que el Pueblo “construyese situaciones” y fuese actor de su propia vida. Y, efectivamente, el Pueblo es ahora actor y elige construir situaciones semejantes a las del espectáculo, pero en su versión popular. Son hechos cotidianos, selfies en las que posamos como modelos o imágenes sujetando la torre de Pisa con las que demostramos al mundo nuestro estatus clasemediano. Con estos “nódulos” nos apropiamos de internet, pero no lo convertimos en el canal de denuncia que esperaban los jammers, sino en una evolución de la sociedad del espectáculo: la sociedad del microespectáculo. Dery cita en su manifiesto al profesor Mark Crispin Miller: “Todo el mundo ve la televisión, pero a nadie realmente le gusta”. Hoy dudamos de la segunda parte de esa frase: como público, efectivamente, disfrutábamos de las producciones televisivas hasta el punto de imitarlas en cuanto se nos ha dado ocasión.1
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