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Desigualdad
Un Reconocimiento Mínimo Vital para Andalucía
Andalucía ha sufrido históricamente una doble condena: una estructura económica caracterizada por una fuerte desigualdad y altas tasas de pobreza, desempleo y explotación laboral, así como por la esquilmación de sus recursos naturales con vistas a la exportación; y una posición subalterna en términos culturales que provoca desde el desprecio e inferiorización de sus hablas hasta la invisibilización mediática, el olvido de su historia o su negación como comunidad nacional. Que la emergencia social haga imprescindible un IMV no debe nublarnos la vista: un reconocimiento mínimo también es vital para Andalucía.
Uno de cada tres perceptores del Ingreso Mínimo Vital (IMV) reside en Andalucía. Ése es el dato que generó la semana pasada una nueva polémica en la izquierda andaluza. Para Unidas Podemos, tal dato demuestra el compromiso del Gobierno central con nuestra comunidad, pues su medida repercute de forma especialmente positiva en Andalucía por tener uno de los mayores índices de riesgo de pobreza y exclusión (37,7% según el INE). Por su parte, algunos sectores andalucistas han criticado el triunfalismo de UP, señalando que el IMV es una medida asistencial que no incide en las fuentes estructurales de la pobreza en Andalucía y ni siquiera compensa el descenso en la inversión estatal en políticas activas. Como viene siendo habitual, y salvo excepciones, el cruce de acusaciones entre las partes fue bronco, improductivo y sonrojante. A modo de resumen, valga decir que se han construido dos muñecos de paja: el de una izquierda centralista sometida al poder y empeñada en ahondar la dependencia y el subdesarrollo de Andalucía, y el de un nacionalismo andaluz “folclórico”, victimista y obsesionado con las guerras culturales al que no le preocupan las condiciones materiales de vida de los andaluces. Este artículo no pretende analizar los defectos ni potencialidades del IMV sino comprender en qué medida la citada polémica es representativa de una serie de problemas que viene arrastrando la izquierda andaluza.
Esta discusión se comprende mejor a la luz del clásico de Nancy Fraser “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era post-socialista” en el que se plantean sintéticamente los dilemas generados por el solapamiento de dos dimensiones de la justicia: una de carácter socioeconómico y otra de carácter cultural o simbólico. Pese a reconocer que en la práctica ambas dimensiones se entrecruzan indisolublemente, Fraser elabora una serie de escenarios ideales para explicar por qué a menudo surgen dilemas entre algunas políticas redistributivas y las exigencias de reconocimiento, y a la inversa. Por un lado tendríamos una sociedad ideal en la que las injusticias, aun teniendo manifestaciones culturales, provienen en último término de una mala distribución de los recursos, pudiendo por tanto ser mitigadas exclusivamente mediante medidas de redistribución socioeconómica. En el otro extremo tendríamos el tipo ideal en el que las injusticias de una comunidad, incluidas las de carácter material, vendrían derivadas de una determinada estructura de valoración cultural; la solución en este caso recaería en políticas de reconocimiento y no en una redistribución que deje intactas las jerarquías simbólicas. Entre ambas encontraríamos las comunidades “bivalentes” que son víctimas tanto de una distribución socioeconómica desventajosa como de un reconocimiento cultural inadecuado, sin que ninguna de ellas sea consecuencia directa de la otra, sino causas equivalentes de la injusticia existente.
La población beneficiaria de una ayuda fuertemente condicionada a sectores excluidos, en palabras de Fraser, “queda marcada como inherentemente deficiente e insaciable, siempre necesitada de más y más (...) puede incluso llegar a ser considerada privilegiada, destinataria de un tratamiento especial y de una generosidad inmerecida. Un enfoque destinado a combatir injusticias de distribución puede, en este sentido, acabar creando injusticias de reconocimiento”
El esquema de Fraser se completa con la diferenciación entre políticas afirmativas y políticas transformadoras. Las primeras tratan de corregir los efectos injustos del orden social sin alterar el sistema subyacente que los genera, mientras que las segundas aspiran a corregir los efectos injustos reestructurando dicho sistema. En el ámbito de la redistribución, las políticas afirmativas se corresponderían con las transferencias de renta desde sectores más pudientes a sectores menos aventajados sin afectar a las fuentes de tal desigualdad; las políticas transformadoras serían aquellas que inciden directamente en las fuentes de la desigualdad mediante medidas de fiscalidad progresiva, ampliación del sector público, etc. En el ámbito del reconocimiento, las políticas afirmativas se corresponden con un multiculturalismo que revaloriza las identidades subalternas dejando, no obstante, intactos los contenidos de las mismas; en tanto que las políticas transformadoras se basan en la deconstrucción, esto es, en desestabilizar las identidades existentes, incrementando la autoestima de las infravaloradas al tiempo que modifican el sentido de la pertenencia, el contenido mismo de las identidades en su conjunto.
Andalucía puede ser considerada una comunidad bivalente en tanto que ha sufrido históricamente una doble condena: una estructura económica caracterizada por una fuerte desigualdad y altas tasas de pobreza, desempleo y explotación laboral, así como por la esquilmación de sus recursos naturales con vistas a la exportación; y una posición subalterna en términos culturales que provoca desde el desprecio e inferiorización de sus hablas hasta la invisibilización mediática, el olvido de su historia o su negación como comunidad nacional en el relato oficial respecto a qué ha sido y es España. Los últimos 40 años de autonomía política sólo han paliado algunos de las consecuencias de esta desventaja histórica sin que por ello dejen de hacerse patentes día a día sus efectos.
Cuando las comunidades bivalentes son objeto de políticas redistributivas de carácter meramente afirmativo -como es el IMV- el principio de redistribución y el principio de reconocimiento entran en conflicto. La población beneficiaria de una ayuda fuertemente condicionada a sectores excluidos, en palabras de Fraser, “queda marcada como inherentemente deficiente e insaciable, siempre necesitada de más y más (...) puede incluso llegar a ser considerada privilegiada, destinataria de un tratamiento especial y de una generosidad inmerecida. Un enfoque destinado a combatir injusticias de distribución puede, en este sentido, acabar creando injusticias de reconocimiento”. Los andaluces podemos comprender perfectamente este argumento: después de décadas soportando el estigma del andaluz como un ser que cobra el PER para gastarlo en el bar del pueblo, es profundamente ingenuo presentar como un éxito andalucista la creación de una nueva renta para pobres que, sin duda, reforzará los prejuicios ya existentes sobre Andalucía, independientemente de sus innegables efectos paliativos. Mejor haría UP en impulsar y reivindicar como andalucistas otras propuestas de su formación como el impuesto a las grandes fortunas o una armonización que ponga fin al dumping fiscal madrileño, que sí inciden directamente sobre algunas de las fuentes de la pobreza en Andalucía. No se trata, ni mucho menos, de abolir el IMV (aunque ojalá pudiera sustituirse pronto por otro tipo de renta menos condicionada) sino de no presentarlo bajo ningún concepto como una medida dirigida a Andalucía. Que la emergencia social haga imprescindible un IMV no debe nublarnos la vista: un reconocimiento mínimo también es vital para Andalucía.
En el caso de Unidas Podemos, el déficit de reconocimiento político andaluz es patente en comparación con sus coaliciones confederales en Cataluña y Galicia y se acentúa más aún con la incorporación de Bildu y ERC a la “dirección de Estado” vía Presupuestos
Dicho de otro modo: no tendrá ningún rédito electoral, y por ende será fácilmente derogable, una política redistributiva que refuerce los estereotipos sobre una Andalucía subsidiada, al menos si no se acompaña de una revalorización efectiva dirigida a combatirlos. Los prejuicios pesan en el comportamiento político de quien los señala, pero también en el de quienes cargan con ellos. No olvidemos nunca el inmenso éxito recabado por Ciudadanos en unas elecciones en que prometió enseñarnos a pescar; pensemos también en qué razones conducen a cada vez más gente a votar por una fuerza como Vox que reniega orgullosa de cualquier forma de identidad andaluza. La andalufobia, como dijimos en otra parte, no existe sólo de Despeñaperros arriba, sino también aquí, en cada uno de nosotros.
Andalucismo
Andalufobia: apuntar alto para golpear abajo
Ahí reside, en la actualidad, el principal hándicap de Unidas Podemos respecto a Andalucía. El andalucismo siempre ha tenido un fuerte componente de clase, pero nunca ha sido exclusivamente una cuestión de clase. Por eso resulta estéril su empeño en afirmar que el verdadero andalucismo es el que se refleja en el IMV o en unos Presupuestos Generales del Estado que cumplen con la inversión territorializada prevista en el Estatuto de Autonomía. Y digo estéril porque no es posible ofrecer a la ciudadanía andaluza una alternativa capaz de competir con el proyecto de Juanma Moreno, y ni siquiera de complementar suficientemente el PSOE-A, sin tener en cuenta la dimensión simbólica y cultural del malestar andaluz.
Eso nos conduce inevitablemente a una reflexión sobre las políticas de reconocimiento que Andalucía necesita. En el caso de Unidas Podemos, el déficit de reconocimiento político andaluz es patente en comparación con sus coaliciones confederales en Cataluña y Galicia y se acentúa más aún con la incorporación de Bildu y ERC a la “dirección de Estado” vía Presupuestos. Pero más allá de ese estándar mínimo al que todavía se resiste UP, el sentido de las políticas de reconocimiento es un debate pendiente también en las fuerzas netamente andalucistas. ¿Cómo ir más allá de la mera afirmación y plantear unas políticas transformadoras en este ámbito? Creo que tenemos al menos dos cuestiones pendientes de revisión en la identidad andaluza: la relación con la modernidad y con el concepto de España.
Desde que en el S. XIX el romanticismo europeo encontrase en nuestra tierra un parque temático a su medida, Andalucía se ha configurado en el imaginario colectivo como un rincón de tradiciones, esencias y costumbres milagrosamente protegido de la avalancha de cambios que supusieron la Ilustración, la industrialización y las revoluciones liberales en el resto del continente -lo que se ha venido a equiparar con la idea de progreso o modernidad. La realidad histórica dista mucho de ese relato -de hecho Andalucía fue pionera en tales “avances”- pero eso no restó un ápice de verosimilitud al mismo, especialmente por el empeño del franquismo en revitalizar dicha imagen, extendiéndola de paso al conjunto de España. El resultado de todo ello es el profundo peso de la tradición, entendida como oposición a la modernidad, en el contenido simbólico de la identidad andaluza. Sin embargo, Andalucía únicamente ha conseguido ganar autoestima colectiva y superar su subalternidad cultural en los momentos en que ha sido capaz de desarrollar expresiones culturales que ni reniegan ni afirman las tradiciones, sino que las desestabilizan, las subvierten, las hackean. De Lorca a Lole y Manuel, de Helios Gómez a Ocaña, de Morente a Pilar Albarracín, la deconstrucción ha sido la mejor fuente de inspiración para los creadores andaluces, que se convierten en vanguardia -esto es, se apropian de la modernidad- al deshacer el puzzle de su identidad tradicional y recomponerlo en otra forma.
La izquierda andaluza ha construido su propio imaginario tradicional sustituyendo la foto de la procesión cofrade por la de la manifestación del 4D, la estampa taurina por la jornalera, la salve rociera por las comparsas de carnavales pretéritos…
La otra cuestión conflictiva y crucial a la hora de deconstruir la identidad andaluza es su relación con España, especialmente cuando la inmensa mayoría de su gente se siente tan andaluza como española, o un poquito más de lo uno que de lo otro. Al igual que con la tradición, ni en mera afirmación de España ni mucho menos en su negación hay transformación posible. Es innegable que la identidad española hoy predominante está construida en buena parte con piezas andaluzas, y a la inversa. Es evidente, al mismo tiempo, que esa misma concepción de la identidad española está en la raíz de nuestra subalternidad cultural. De manera que una Andalucía debidamente reconocida y respetada sólo será posible en una España que se entienda a sí misma de manera diferente. Una España cuyos medios dejen de mirarse al ombligo madrileño. Cuyos intelectuales abandonen esa obsesión insana con la pureza y conservación de una lengua más rica y viva que nunca. Cuyas instituciones reconozcan sin ambages su condición plurinacional y las consecuencias políticas que de ello se derivan. Una España en cuya historia y en cuyos símbolos quepamos todos. Esta tarea de desestabilizar, de deconstruir la identidad española no la asumirá un centro encantado de haberse conocido ni unas periferias más o menos acomodadas en su propia esfera cultural. Les (nos) tocará a las periferias que la padecemos en mayor medida.
¿Son, entonces, transformadoras las políticas de reconocimiento promovidas por el andalucismo? Mucho me temo que la afirmación casi litúrgica de la tradición no es un rasgo exclusivo de la Andalucía conservadora; la izquierda andaluza ha construido su propio imaginario tradicional sustituyendo la foto de la procesión cofrade por la de la manifestación del 4D, la estampa taurina por la jornalera, la salve rociera por las comparsas de carnavales pretéritos… de la misma manera que sustituyó en algún momento a España por “los pueblos” al cantar el himno. Voy más allá: las iniciativas que promueven la protección de la cultura andaluza, la reivindicación de nuestras hablas, las denuncias y campañas contra quienes nos insultan… son acciones necesarias pero, en el fondo, profundamente afirmativas en relación a la identidad. Sin abordar las raíces de la subalternidad cultural -que yo he centrado en la relación con la modernidad y con la idea de España, pero sin duda son muchas más- nos estaremos limitando a un andalucismo de autoayuda. Por eso no cabe menospreciar la importancia cualitativa de una nueva vanguardia cultural que viene a decirnos, en palabras de Califato ¾, que “si no eres andaluz, estás p’atrás”. Por eso, tal vez, para celebrar el 4D como fiesta nacional era necesario un cartel tan provocador como el de la Veneno-Macarena y no una foto en blanco y negro. Lo mismo con respecto a España: una fuerza andalucista que sólo pretenda ir a Madrid a preguntar qué hay de lo mío, obviando la necesidad de implicarse en la reconfiguración de la identidad y las instituciones españolas, no será más que un lobby de la afirmación.
Recapitulando, si entendemos Andalucía como una comunidad bivalente que es víctima, al mismo tiempo, de una estructura económica incapaz de garantizar condiciones materiales dignas para su gente y de una estructura de valoración cultural en la que nunca jugaremos en igualdad de condiciones, una fuerza política andalucista y transformadora se ha de proponer un doble objetivo. El primero, conseguir que el hecho de ser andaluz deje de ser una variable decisiva en el reparto de la renta per cápita, en la capacidad para obtener un empleo, en la facilidad para llegar a fin de mes, en el cálculo de la esperanza de vida… en la probabilidad, en fin, de ser beneficiario del IMV. Y, en segundo lugar, conseguir que el hecho de sentirse andaluz sea absolutamente compatible tanto con la pertenencia al momento que vivimos como con la ciudadanía de pleno derecho en el Estado que habitamos.