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Temporeros
La Escuela de Pakita, clases autogestionadas en los asentamientos de jornaleras de Huelva
La tarde resplandece en el asentamiento de jornaleras en Lucena del Puerto. Hace sol, algunos comen, descansan o aprovechan para juntarse a charlar. Los perros y los gatos duermen en el suelo en las franjas de luz más amplias. Suena el martillo sobre el cartón, alguien está construyendo una chabola. Poco a poco, en bicicleta o a pie, vuelven algunos jornaleros de sus puestos de trabajo.
“Yo antes ni sabía que existían chabolas, creía que todo aquel que venía le daban papeles, hubiese venido en patera o en avión. Aquí me he dado cuenta de que la cosa es muy distinta a como me imaginaba, y es muy difícil”, expone Paquita
Paquita sale de su chabola con una carpeta en la mano, sobresalen algunos folios y una hoja en la que, impresas a colores, hay monedas dibujadas. Empieza el pequeño recorrido que emprende cada día por la tarde parando a saludar a quien se encuentra hasta llegar a una chabola enorme y rectangular en cuya puerta se puede leer dibujado en tiza blanca sobre un cartón: Escuela de Pakita.
“A mí me llegan a decir hace cuatro años que estoy fuera de mi pueblo y haciendo esto y no me lo creo”, comenta Paquita. Ella es originaria de Grazalema, en la Sierra de Cádiz, y tras quedarse en paro en 2020 acabó trabajando por temporadas en los campos onubenses y en los hoteles de la costa.
El aula se va llenando de jornaleras, la mayoría recién llegadas de su jornada laboral. La temporada comienza a subir y se nota en el aumento de población del asentamiento. En Lucena del Puerto, durante los meses menos productivos, apenas permanecen varias decenas de personas, pero con el inicio de la temporada la población aumenta hasta los 500 aproximadamente. “Hoy falta alguna gente en la clase porque también empiezan las horas extra si hay suficiente fruta para recoger”, explica Paquita antes de comenzar la clase.
Durante la clase, además de repasar las conjugaciones y el abecedario, intentan plantear de forma colectiva cómo desenvolverse y qué decir en situaciones como ir al médico, hablar con servicios sociales o comunicarse en el trabajo. “La primera cosa que deberíamos hacer es aprender el idioma del país, es muy importante”, comenta Ibrahim, un temporero que lleva varios meses viniendo a clase.
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Paquita no tiene formación en educación y, como sus vecinos, se emplea en los campos recolectando frutos rojos: “He tenido que acordarme de cuando era chica y pedir libros de primaria”, sostiene. En algunas ocasiones ha llegado a utilizar revistas del corazón para poder impartir las clases, ya que todo nace de forma autogestionada y le es difícil obtener otros recursos. “Me he dado cuenta de lo difícil que es aprender a pronunciar las palabras, es que, claro, es un alfabeto distinto”, hace hincapié Paquita.
Grace vino hace varios años a trabajar a la fresa desde Ghana y todos los días ocupa su puesto en primera fila de la clase. “Se me quemaron las gafas hace un año en un incendio aquí”. Por eso tiene que ponerse cerca de la pizarra. La falta de gafas le dificulta aún más el trabajo y el día a día. “No veo lejos y no sé español, es difícil”, lamenta. A pesar de los años que lleva en el Estado español, Grace no ha tenido muchas oportunidades para aprender el idioma. “Una vez pocos días en Málaga” tuvo alguna clase, comenta.
No hay muchos recursos para el aprendizaje del idioma a los que pueden acceder estos temporeros, y en algunas ocasiones los cursos que ofrecen las entidades sociales se encuentran en las sedes de las ONG o en lugares alejados de los asentamientos, lo que dificulta el acceso a ellos después del trabajo.
La brecha lingüística puede ser agravante en las cuestiones del día a día para una población marginalizada y deshumanizada por parte de las empresas y las instituciones. Un informe de Andalucía Acoge del año 2022 recoge que el 90% de las personas migrantes que trabajan en Huelva y Almería tienen enormes dificultades para obtener un alojamiento mejor.
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En muchas ocasiones, para poder mejorar su situación, obtener el arraigo o la tarjeta sanitaria, necesitan de un contrato o un empadronamiento. Varios trabajadores del asentamiento denuncian que en muchas ocasiones tienen que pagar sus propios contratos a los empresarios por miles de euros.
Además, la falta de conocimiento del idioma hace que se dificulte la denuncia en otras situaciones de violencia, como en los casos de abuso sexual denunciados en 2018 a trabajadoras del campo onubense por parte de los empresarios, o en situaciones de racismo institucional, como cuando en agosto de 2023 en un incendio de la zona evacuaron a toda la población excepto a las personas que habitan los asentamientos: “Es muy grave que se haya activado un plan de emergencias en el que hay un espacio para los evacuados y a las personas migrantes no se les dice nada”, denunció Pepa Suárez de la Asociación Multicultural de Mazagón en aquella ocasión.
En 2020, el relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos de la ONU, Philip Alston, visitó diversos asentamientos onubenses y lo describió “como peor que la de un campamento de refugiados de una guerra o una masacre”. Una problemática que atraviesa el territorio desde hace casi 30 años y en la que miles de personas sostienen en una situación de vulneración de los derechos humanos un sector que supone el 8% del PIB andaluz.